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Bartolmei no dedicó mucho más de una mirada a Theresa.

– Nunca he fallado en mi deber, Don DeMarco, y la traición de mi esposa no cambia nada.

Isabella se aferró a Nicolai, sujetándole firmemente, oliendo el salvajismo todavía emanando de su piel y pelo.

– Llévame a casa -suplicó. Se presionó las manos sobre los oídos, intentando desesperadamente amortiguar los sonidos de los leones devorando carne humana. Mantuvo los ojos firmemente cerrados, su respiración llegaba en sollozos estremecidos.

Odio y malevolencia, sangre y violencia se arremolinaban en el aire alrededor de ellos. Nunca podría olvidar los sonidos de muerte, los gritos y súplicas de los soldados pidiendo piedad. El puro salvajismo de la noche, de las bestias, de Don DeMarco, la perseguirían para siempre.

– Isabella -Él pronunció su nombre suavemente, susurando sobre su piel, llamándola de vuelta a él, necesitando consolarla casi tanto como ella necesitaba ser consolada.

Nicolai le cogió la barbilla en una palma, inclinándole la cabeza a un lado para proporcionarse una vista de su cara. Sobre su ojo había un chichón, un chorrito de sangre, la piel ya se volvía negra y azul. Saltaron llamas en sus ojos. Su pulgar eliminó la sangre de la sien, y la empujó una vez más contra su pecho para evitar que viera la furia asesina ardiendo en sus ojos. Ella podía sentirle temblar, podía sentirle sólido y real, podía sentir el volcán amenazando con erupcionar. Contenía su rabia con control tenaz.

Isabella estaba en un estado demasiado frágil para que Nicolai se permitiera ser indulgente con su furia. La deseaba en la seguridad del palazzo , donde el horror de esta noche se desvanecería. Nicolai alzó a su prometida a la grupa de su caballo que esperaba, sus brazos y cuerpo la abrigaron cerca de él. Acariciándole el pelo con la nariz, giró su montura lejos del mar de cuerpos y las bestias devorándolos. Ella lloró calladamente contra su pecho, sus lágrimas le empaban la camisa, le rompían el corazón. Aumentaba su odio y necesidad de venganza contra cualquiera, contra cualquier cosa que hubiera causado esta gran pena.

Sarina estaba esperando en el palazzo , y envolvió a Isabella entre sus brazos como si fuera una niña, llevándola al santuario de su habitación, donde un baño y un fuego esperaban. Permitió a la joven a su cargo llorar su tormenta de emociones. El té y el baño caliente la ayudaron a revivir para su próxima ordalía. Esto no había terminado, e Isabella sabía que no terminaría nunca a menos que ella pudiera derrotar a la entidad, su más poderoso enemigo.

– ¿Han dicho si alguno de los hombres de Rivellio escaparon del valle? -se las arregló para preguntar mientras sorbía el té humeante endulzado con miel.

– Las patrullas han estado peinando el valle -respondió Sarina-. El paso y los túneles de las cavernas están bien guardados. Sería casi imposible para alguien deslizanse a través. Rivellio y sus hombres se convertirán, como tantos otros, en parte de la legenda: invasores que nunca volvieron a sus fincas. ¿Quién sabe lo que les ocurrió? La evidencia habrá desaparecido mucho antes de que venga alguien buscando información.

Isabella se estremeció. Sus manos estaban temblando cuando colocó la taza de té a un lado. Necesitaría toda su fuerza, toda su determinación, para enfrentar a su más astuto y malvado enemigo.

Deseaba aunque temía ver a Nicolai antes de entrar en la habitación donde la corte estaba reunida, pero él no había acudido a ella. Rivellio y sus hombres habían invadido el valle con el propósito de tomar la finca. Don DeMarco tenía el deber de proteger a su gente de todo invasor, y así lo había hecho con la mínima cantidad de derramamiento de sangre de sus propios soldados. Se presionó una mano contra el estómago. Con toda su experiencia, Isabella no había estado preparada para semejante carnicería. Había sido una pesadilla, un horror. En realidad, no sabía si sería capaz alguna vez de sobreponerse a los sonidos y visiones, sabiendo la identidad de la bestia que conducía la matanza.

Tomó otro sorbo de té mientras el conocimiento de la muerte de Rivellio finalmente empezaba a penetrar. El enemigo de la familia Vernaducci estaba verdaderamente muerto. El aliento se le atascó en la garganta. Nicolai DeMarco tenía el poder de restaurar el honorable nombre de Vernaducci. No tenía duda de que podía hacerlo, incluso restituir sus tierras. Eso allanaría el camino para que Lucca y Francesca estuvieran juntos. Cuidadosamente Isabella colocó su taza en la bandeja, sonriendo ante la idea de ver la cara de su hermano, la luz en sus ojos mientras su mirada seguía a Francesca. Entre Isabella y Francesca, Isabella estaba segura de ello, con la ayuda de Nicolai, Lucca encontraría la felicidad que merecía.

Isabella se vistió para el tribunal con gran esmero, asegurándose de que cada pelo estuviera en su sitio, de que su vestido fuera regio y adecuado. No había nada que pudiera hacer para ocultar sus rasgos pálidos o el moratón oscurecido en un lado de su cara y ojo. Su estómago estaba atado en un nudo, pero no suplicaría sales ni se ocultaría en su habitación llorando. Se deslizó a través de los salones hacia la habitación de la torre donde se celebraba el juicio. El juicio de Theresa. No miró ni a derecha ni a izquierda, consciente de los sirvientes presignándose a su paso, de la joven Alberita rociando agua bendita en su dirección.

