Ella era ciertamente coraje y fuego; cualquier otra mujer se habría desmayado alejándose de los terrores de su posición. No Isabella, con sus ojos tormentosos y apasionada boca.
– ¿No tienes el buen sentido de temerme, verdad? -observó. Él temía suficiente por los dos. Había visto la evidencia de la maldición con sus propios ojos. Había sentido el fluir de la salvaje excitación, conocido el ardiente sabor floreciendo en su boca.
– Tengo miedo, Nicolai -admitió ella-. Solo que no de ti. Por ti. Por mí. No soy una muñeca. Soy consciente de que esto podría terminar muy mal. Pero en realidad ya estamos en ello. Estoy aquí en este valle. Ya te he conocido, el patrón de nuestras vidas ya se está desplegando a nuestro alrededor. ¿Se detendría si escondo la cabeza bajo la cama como haría una niña? ¿En qué ayudaría eso, Nicolai? Quiero vivir mi vida, por poca que pueda tener, no esconderme temblando bajo una colcha.- Su palma le acarició las cicatrices de la cara, su corazón se suavizó, derritiéndose, ante su expresión.
– Isabella -susurró él suavemente, doloridamente, su garganta atascada por tal emoción que no podía respirar apropiadamente.- No hay otra como tú -Sacrificarla por su gente, por su valle, era un horrendo intercambio. Sabía como debía haberse sentido su padre. El vacio. El autodesprecio. La desesperación. Nicolai había rezado, y había encendido muchas velas a la buena Madonna . Aún así, el peligro rodeaba cada movimiento que hacía Isabella.
– Te deseo, Isabella -dijo, su voz dolorida de deseo-. Que Dios me ayude, te deseo una y otra vez, cuando debería estar encerrándote en algún lugar lejos de mí.
Levanto la mirada hacia él, y ese simple acto fue su perdición. El deseo relampagueaba en los ojos de él. Posesividad. Hambre. Amor. Era puro, sin diluir. Ardía brillantemente. Gimiendo, inclinó la cabeza y tomó posesión de su boca. Dominante. Masculino. Exigiendo respuesta. Devorándola. No podía conseguir suficiente de ella, no podía acercarse lo suficiente.
Apesar de todo, ella le estaba besando en respuesta, alimentándose de él. Un fuego rabiaba en ella, ardiendo fuera de control, una tormenta de tal intensidad que se vio barrida por ella, ya no era capaz de pensar, solo sentir. Sus brazos, por propia voluntad, se arrastraron hasta el cuello de él, sus dedos se enredaron en el pelo. Se sentía débil de desearle, anhelando su boca, su cuerpo poseyéndola.
Sus labios abandonaron los de ella para trazar un camino por la barbilla, bajando por la columna de la garganta, dejando llamas donde su lengua se arremolinaba y acariciaba. No había ningún cordel en el cuello del vestido que le diera acceso a su cuerpo. Por pura frustración encontró sus pechos a través de la tela del vestido. Su boca era ardiente y húmeda, empujando con fuerza haciendo que la tela frotara sus pezones, excitándolos hasta duros picos de deseo. El cuerpo de ella se derritió de deseo. La recostó sobre su brazo, dirigiendo los pechos hacia arriba para poder sacar primero uno, después el otro, por el escote del vestido. La tela acunaba los pechos como manos, sujetándolos altos para su inspección.
– Eres tan hermosa -Su aliento era cálido contra la carne dolorida.
El cuerpo de ella se tensó, una charca caliente se aposentó bajo dentro de ella, exigiendo alivio. Sus manos se movieron sobre ella, los pulgares jugueteando y volviéndola loca, su boca era fuerte, caliente y persistente hasta que ella le tiró del pelo, deseando más. Isabella intentó su propia exploración, tirando de su camisa, de sus calzones, pero las piernas amenazaron con fallarle cuando él le levantó el bajo de la falda.
– Tienes demasiada ropa encima -masculló él espesamente.
– También tú -respondió ella sin aliento.
Él estaba abriéndose paso a tirones, desgarrando su ropa interior para exponer la piel desnuda. Después la estaba besando otra vez, eliminando su capacidad de pensar, elevando la tormenta al siguiente nivel, su mano deslizándose bajo la falda hasta el muslo, frotando entre sus piernas para sentir la húmeda invitación.
– Adoro como te siento -Nicolai la bajó al suelo, hacia la gruesa alfombra ante de la chimenea maciza. -Estás lista para mi. Te veo cruzar una habitación y me pregunto si tu cuerpo ya estará listo para mí. Si solo una mirada sería suficiente para hacer esto. -Su dedo penetró profundamente, rozando, danzando y acariciando-. Yo solo tengo que mirarte, pensar en ti, y mi cuerpo se pone así. -Se colocó entre sus muslos, cogiéndole las caderas, y la empujó hacia él haciendo que su gruesa erección estuviera presionada contra la entrada-. Estoy tan duro que es doloroso, cara. Necesito enterrarme en ti.
Jadeó cuando él empujó hacia adelante, atravesándola, estirando su apretada vaina alrededor de él. Él dejó escapar un sonido, en algún lugar entre un gruñido y un gemino de extremo placer. Se detuvo, aprentando los dientes, deseando que el cuerpo de ella se acomodara a su tamaño, permitiéndola acostumbrarse a su invasión para poder enterrar un centímetro más de sí mismo en ella. Estaba tan caliente y apretada que temió no tener el control necesario para satisfacerla también.
– Más, Nicolai -suplicó ella-. Todo. Te quiero todo.
