Se había levantado viento. Mei se alzó el cuello de la chaqueta. Las farolas de la calle se habían apagado y por encima de su cabeza los cables se extendían hacia la oscuridad. Mei anduvo sin hacer ruido por las estrechas callejas, pasando edificios abandonados, casucas ruinosas y la imprecisa luz de alguna que otra ventana. La ciudad dormía. Llegó a la calle del Lago de los Lotos y vio ante ella las luces de la estación de tren.
Una vez dentro de su coche, sacó el plano de la ciudad y escudriñó los hutong cercanos a la calle del Salón de Exposiciones en busca del Hutong Wutan.
Cuando lo encontró, giró la llave para arrancar. El Mitsubishi temblequeó, su motor zumbó. Mei encendió los faros. Era la una menos diez de la madrugada. Sacó el coche del aparcamiento y se encaminó hacia la calle de Lago de los Lotos. Fue hacia el norte hasta la calle de la Nube Blanca y condujo un kilómetro y medio junto a talludos castaños y anónimos edificios de apartamentos grises. Cruzó el foso de la ciudad y continuó por la prolongación hacia el oeste del paseo de la Paz Eterna. Hizo una larga inspiración y repitió en silencio las palabras: «paz eterna». Qué bello deseo, y qué apropiado nombre para la calle que llevaba a la Ciudad Prohibida. Pensó en las dinastías doradas del pasado. En el silencio de la noche, estaba recorriendo a toda velocidad las solitarias calles de la capital septentrional de Kublai Jan en su pequeño Mitsubishi rojo, y en algún lugar a sus espaldas creyó oír al fantasma del tiempo.
Veinte minutos más tarde, Mei giró hacia la calle del Salón de Exposiciones, y luego hacia una calle de un solo sentido que serpenteaba antes de convertirse en un camino de tierra sin iluminación. Poco a poco el camino se fue estrechando hasta un punto en que las casas bajas que lo flanqueaban, con sus patios y sus pertenencias, le impidieron continuar. Apagó el motor y salió del coche.
La mancha oval de su linterna se desplazaba como una lupa, revelando piedrecillas, papeles de caramelo y jirones de plástico y de papel. Había una mancha de vómito, pálido y todavía húmedo, apilado junto a una casa que estaba a su izquierda. A su lado había un viejo baúl, con pertenencias que nadie quería desparramándose hacia fuera, y dos bicicletas herrumbrosas. Un par de calcetines blancos se balanceaba en la cuerda de tender que había encima como un par de banderas que admitieran la derrota.
Mei encontró el número 6, pintado recientemente aunque de cualquier manera. Con el viento y la lluvia, la doble puerta de madera había encogido y se había astillado por los bordes. Mei apagó la linterna y empujó despacio la puerta para abrirla: crujió como un hombre sediento que pide agua a gritos.
El patio estaba oscuro salvo por el amarillo pálido de una ventana en la casa del lado oeste. No había sonido ni movimiento alguno en ninguna de las dependencias. La luz la tenían que haber dejado encendida para alguien de quien aún se esperaba que volviera a casa.
Mei retrocedió hasta salir sin hacer ruido, dejando la puerta entornada. No sabía si en la casa del lado oeste vivía la familia de Lili, pero algo le dijo que esperara. A una hija, por descarriada que esté, rara vez se le permite que duerma fuera.
Llevó su coche fuera del estrecho camino, se detuvo a unas pocas sombras de la entrada del Hutong Wutan y apagó el motor. Al rato sus ojos empezaron a adaptarse y fue capaz de descifrar algunas formas a su alrededor: una caseta de aperos de un metro de alto construida indudablemente sin permiso, una lámina de alquitrán que se había caído de un tejado, y árboles secos. Una ráfaga de viento arrastró una hoja de periódico haciendo remolinos hacia el interior del callejón.
Mei pensó en su madre, que permanecía dentro del blanco espacio del hospital. Se preguntó qué tal estaría pasando la noche y si el dolor la habría mantenido despierta. Intentó imaginar su cara, pero en vez de eso la vio moviéndose activamente por su apartamento la última vez que Mei la había visitado. Mamá había hecho pescado para comer. Más tarde habían discutido.
«Lo siento», dijo calladamente Mei. Mamá estaba demasiado lejos para oírla.
Un taxi entró en el callejón y se paró a cierta distancia de ella. El conductor apagó el motor, pero dejó los faros encendidos, silueteando dos figuras, una más alta que la otra, que se alejaban del coche. Sus sombras se alargaron hacia la noche.
Eran un hombre y una mujer. Mei contempló cómo andaban con paso poco firme hacia el oscuro hutong. Algo metálico, quizá una bicicleta, se derrumbó, resonando en el silencio. Luego se oyó otro estrépito ahogado un poco más allá. Mei esperó, con los ojos y la mente atentos.
Unos pocos minutos después, el hombre salió del hutong, dando tumbos hacia la luz cegadora de los faros. Su sombra se hizo más larga y se convirtió en un monstruo de cabeza pequeña. Luego desapareció. Se encendió el motor. Los faros se estremecieron, acelerando hacia el coche de Mei. Ella hundió la cabeza bajo el salpicadero.
El taxi traqueteó hacia el interior del hutong y giró a la izquierda para tomar la calle principal. Mei esperó a que estuviera a una pequeña distancia por delante de ella y luego lo siguió afuera con los faros apagados. Ya en la calle del Salón de Exposiciones, Mei encendió los faros. El taxi se dirigió hacia el sur, y luego hacia el este hasta la Puerta de la Gloria, donde describió una curva bajo el paso elevado para meterse en una lateral. Había una luz en la puerta de un hotel recién estrenado. El cartel inaugural todavía estaba colgado sobre la entrada: «Celebramos la inauguración del Hotel Esplendor».El taxi se desvió hacia el paso de coches del hotel. Mei se detuvo en la acera y apagó las luces. Contempló la espalda del hombre que desaparecía dentro del hotel, dando bandazos de un lado a otro. Un minuto después, el taxi volvió a ponerse en marcha, con los faros llameantes, para regresar a las calles de paseantes sin rumbo y soñadores.
Mei se fue a casa en su coche, feliz de saber que podía volver a la mañana siguiente y encontrar a Zhang Hong.