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– Siempre he aceptado que había nacido con ello. Un don, una maldición… no sé. La gente cree las viejas leyendas, y esperan un milagro. Creen que tú eres ese milagro. Yo solo sé que siempre he sido capaz de hablar con los leones. Son parte de mí. No tenía miedo de ello ni me avergonzaba. Sabía que eso me hacía diferente, y sabía que la mia madre no quería tener nada que ver conmigo, pero no puedo recordar cuando si quería, sí que no era tan mala cosa. Sarina y Betto estaban siempre ahí. Y jugaba como cualquier chico con mis amigos Sergio y Rolando.

Se apoyó en él, porque parecía tan necesitado de más consuelo que ella. Sus hombre se encorvaron, el simple recuerdo de lo que había ocurrido. Él era tan carismático, sin esas pequeñas heridas, nunca lo habría creído. De algún modo se las había arreglado para robarle el corazón hasta anhelarle, lamentándose por el dolor reflejado en sus ojos.

– ¿Y tu padre? -animó.

Nicolai suspiró y cogió las riendas entre sus manos.

– Se retiró de todos, se volvió cada vez más salvaje hasta que ni siquiera yo pude ver al hombre del que la mia madre planeaba escapar. Él se enteró antes de que ella pudiera abandonar el palazzo. La persiguió a trvés de los salones, subiendo y bajando por las escaleras. Huyó hacia la gran torre, saliento al pequeño patio. Yo sabía lo que podía ocurrir, así que le seguí, para detenerle, pero ya había llegado demasiado lejos. Entonces se volvión contra mí -Se tocó las cicatrices de la cara con dedos temblorosos, un hombre recordando la pesadill de un niño. Se quedó en silencio, mirando hacia la centelleante charca.

– Los leones te salvaron, ¿verdad, Nicolai? -dijo suavemente.

Él asintió, su cara se endureció perceptibemente.

– Si, lo hicieron. Le mataron para salvar mi vida.

– ¿Cuando eras niña, la bestia en tu interior salía?

Nicolai sacudió las riendas, y los caballos empezaron a avanzar.

– No, nunca. Pero ese día, en el castello, mi vida cambió para siempre. Ni siquiera Sarina podía verme ya. Cuando me miraban… mis amgos, mi gente… veían algo más. Todos ellos -Bajó la vsta a sus manos sobre las riendas-. Yo veo mis manos, pero ellos no. Es una existencia solitari, cara, y tenía la esperanza de no pasar nunca semejante cosa a mi hijo.

– Yo veo tus manos, Nicolai. -Isabella descansó una mano enguantada sobre la de él-. Veo tu cara y tu sonrisa. Te veo como un hombre. -Frotó la cabeza contra el hombro de él en una pequeña caricia-. Ya no estás solo. Me tienes a mí. No estoy huyendo de ti. Me quedo contigo porque quiero quedarme. -Y, que Dios la ayudara, quedía quedarse. Quería estrecharle entre sus brazos y consolarle con su cuerpo. Quería eliminar las sombras de sus ojos y desvanecer la pesadilla que había terminado con su niñez.

Él puso las riendas en una palma y envolvió su mano con la otra, tirando de ella bao las pesadas pieles para mantenerla caliente. Montaron en silencio, en el blanco y frío mundo, con la luz de la lun brillando sobre ellos y la nieve refulgiendo como un campo de gemas.

Isabella descansó la cabeza contra su hmbre y contempló el cielo. El viento soplaba suavemente, enviando pequeños copos de nieve a volar desde las ramas de los árboles. Sintió el tiró en su pelo, en su cara. Parecía que estuvieran volando, y rio suavemente, aferrando las pieles a su alrededor.

– Me encanta esto, Nicolai. De veras. -Su risa flotó lejos en el viento, llamando. Llamando.

Un buho salió volando de ninguna parte, directamente hacia uno de los caballos, con las garras extendidas como si pudiera arañar los vulnerables ojos. Los caballos se encabritaron, chillaron, un grito de terror que resonó a través del silencioso mundo. Ambos caballos se desbocaron, tirando de las riendas y corcoveando, atravesando la nieve, corriendo cuesta a bao y a través de una pequeña arboleda.

El carruaje se volcó, tirándolos al suelo helado. De algún modo Nicolai se las arregló para envolver sus brazos alrededor de Isabella. Ella aferró la gruesa piel, y cuando rodaron, se enredó alrededor de ambos, ayudando a protegerlos de la colisión. Rodaron colina abajo, un enredo de brazos, piernas y pelo. La nieve estaba por todas partes, aferrándose a la piel, a sus ropas, entre sus temblorosos cuerpos, incluso en sus pestañas. Cuando se detuvieron, el viento los golpeó, Isabella estaba tendida sobre Nicolai, sus brazos le envolvían la cabeza para protegerla.

– ¡Isabella! -La voz de Nicolai temblaba de preocupación- ¿Estás herida? -Sus mos se movían sobre el cuerpo, buscando heridas.

Ella podía sentir la risa burbujeando salida de ninguna parte y se preguntó si era la primera Vernaducci en la historia que se podría histérica después de todo.

– No, de veras, Nicolai, solo un poco sacudida. ¿Qué hay de ti?

Él ya estaba mirando alrededor buscando los caballos. Le sintió tensarse justo cuando la risa decaía en su interior, siendo reemplazada por un miedo serpenteante. Sus manos se apretaron sobre el pelaje, y miró cautelosamente alrededor. Vislumbró movimiento entre los árboles, sombras disimuladas, ojos brillantes.

Nicolai alzó gentilmente a Isabella alejándola de él.

