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Isabella estudió al segundo león atentamente. Estaba bien musculado, vigoroso, y obviamente inteligente. Podía verlo atacar una y otra vez en busca de puntos débiles donde la sangre ya marcaba al otro macho. El sonido de huesos aplastados la hizo estremecer, la horrorizó. Al final, el gran depredador retuvo al león más pequeño en sus manos, con los dientes enterrados en su garganta hasta que el animal caído quedó estrangulado.

El Capitán Bartolmei hizo una señal a Sergio.

– ¡Ahora! -Ambos saltaron hacia el león victorioso, con las espadas prestas.

– ¡No! -gritó Isabella, pasando a los dos hombres para colocar su cuerpo entre ellos y el león-. Alejáos de él.

Los hombres se detuvieron bruscamente. Cayó el silencio, dejando el mundo blanco, deslumbrante y la naturaleza contuvo el aliento. El león balanceó su gran cabeza en el morro todavía ensangrentado. Los ojos estaban fijos en ella, llameando hacia ella, de un ámbar peculiar que parecía brillar con conocimiento e inteligencia. Con pesar-. No -dijo de nuevo muy suavemente con su mirada atrapada en la del león-. Nos ha salvado.

Mientras miraba al gran felino, el viento sopló nieve alrededor de ellos, cegándola momentáneamente. Parpadeó rápidamente, intentando aclarar su visión. El viendo sopló la nieve a un lado, y se encontró mirando a unos salvajes ojos ámbar. Pero el león victorioso había desaparecido. Los ojos ámbar pertenecían a un depredador humano. Ya no estaba viendo a un leon irguiéndose sobre la bestia caída, sino a Don Nicolai DeMarco. Permanecía alto y erguido, su largo pelo soplado al viento, la nieve cayendo sobre sus amplios hombros y ropas elegantes.

El estómago de Isabella se sobresaltó, y su corazón se derritió. Parpadeó para eliminar los copos de nieve de sus pestañas. La forma alta del don se nubló y fluctuó haciendo que su largo pelo pareciera una melena dorada y flotante alrededor de su cabeza y hombros, profundizando el color del leonado al negro en la cascada que bajaba por su espalda. Las manos de él se movieron, atrayendo su atención, y tuvo la ilusión de estar viendo dos enormes zarpas. Entonces el don se movió, y el extraño y vacilante espejismo desapareció, y una vez más quedó mirando a un hombre.

Él bajó la vista al cuerpo del león derrotado, y ella vio las sombras en sus ojos. Se agachó junto al gran felino y enterró una mano enguantada entre el espeso pelaje, con la cabeza baja por un momento con pesar. Tras él había un pequeño ejército de hombres a caballo. Don DeMarco se puso en pie e indicó a los jinetes que atraparan los caballos a la fuga.

Caminó directamente hacia Isabella y le tomó las manos entre las suyas.

– ¿Estás herida, mi señora? -preguntó suavemente, gentilmente, sus ojos ámbar capturando los de ella, manteniéndola prisionera, haciendo que alas de mariposa revolotearon profundamente en su interior.

Silenciosamente Isabella sacudió la cabeza mientras bajaba la mirada a su mano en la palma de él, casi temiendo que vería una gran zarpa. Los dedos de él se cerraron alrededor de los suyos, y tiró de ella hacia la calidez de su cuerpo. El cuerpo de ella estaba temblando en reacción, y por mucho que lo intentaba, no podía contenerse. Don DeMarco se quitó su capa y se la colocó alrededor de los hombros, envolviéndola en la calidez de su cuerpo. Él retrocedió hacia la línea de hombres, y su caballo respondió a la silenciosa señal, trotando instantáneamente hacia él.

Sus manos se extendieron a lo largo de la cintura de ella y la levantaron fácilmente hasta la silla.

– ¿Qué ha ocurrido aquí, Rolando? -preguntó, y ese extraño gruñido retumbó, una clara amenaza, profundo en su garganta.

Isabella se estremeció y se acurrucó más profundamente en la pesada capa. No era sorprendente que el don pareciera ocasionalmente un león, con su largo pelo y peluda capa. Estaba echa de la gruesa piel de un león. La montura del don olía a las bestias a su alrededor, pero se mantenía firme, ni en lo más mínimo nerviosa. Isabella se preguntó si estaba acostumbrada a la fragancia salvaje a causa de su capa.

– El paso estaba guardado, Don DeMarco -explicó el capitán. Miró más allá del don , sin encontrar su mirada-. Dimos la vuelta, y este nos atacó. Un renegado, sin duda. -Señaló al león sin vida y en a nieve empapada de sangre-. En la nieve cegadora, podríamos haber cometido un terrible error, Nicolai.

Isabella no tenía ni idea de qué quería decir, pero la voz de capitan temblaba de emoción.

Nicolai DeMarco se balanceó con facilidad volviendo a montar a caballo, colocando a Isabella cerca de su pecho, sus brazos deslizándose alrededor de ella mientras aferraba las riendas.

– ¿Tan terrible habría sido, amigo mío? -Giró al animal de vuelta hacia el castello, obviamente sin desear respuesta. Isabella cambió de posición entre sus brazos, un movimiento inquieto que atrajo su cuerpo justo contra el de él.

Inclinó la cabeza para mirarle a los ojos.

– Va por el camino equivocado. -Su tono era absolutamente Vernaducci, tan arrogante como la expresión de su cara-. Mi sentido de la dirección es bastante bueno, y el paso está en la dirección opuesta.

