Después de la cena, Mei telefoneó a Pu Yan.
– Sí, me dijo el viejo Chen que llamarías -por el auricular llegaba una voz suave y con un ligero acento-. ¿Estás buscando una pieza de jade de la dinastía Han? No, no queda ninguna.
– Si usted pudiera darme una o dos indicaciones, y quizá decirme adónde ir y cómo buscar…
– Estaré encantado de responder a tus preguntas. Pero si me permites que te diga una cosa de corazón, es una búsqueda inútil -dijo Pu Yan con su voz cantarína. Mei sonrió.
– ¿Cuándo sería buen momento para vernos?
– ¿Cuándo te gustaría a ti?
– Cuanto antes, mejor.
– Es que hace un tiempo horrible.
Mei miró hacia fuera y le dio la razón.
– Hay una pista de hielo dentro del Mundo Chino -dijo Pu Yan-. ¿Sabes dónde está? Bien. Podemos vernos allí mañana a las seis de la tarde.
– ¿Cómo le encontraré?
– Búscame en la cafetería que hay junto a la pista. Soy viejo: cincuenta y siete años.
Mei se preguntó de qué le iba a servir semejante descripción.
– No te va a costar nada encontrarme -dijo Pu Yan, como si le hubiera leído el pensamiento-. Allí apenas hay nadie mayor de treinta y cinco.
– Por si no pudiera encontrarle -dijo Mei-: yo tengo treinta años, la cara redonda y el pelo largo hasta los hombros. Tengo la nariz un poco afilada; la gente dice que me hace cara de enfadada. Llevaré un gorro de lana rojo.
La cafetería estaba llena cuando llegó Mei. Las sillas cercanas a la mampara de cristal se habían girado para que la gente pudiera mirar a los patinadores. Un grupo de ejecutivos con trajes oscuros estaba discutiendo con el encargado y con una camarera que parecía disgustada. Dos hombres occidentales conversaban tranquilamente en una mesa esquinera. Un grupito de jóvenes se quedó mirando a Mei cuando entraba en la cafetería. Debía de ser por el gorro, pensó ella. Se sentía como un gallo de cresta roja en plena exhibición. Miró alrededor buscando a Pu Yan pero no vio a nadie mayor de treinta y cinco, como él le había advertido.
Mei miró su reloj. Marcaba las seis y cinco. Encontró una mesa pequeña y se sentó a mirar a los patinadores.
El hielo era blanco como un delicioso caramelo. Una niña, de unos diez años quizá, patinaba vestida de rosa en el centro de la pista. Tan pronto despegaba del suelo volando cual urraca como empezaba a girar cual cisne de cuello largo. Aunque hacía como si no notara las miradas de los observadores, estaba claro que le encantaba impresionarles, y patinaba como si estuviera compitiendo en las Olimpiadas.
Mei parpadeó. Las luces eran demasiado fuertes: hacían que los ojos le dolieran.
Llegó un camarero. Mei pidió té Wulong y volvió a inspeccionar el lugar. Sólo vio juventud y alegría.
– ¿Es usted la señorita Wang?
Mei se volvió. Habría jurado que no había nadie allí de pie cuando lo comprobó dos segundos antes.
– Soy Pu Yan -dijo el hombre. Era bajo y compacto y llevaba una bolsa de deportes.
Mei se levantó.
– ¿Cómo está usted?
Pu Yan parecía más joven de lo que ella esperaba. Era de suaves facciones sureñas: tenues curvas alrededor de la boca, labios finos y sensibles. Llevaba varias capas debajo del abrigo abierto: una chaqueta oscura, un chaleco gris de punto, un jersey marrón y una camisa de cuellos abotonados. Eran típicos de lo que se encuentra en los grandes almacenes estatales, nada modernos, pero estaban cuidadosamente combinados. Cuando hablaba, las facciones de su rostro parecían suavizarse aún más. A Mei le cayó bien de inmediato.