La habitación estaba llena de gente, algunos oficiales a los que no había visto nunca, otros a los que reconocío. El Capitán Bartolmei permanecía rígido a un lado. El Capitán Drannacia estaba muy cerca de su esposa, Violante. Theresa estaba de pie en el centro de la habitación, enfrentando a Don DeMarco. Él estaba inmóvil, sus rasgos oscuros e implacables, solo sus ojos estaban vivos, ardiendo con intensidad, con rabia.

– Ahora que mi prometida, Isabella Vernaducci, ha llegado, podemos continuar. Has presentado graves cargos contra ella, reclamando que me ha sido infiel y que yacido con mi capitán de confianza. -Mientras hablaba con voz plana e inexpresiva, la mirada de Nicolai ardió sobre Isabella.

Ella sintió el impacto como un golpe, pero se mantuvo en pie inquebrantable, silenciosa, escuchando sin protestar.

– Has admitido ante nosotros que traicionaste a tu gente y que acechaste e intentaste matar a la Signorina Vernaducci. Has admitido ante nosotros que tienes la habilidad DeMarco para convertirte en la bestia, y utilizaste tu habilidad en tu persecución de la Signorina Vernaducci. ¿Cómo es que ocultaste este talento a tu don , y a tu marido?

Theresa tomó un profundo aliento. Estaba luchando por mucho más que su matrimonio, estaba luchando por su vida.

– La primera vez que la bestia me tomó fue pocos meses después del retorno de mi hermana. Estaba tan llena de rabia, no podía contenerla. Fui al bosque y grité. Simplemente ocurrió. No sé como. Creí que era un sueño, un sueño nebuloso. No ocurría con mucha frecuencia, y cuando lo hacía era siempre cuando estaba furiosa. -Theresa miró fijamente a Don DeMarco, apartó rápidamente la mirada, y permitió que esta se desviara hacia su marido. Se puso rígida, su cara se desmoronó cuando él se negó a mirarla-. La segunda vez ocurrió la primera noche que llegó la Signorina Vernaducci. Había ido al castello para esperar a mi marido…

– Continua. -Era una orden.

Theresa se estremeció ante el tono.

– Guido estaba paseando y me divisó cerca de los establos. Me dijo cosas. No paraba. Insistió en que yo le deseaba. -Brillaban lágrimas en sus ojos-. Me desgarró el vestido y me tiró al suelo. Estaba tan asustada, tan furiosa, solo… solo ocurrió. No tenía intención. No lo supe hasta después.

– Sabías que todo el mundo pensaba que yo le había matado -dijo Nicolai suavemente, su voz era una condena-. No dijiste nada. ¿Y el sirviente?¿Le mataste también?

Ella sacudió la cabeza.

– No, los hombres de Rivellio lo hicieron. La Signorina Vernaducci se lo dirá. Ellos le mataron, no yo.

– Pero intentaste matar a Isabella -Nicolai era implacable.

– ¡No! -Theresa sacudió la cabeza en negación-. No sé. Creo que quería asustarla para que se fuera, pero la rabia crecía y crecía hasta que solo deseé que desapareciera. Entonces supe que podría utilizarla para destruir a Rivellio. Él me obligó a espiar para él. No me devolvería a mi hermana a menos que estuviera de acuerdo en proporcionarle información sobre el valle. Habría estado de acuerdo con cualquier cosa para tenerla de vuelta.

Un simple y estrangulado sonido de horror escapó de la garganta de Rolando Bartolmei.

– Yo no podía decirle nada en realidad -explicó Theresa apresuradamente-. No estaba espiando realmente. Yo no sabía nada. Pero le quería muerto. Tenía que verle muerto. Debería haber sido castigado por lo que hizo -Se retorció las manos-. Sabía que podía atraerle al valle. Vendría por la Signorina Vernaducci. Él crecía que intercambiaría su vida por la de Don DeMarco. Estaba seguro de que podría utilizar a su hermano para invadir el valle y derrotar a nuestros hombres. Yo planeaba matarle.

– Utilizando a Isabella. -El tono de Nicolai contenía acusación, amenaza, una promesa de muerte.

– Ella te traicionó con mi marido. ¡Con mi Rolando! -La alegación explotó de Theresa. Por un momento sus ojos llamearon de furia; después, humillada y avergonzada, volvió a mirar al suelo.

– Tienes prueba de ello -De nuevo era una declaración.

Theresa se estremeció. Asintió, su mirada una vez más deslizándose hacia su marido, después alejándose rápidamente.

La habitación estaba en silencio, un silencio expectante. Isabella estaba de pie en el centro de la habitación, con aspecto tan sereno como pudo mantener, agradecida por el entrenamiento de su padre. Todos los ojos estaban concentrados en ella. No flaqueó, sino que confrotó a su acusadora serenamente.

– Déjame ver la prueba de la infidelidad de mi prometida -dijo Nicolai suavemente-. La prueba de la traición de mi capitán. -Su voz era una ronroneo bajo de amenaza. Su tono hizo que la tensión en la habitación subiera otra muesca. Alzó una mano.

Isabella parpadeó rápidamente, hipnotizada por la visión de la gran mano de Nicolai. Era una pata gigante, cubierta de piel, garras afiladas centelleaban como estilentes. Oyó un jadeo colectivo por toda la habitación. Alzó la mirada para encontrar la de él, pero estaba completamente concentrado en Theresa, observándola con la mirada fija de un depredador.

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