Él bajó la mirada a su cara durante tanto rato que ella no creyó que respondería. Fue consciente del movimiento del caballo mientras mecía juntos sus cuerpos. Había fuerza en los brazos de él, y su pelo le rozaba la cara como seda. Quería enredar sus dedos en esa masa, pero, en vez de eso, cerró las manos en dos puños para evitar semejante locura. La boca de él, hermosamente esculpida y pecaminosamente invitadora, atrajo su atención. Decidió que era un error mirarle, pero ya estaba atrapada en el calor de su mirada y no podía apartar la vista.

Nicolai tocó su cara gentilmente, pero Isabella sintió la caricia a través de su cuerpo entero.

– Lo lamento, Isabella, descubro que no soy ni de cerca tan noble como a ti te gustaría pensar. No puedo dejarte marchar.

– Bueno, solo quiero que sepa que he cambiado completamente de opinión con respecto a usted. -Se agachó bajo la gruesa capa para salir del cortante viento-. Y no para bien.

La risa de él fue suave, casi demasiado baja como para que ella la captara.

– Haré lo que pueda para que vuelva a ser la de antes.

Cuando levantó la mirada hacia él, no había rastros de humor en su cara. Parecía triste y aplastado. Se marcaban líneas en los ángulos y planos de su cara, y parecía más viejo de lo que ella había creído al principio. Isabella no pudo evitar que su mano se arrastrara hacia arriba para tocar la cara de él, para rozar gentilmente las ásperas líneas.

– Siento lo del león. Sé que de algún modo estás conectado con ellos, y sentíste la pérdida gravemente.

– Es mi deber controlarlos -respondió él sin inflexión.

Las cejas de ella se alzaron de golpe.

– ¿Cómo es posible que seas responsable de controlar a animales salvajes?

– Basta con decir que puedo y lo hago. -dijo él tensamente, descartando el tema.

Los dientes de Isabella se apretaron en protesta. ¿Iba a tener que acostumbrarse que ser sumariamente ignorada? En su casa había hecho casi lo que había quería, tomando parte en acaloradas discusiones, incluso en las políticas. Ahora su vida había cambiado no una vez, sino dos, al antojo del mismo hombre. Habría sido mucho más fácil si él no le hubiera resultado tan atractivo. Bajo sus largas pestañas, sus ojos llamearon hacia él, una llamarada de temperamento que luchó por controlar.

– No está usted empezando muy bien, Signor DeMarco, si su intención es cambiar mi opinión sobre usted.

Él la miró sobresaltado por un momento, como si nadie hubiera expresado su desagrado antes. El Capitán Bartolmei, que montaba cerca de su don , giró la cabeza, pero no antes de que Nicolai captara la súbita sonrisa. Sergio, al otro lado, sufrió en un ataque de tos. El don balanceó la cabeza en dirección a los soldados, y el risueño sonido cesó inmediatamente. Nicolai apretó los brazos alrededor de Isabella.

Isabella iba a la deriva, a salvo y segura en la calidez de los brazos del don . Pero era consciente de la tensión entre los tres hombres. En realidad, era más que los tres hombres. Se extendía por las columnas de hombres, como si estuvieran todos esperando que ocurriera algo. Isabella cerró los ojos y permitió a su cabeza encontrar un nicho sobre el pecho de Don DeMarco. No quería ver u oír nada más. Se echó la capa sobre la cabeza.

La sensación de temor persistió de todos modos. Crecía a cada paso que daban los caballos. No era una sensación de maldad, sino más bien de anticipación, de espectación. Parecía que cada uno de los jinetes sabía algo que ella no. Con un suspiro de resignación se echó la capucha hacia atrás y miró al don .

– ¿Qué es? ¿Qué va mal? -Él parecía más distante que nunca. Isabella contuvo el temperamento que siempre conseguía meterla en problemas. Don DeMarco era el que tomaba todas las decisiones. Si ya estaba lamentando su pequeño antojo de regresarla al palazzo , ese no era su problema, y podía parecer tan sombrío como quisiera pero ella no iba a sentirse culpable.

Nicolai no le respondió. Isabella estudió su cara y comprendió que él estaba completamente concentrado en algo más. Notó que el capitán y Sergio montaban cerca de su don , protectoramene. Volvió la atención a las manos de él, tan firmes sobre las riendas mientras guiaba al caballo a través de la nieve. Isabella se sentó erguida. Don DeMarco no estaba guiando al caballo. Sergio y el capitán lo estaban haciendo con sus propias monturas. La atención total del don estaba profundamente centrada dentro de sí mismo, y no parecía ser completamente consciente de nada de lo que le rodeaba. Ni siquiera de Isabella.

La expresión de él captó su interés. Estaba luchando internamente… lo sentía… aunque su cara era una máscara de indiferencia. Isabella sabía cosas. Siempre las había sabido, y ahora mismo era muy consciente de que Nicolai DeMarco estaba luchando una terrible batalla.

Ella sabía que los leones estaban todavía paseando junto a las dos columnas de jinetes, mucho más lejos que antes pero todavía allí. ¿Estaba el don controlando su comportamiento de algún modo? ¿Realmente tenía semejante habilidad? La idea era aterradora. Nadie en el mundo exterior aceptaría nunca tal hecho. Sería condenado y sentenciado a muerte. Los rumores eran una cosa… a la gente le encantaba chismorrear, adoraba ser deliciosamente asustada… pero sería algo completamente diferente que Don DeMarco pudiera realmente controlar un ejército de bestias.

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