Tomó asiento del otro lado de la mesa y señaló hacia la pista de hielo.
– Te he visto desde allí. ¿Ves a la niña de rosa? Es mi nieta. ¿Verdad que es estupenda? Está ya en el nivel de juveniles de la ciudad. Qué buen sitio éste para patinar: a ella le encanta que la miren.
Mei sonrió.
– ¿Viene mucho aquí?
– Oh, no, por Dios. Normalmente se entrena en el Polideportivo Municipal Infantil. ¡Mira lo feliz que está en esta pista! Pobrecita, sus padres están divorciados. Su padre se ha ido a Inglaterra. Y apenas ve a su madre, porque mi hija trabaja muchísimo, en una empresa publicitaria de Hong Kong. Gana bastante dinero, a pesar de todo, así que de vez en cuando la traemos aquí para darle gusto. Nosotros vivimos cerca, en la Escuela Central de Artes y Oficios, justo del otro lado de la carretera de circunvalación. Mi mujer da clases allí.
Mei volvió a mirar y vio a la niña volando por la pista como una rosada visión.
El camarero les trajo té. Mei pidió ciruelas en conserva y pipas de girasol tostadas.
– ¿Entiendes de jade? -le preguntó Pu Yan.
Mei negó con la cabeza.
– A los occidentales les gusta más el jade verde. Los mayas solían usarlo para hacer armas porque es una piedra fuerte, más fuerte que el acero. Pero en China se valora más el jade blanco: se le llama la Piedra Celestial. ¿Has oído hablar del jade blanco de Khotan? -Pu Yan buscó bajo la mesa y sacó de su bolsa dos pequeñas cajas de cartón-. Khotan es un lugar remoto que hay al final del desierto del Taklamakan, en la provincia del Turquestán chino. El jade blanco de Khotan procede de una cantera que hay en la ribera del río del Dragón de Jade, en Kashgar. El jade blanco es bastante raro hoy en día porque, después de miles de años de explotación, la cantera está agotada.
El camarero trajo los aperitivos y les sirvió a ambos el té. Pu Yan abrió las cajas y le tendió a Mei dos pequeñas piezas de jade. Eran del tamaño de una tarjeta de visita, y de unos dos centímetros de grosor. Al sostenerlas en las manos, Mei sintió el frescor de la piedra. Eran de un blanco cremoso y suave, y parecían emitir un resplandor. Una de las piezas estaba decorada con delicados relieves de nubes y un paisaje, y en la otra se había tallado una dama en atavío tradicional.
– Míralas a la luz -dijo Pu Yan-. Mira la suavidad y la transparencia del jade, y luego mira los relieves. El jade es un material duro, difícil de trabajar. Pero mira con qué detalle está tallado.
– ¿Son nuevas? -Mei frotó las piezas de jade que tenía en las manos. Parecían puras.
– Por desgracia, sí. Hoy es casi imposible encontrar piezas antiguas de jade blanco de Khotan. Muchas fueron destruidas en la Revolución Cultural. Si saliera al mercado una sola pieza, se vendería por una fortuna. Incluso las nuevas son caras: éstas cuestan varios miles de yuanes.
Pu Yan hizo un gesto a Mei para que se las devolviera.
– Tengo que llevarlas de vuelta al Instituto de Investigación mañana -dijo despreocupadamente, devolviendo las piezas a sus cajas-. Háblame del jade que estás buscando. ¿Dices que es de la dinastía Han?
Mei le contó que se creía que era un sello que había pertenecido a Cao Cao.
– Eso ya sería algo importante, ¿no te parece? -exclamó Pu Yan.
Mei repitió la historia que le había contado el tío Chen y le enseñó a Pu Yan el artículo del periódico que le había dado el tío Chen sobre la vasija ritual.