– Quiero que vayas hacia el árbol más cercano. Trepa a él y quédate allí. -Su voz era tranquila, baja, pero contenía inconfundible autoridad. El don daba una orden.

Isabella miró alrededor desesperadamente en busca de un arma, cualquier cosa, pero no encontró nada. Estaba temblando violentamente a causa del frío. O de miedo. No estaba segura. Los caballos estaban solo a corta distancia de allí, temblando, sus cuerpo húmedos con el sudor de miedo.

– Nicolai. -Había lágrimas en su voz, una dolorosa necesidad de quedarse con él.

– Haz lo que digo, piccola. Busca un árbol ya. -Se alzó sobre sus pies, levantándola mientras lo hacía, sus ojos exploraban intranquilos las gruesas filas de pinos. Alzó la cabeza y olisqueó el viento.

Isabella no podía oler al su enemigo, pero captaba vistazos de cuerpos peludos y delgados mientras se movían furtivamente a través del bosque. Más que eso, sentía la mancha de algo, algo maligno, algo innombrable y mucho más mortal que una manada de lobos.

– ¡Isabella, muévete! -No había forma de confundir la orden o la amenaza en la voz de Nicolai, aunque no se molestó en mirarla.

Ella dejó caer la piel y corrió hacia el árbol más cercano. Habían pasado años desde que había trepado, pero cogió las ramas bajas y se izó a sí misma. Sin la protección de la piel, el viento mordió su piel, atravesando directamente a través de su delgada bata. Apesar de los guantes, sentía los dedos entumecidos mientras aferraba las ramas. Se agarró allí, con los dientes castañeando, y observando con horror la escena desplegada bajo ella.

Los lobos llegaron desde los árboles, con los ojos fijos en su presa. Ni en Nicolai… la manada le evitaba y en vez de ello se movió hacia el árbol al que Isabella se encaramaba. Uno, mucho más atrevido que los demás, saltó, gruñendo, sus mandíbulas cerrándose hacia su pierna. Se le escapó un grito mientas tiraba de su pierna hacia arriba, arañándose la piel en la corteza del árbol.

El rugido de un león sacudió el valle. Furioso. Feroz. Un desafio. Unas buenas seiscientas libras de sólido músculo, la bestia saltó en medio de la manada de lobos, golpeando al animal más agresivo con una garra mortal. En su desesperación, la manada saltó sobre él, gruñendo, rasgando y desgarrando su espalda, sus patas, su cuelo,hasta que la nieve estuvo salpicada de rojo. Los lobos eran numerosos, Isabella estaba segura de que el león caería bajo se embate. La visión era terrorífica, los sonidos peores.

– Nicolai -susurró su nombre en la noche, su voz dolorida y llena de lágrimas. No tenía ni idea de cómo ayudarle.

El león sacudió su cuerpo macizo, y los lobos salieron volando en todas direcciones, chillando y aullando. La bestia saltó tras ellos, matando de un manotazo a los animales más lentos mientras estos aullaban de terror y cojeaban, huyendo del más grande y más poderoso depredador.

El león se quedó inmóvil durante un mmento, observándoles marchar; entonces sacudió su peluda melena y se estremeció. Isabella podía ver ese rojo que oscurecía el pelaje en varios lugares. La enorme melena, espesa alrededor del cuello, que bajaba por la espalda, y bajo la barriga, le había protegido de los peores mordiscos, pero estaba herido. Giró la cabeza y la miró. Ojos ámbar llamearon hacia ella, enfocados e inteligentes.

– ¡Nicolai! -Había alegría en su voz. Saltó del árbol y aterrizó de espaldas en la nieve.

La maciza cabeza bajó, y la bestia se agachó como preparada para correr. Isabella sintió el creciente triunfo en el aire, oscuro y venenoso, satisfecho con su poder. Se respiración se detuvo, y su corazón palpitó. Saboreó el miedo. Los ojos del león nunca la abandonaron, la intensidad de su concentrasión era aterradora.

Isabella se sentó en silencio, esperando la muerte. Miró directamente a los ojos ámbar.

– Sé que esto no es cosa tuya, Nicolai. Sé que solo querías protegerme -dijo suavemente, amorosamente, en serio-. No eres mi enemigo, y nunca lo serás. -Lo que fuera que acechaba en el valle con odio y astucia, no era Nicolai DeMarco. Utilizaba los instintos asesinos de las bestias, cualquier emoción intensa, furia, odio y miedo, humana o cualquier otra. Retorcía tales cosas a su voluntd. isabella se negó a permitirle utilizar sus sentimientos por el don. Miró directamente a esos llameantes ojos ámbos y vio la muerte mientras saltaba hacia ella-. Te quiero -dijo suavemente, diciéndolo de corazón. Después, por primera vez en su vida, se desmayó.

Una voz la llamaba, urgiéndola a abrir los ojos. Isabella yacía tranquilamente en un capullo de calidez. Tenía la extraña sensación de que estaba volando. Si estaba muerta, eso no estaba nada mal. Se acurrucó más profundamente en la calidez.

– Cara, abre los ojos para mí -La voz penetró su consciencia de nuevo. Ruda por la preocupación, ansiosa, sensul. Algo en el tono derritió sus entrañas-. Isabella, mírame.

Con un gran esfuerzo, se las arregló para alzar las pestañas. Nicolai estaba mirando su car, sujetándola entre sus brazos mientras guiaba los caballos. El carruaje se deslizaba sobre la nieve a buen paso, diriéndose hacia el palazzo. Nicolai dejó escapar el aliento en una ráfaga de vapor-. No vuelvas a hacerme esto nunca.

Isabella se encontró sonriendo, alznado un guante peludo para trazarle el ceño.

– Esta fue una muy excitante aventura, Nicolai. Grazie.

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