Le cogió las caderas más firmemente y comenzó a moverse, empujando hacia adelante, largas y duras estocadas, rápido y profundo. Quería arrastrarse dentro del refugio que ella ofrecía, el paraíso que nunca había conocido tan completamente. Zambulló su cuerpo en el de ella, observándolos unirse en un ritmo perfecto, deseando quedarse allí para siempre. El suelo no cedía, y fue capaz de llenarla, cada estocada sacudiendo su cuerpo tanto que sus pechos se estremecían apetitosamente y sus ojos se volvían apasionados.
No experimentó pensamientos oscuros, solo el éxtacis del cuerpo de ella, el placer que le proporcionaba. Se deslizó dentro y fuera de ella, empujando profundamente, sintiendo su respuesta cuando los músculos se tensaban a su alrededor, las ondas giraban en espiral hasta que también él se vio catapultado a ellas. Hasta que el cuerpo de ella le aferró y ordeñó su semilla. Se vertió de él, una corriente ardiente de deso, de compromiso, de amor.
Se inclinó hacia adelante y tomó un pecho en la ardiente caverna de su boca. Estremeciéndose de placer, la sostuvo, enterrado profundamente dentro de ella, su boca en el pecho, mientras los estremecimientos la tomaban, gritaba su nombre, y los dedos se cerraban en puños entre su pelo.
Al instante, a través de su palpitante corazón y el fuego que barría su cuerpo, sintió el salvajismo alzándose en él, sintió a la bestia deseando montarla una y otra vez, asegurándose de que ningún otro la tocaba, ni le daba un hijo. Sus pensamientos eran confusos y primarios, una feroz veta posesiva sacudió los cimientos mismo de su alma. Casi saltó lejos de ella de miedo, deseando retirarse a las sombras como el animal que era.
En un momento su cuerpo cubría el de ella en un salvaje y apasionado intercambio, y al siguiente se apartaba como si no pudiera soportar su visión.
Isabella no le miró, no quería ver si el león estaba centelleando en sus ojos. No quería saber si estaba cerca de perder el control. Deseaba más. Mucho, mucho más. Deseaba que la abrazara, la acunara entre sus brazos y susurrara lo mucho que la amaba.
Cerró los ojos contra las estúpidas lágrimas que ardían en ellos. No podía culpar a Nicolai; ella había sido su socia dispuesta en todo. Y lo sería otra vez. Dificilmente podía negarlo cuando su cuerpo todavía latía, se tensaba, y anhelaba el de él. Tiró hacia abajo de su vestido cubriendo los pechos, su cuerpo respondió a la sensación de la tela contra su piel sensible. Muy cuidadosamente se sentó, mirando a la esquina donde podía oir la pesada respiración de él mientras luchaba por recuperar el control.
Al instante sintió un filo de peligro en la habitación. No tenía nada que ver con la extraña entidad y todo con la maldición. El pelo de su piel se erizó, un estremecimiento bajó por su espina dorsal. Él la estaba observando desde las sombras, y no sabía si la estaba observando como un hombre o una bestia, y por primerísima vez temió averiguarlo. Isabella rodó y se puso de rodillas, deseando levantarse.
Al instante sintió movimiento, un susurro, un aliento cálido en su cuello. Nicolai estaba de pie sobre ella; sintió el roce de su pelo largo en el brazo y la espalda.
– No te muevas -advirtió él. Su voz era espesa, extraña.
– Nicolai -Sabía que su miedo estaba entre ellos, que él podía olerlo. Oirlo.
– Shh, no te muevas -Sus manos le dibujaron el trasero desnudo-. No hemos terminado.
Isabella casi saltó fuera de su propia piel. Su corazón saltó de terror, después se aposentó en un fuerte, rápido y palpitante ritmo. Manos, no garras, tocaban su cuerpo. Era completamente Nicolai. Podía estar luchando, pero estaba con ella.
Las manos amasaron la carne firme de sus nalgas, después se deslizaron más abajo para encontrar su pulsante y húmedo núcleo. Empujó dentro de ella con los dedos, llevándola inmediamente de vuelta a un punto febril y haciendo que gimiera y clamara por él.
– Dio, cara , esto es peligroso -susurró él- Tan peligroso. -Pero no se detuvo, empujando más profundamente hasta que se movió contra él con un pequeño sollozo.
En seguida la cogió por las caderas y empujó de nuevo dentro de ella, más profundo y más fuerte, llenándola con su grosor, estirando su apretada vaina, la fricción casi más de lo que ninguno podía tolerar. Habiéndose vaciado a sí mismo en ella una vez, tenía más aguante, pero podía sentir el salvajismo alzándose con cada estocada. Su sangre corría como fuego; su estómago ardía con ella. Se extendió en busca de vacío en su mente, puro placer, sin pensamientos, ni miedo, solo placer erotico.
Isabella podía sentirle rodeándola, sus brazos fuertes, cada músculo tenso, su cuerpo empujando dentro y fuera de ella. Estaba profundamente dentro de ella, el placer aumentó y aumentó hasta que la abrumó, hasta que cada célula de su cuerpo se estiró más allá de lo soportable y se estremeció de placer. Hasta que su cuerpo ya no fue suyo sino de él, para enseñar y tocar como un instrumento hasta que se fragmentó, explotó, se disolvió. Hasta que no hubo parte de ella que no estuviera ardiento y girando fuera de control.
Sintió el cuerpo de él hinchándose, endureciéndose incluso más, la fricción tan intensa que era más de lo que podía soportar. Los envió a ambos rodando por un acantilado y cayendo a través del espacio. Estallaron colores en su mente, látigos de relámpago danzaron en su sangre. Esta vez él se colapsó sobre ella, conduciéndola al suelo, donde yacieron en un enmarañado montón, demasiado exhaustos para moverse. Yacieron todavía por algún tiempo, con los corazones palpitantes, el calor tan intenso que se formaron gotas de sudor entre sus cuerpos, pero ninguno podía encontrar la energía para apartarse del fuego.