Pu Yan estudió la foto de la vasija. Era una rústica cerámica marrón decorada con dibujos de caballos al galope y escenas de batalla. Luego leyó el artículo. Mei se bebió el té y se comió las ciruelas secas. Fuera, el altavoz atronaba con Yesterday Once More, de los Carpenters.
– ¡Se ha vendido por sesenta mil dólares! -Pu Yan calculó entre dientes-: ¡Eso es más de medio millón de yuanes! -movió la cabeza como si estuviera tomando notas mentales-. He oído hablar de esa vasija ritual. Mira, a veces hago tasación de antigüedades. Los tasadores pertenecemos a un círculo muy reducido -le devolvió el recorte de periódico a Mei-. Creo que fue vendida a uno de los marchantes de Liulichang. Supongo que él o alguien asociado con él la pasó de contrabando a Hong Kong. Comerciar con tesoros nacionales y exportarlos es un delito penado con treinta años de cárcel. Pero la gente sigue haciéndolo, por dinero.
– ¿Cuánto cree que pagó por ella el marchante?
– Yo diría que quizá treinta y cinco o cuarenta mil yuanes. Eso es mucho dinero para un chino, especialmente si el vendedor es de provincias.
– ¿Sabe usted qué marchante compró la vasija?
– No. Pero puede que consigas averiguarlo. No será fácil hacer que la gente hable, pero todo tiene un precio; especialmente en estos tiempos. ¡Ah! -los ojos de Pu Yan se iluminaron. Agitó la mano derecha-. Aquí viene mi nieta.
Mei se volvió. La niña de rosa se acercaba con cuidado. Tenía las mejillas sonrojadas del calor del patinaje. Su tórax plano se movía rápidamente de arriba abajo. En cuanto vio a su abuelo con los brazos extendidos corrió hacia él, con su delgada cola de caballo ondeando tras ella.
– Hong Hong, ésta es la señorita Wang, la dama de quien te había hablado.
Hong Hong miró a Mei con sus grandes ojos.
– ¿Te apetece una leche de coco? -susurró Pu Yan al oído de su nieta. La cola de caballo asintió.
Pu Yan llamó con la mano a una camarera que pasaba para pedir la bebida y le dijo a Hong Hong que se sentara junto a él.
– ¿De qué conoces al viejo Chen? -preguntó Pu Yan, distendiéndose en su silla.
– Es un viejo amigo de mi madre. Fueron al mismo instituto en Shanghai -dijo Mei-. ¿De qué lo conoce usted?
– ¿No te lo dijo él?
– No.
Pu Yan se incorporó y empujó su taza a un lado. Mei presintió que iba a contarle una larga historia. A la gente de la generación de su madre y el tío Chen le encantaba hablar del pasado.
– Chen Jitian y yo nos conocimos por las ovejas -dijo Pu Yan muy serio.
– ¿Las ovejas?
– ¿Has estado en Mongolia Interior?
– No -dijo Mei-. Aunque me gustaría ir algún día.
– Deberías ir. Es un hermoso lugar, en algunos aspectos un lugar desnudo, bueno para el alma. Yo estuve allí durante la Revolución Cultural. Por aquel entonces se nos tildó de apestosos intelectuales. El presidente Mao dijo que necesitábamos reformarnos, así que nos enviaron a campos de trabajo a trabajar con las manos, y con los pies.
»Antes de ir allí, yo pensaba en Mongolia Interior como en una abundante pradera moteada de ovejas bajo el cielo azul. Me imaginaba perezosos días de verano llenos de aromas de lavanda y diente de león. Qué equivocado estaba. La vida no era así en absoluto. La mayor parte de Mongolia Interior es un desierto: el desierto del Gobi.
»Los inviernos eran largos y ásperos, los veranos eran cortos y calurosos. Había tormentas de arena en primavera y en otoño. Para empeorar las cosas, teníamos una dieta consistente en un solo ingrediente: cordero; a la brasa, hervido, asado o cocinado como fuera. Al entrar en la cantina, el olor te golpeaba.