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Capítulo 34

Mei colocó la silla más cerca de la cama de su madre y se sentó.

Había un tubo pegado con esparadrapo justo debajo de las ventanas de la nariz de Ling Bai. Largos cables que se distinguían por colores, como las líneas de metro en un mapa, la ligaban a una pantalla de números en constante cambio.

Aunque Ling Bai estaba más o menos igual que la última vez que la había visto, Mei tuvo la sensación de que por debajo de la fachada había ocurrido algo notable. Vigiló el sueño de su madre, su respiración tranquila y estable. La expresión de su cara se había suavizado. Tenía cierta frescura, puede que hasta un ligero indicio de color en las mejillas.

Mei estuvo un rato sentada mirando a su madre. Luego se acercó de puntillas a la ventana donde la tía Pequeña estaba dormitando.

Mei le dio golpecitos en el brazo:

– Tía Pequeña -le dijo-, ¿por qué no te vas a casa? Yo me quedo con Mamá.

La tía Pequeña abrió los ojos.

– Estoy bien. Está casi amaneciendo.

Las dos decidieron quedarse. La tía Pequeña añadió agua caliente a las hojas de té usadas de su taza y se la pasó a Mei. Se sentaron junto a la ventana y compartieron el té, separadas por una generación y unidas por el amor.

La tía Pequeña señaló al hombre que había en la otra cama.

– Lo han traído hace sólo unas horas. Un suicidio. Es un soldado.

– ¿Dónde está su familia?

– No tiene pinta de tener familia en Pekín.

El hombre gruñó un poco.

Mei miró a su tía; igual que ella, había heredado la fuerte nariz de sus ancestros. Las arrugas habían empezado a reclamar su cara. Las venas se extendían por sus brazos y por el dorso de sus manos como yedra.

La tía Pequeña no advirtió la mirada de Mei. Sorbía su té y contemplaba las luces que cambiaban de color en la pantalla. No sabía cómo le dolía a Mei el corazón.

– ¿Tú, alguna vez…? -Mei empezó tímidamente-, ¿has tenido dudas?

– ¿Dudas sobre qué?

– Sobre todo aquello que ocurrió en la Revolución Cultural, sobre las cosas que hiciste y las decisiones que tomaste.

– Por supuesto que las teníamos. El país entero tenía dudas, durante diez largos años desde el final de la Revolución Cultural. Pero ¿de qué sirve insistir sobre el pasado? Nadie puede cambiarlo en nada -la tía Pequeña le pasó la taza a Mei-. Éramos como un rebaño ovejas que llevaban de aquí para allá. No teníamos mucha elección.

– ¿De verdad? Todo el mundo tomó sus decisiones. Mamá nos sacó del campo de trabajos forzados, pero dejó a Papá allí. Papá eligió creer en sus ideas. Hubo gente que mató, y otros traicionaron a su familia y a sus amigos. Todos tomamos nuestras decisiones.

– Pero no puedes comparar lo que tenéis ahora con lo de tu madre o tu padre. Nosotros hemos vivido una época muy diferente. Era como una guerra civil, llena de vida y muerte. La mayor parte del tiempo no teníamos ningún control de las cosas.

– ¿Pero qué habría pasado si hubierais tenido control? ¿Y si uno sabía que estaba mandando a alguien a la muerte?

– ¿De qué me estás hablando?

Mei tenía muchas ganas de contarle a la tía Pequeña lo que sabía, pero no fue capaz de decir una palabra. El peso de los secretos de su madre, que ahora guardaba ella, la aplastaba. Estaba maldita: se había criado con amor envenenado, y envenenado estaba también su propio amor.

Mei se apartó, respirando con dificultad.

– No sé. Parece que todo está mal. Siempre había creído que la verdad y el amor me harían feliz, pero no ha sido así. Ahora yo misma tengo que tomar algunas decisiones difíciles. ¿Denuncio a un asesino que es el salvador de mi familia? La sabiduría antigua dice que una vida vale por otra vida, pero ¿qué hay de la justicia? ¿Y la justicia para la persona que hemos perdido? ¿Se puede perdonar a una asesina, aunque haya tenido los mejores motivos?

La tía Pequeña miró a Mei confusa y asustada.

– ¿Y ésa quién es? ¿Alguien que yo conozca?

Mei no respondió. Le devolvió la taza de té a la tía Pequeña y se acercó a la cama de su madre.

Allí, al lado de la mujer que le había dado la vida dos veces, se sentó. Apoyó la cara sobre la mano de su madre y sintió el tacto de su piel, cálido y tierno. Mamá abrió los ojos un poco y luego los volvió a cerrar. Mei creyó ver una sonrisa fugaz.

La noche era tan callada como sus lágrimas. Se preguntó si el amor puede aceptarse sin justicia.

– Lo siento, Mamá -musitó.

Desde más allá de la oscura ventana, Mei oyó el primer canto del pájaro de la mañana. Pronto despertaría el día y la mañana llegaría como las olas a una costa sin contaminar. La luz se elevaría desde detrás del horizonte. Traería consigo el toque del paraíso.

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