– Francamente, no le creí -dijo el viejo-. Ya no quedan antigüedades valiosas de verdad. Mi familia lleva tres generaciones en Liulichang. En los años cincuenta, ellos venían y compraban todo lo que había de valor en las tiendas. Luego la Revolución Cultural se encargó de lo que hubiera quedado -al decir «Revolución Cultural» dejó de frotarse las manos, y por un instante bajó los ojos.
– ¿Quiénes son «ellos»?
– El gobierno: museos, universidades, bibliotecas, como quieras llamarlo -dijo-. Hoy en día sólo hay dos formas de conseguir cosas de auténtico valor: ser un ladrón de tumbas afortunado o un ojeador ambulante de antigüedades con suerte. El tipo no era ninguna de las dos cosas.
– ¿Cómo lo sabe?
– Los ladrones de tumbas no trabajan solos y normalmente tienen varias cosas que vender. Aquel tipo estaba solo y no tenía más que una pieza. Tampoco era un ojeador. No sabía nada de antigüedades. Lo comprobé: era un profano total.
– ¿Sabe usted su nombre o el de su hotel?
El viejo sacudió la cabeza.
– Sólo dijo que era de Luoyang.
– ¿Puede decirme qué aspecto tenía?
– Veamos… estatura media, fuerte. Grandes brazos: un obrero, sin duda, de una fábrica quizá. No era mal parecido, salvo por la cicatriz.
– ¿Dónde tenía esa cicatriz?
– En el lado izquierdo de la frente, justo encima del ojo. Parecía que alguien le había hecho un buen corte.
El viejo tendió la mano hacia el dinero.
– Una cosa más -dijo Mei-. ¿A quién cree usted que le vendió la vasija?
– No lo sé.
Mei no se movió.
– Está bien; hay un personaje oscuro llamado Wu el Padrino en ese caserón que hay calle abajo. No es buen marchante, pero parece que le está yendo muy bien. Si quieres saber mi opinión, tiene un algo sospechoso.