– No, no soy una ESPECIE de lesbiana. Eso es lo que te gustaría, sería más sencillo para tu cerebro de mosquito. Pero te equivocas, colega, me encanta acostarme con tíos. Y no me privo de hacerlo, lo que ocurre es que los olvido increíblemente de prisa.
Sonreía con todos los dientes.
– Oye -le dije-, no vamos a andar peleándonos como crios, acabo de tener una idea…
– Ni hablar -comentó-. No eres mi tipo.
– Tampoco soy lo que se dice inolvidable.
– Seguro que no, te creo, pero ni hablar.
Mostró una leve sonrisa victoriosa y me plantó allí en medio. Formidable. Era un día realmente formidable.
Volví a entrar al cabo de un momento. Cerré la puerta, atravesé el salón, y me tomé una última copa. Estaba asqueado. Salí, busqué las llaves y me instalé al volante. Iba a arrancar cuando la morena golpeó la ventanilla. Abrí la puerta y ella se sentó a mi lado.
– Iremos a tu casa -dijo-. Nunca recibo hombres en mi apartamento.
Recorrimos todo el trayecto sin decir ni una palabra. Ella me arrinconó en la entrada y me dio un morreo de todos los demonios agarrándome el pelo. A continuación, echó un vistazo a los libros apilados a lo largo de la pared y levantó uno de ellos por encima de su cabeza:
– Abre los ojos -me dijo-, de cada diez libros que se publican en la actualidad, nueve están escritos por mujeres.
– De cada diez mujeres cuyos libros se publican en la actualizo, nueve escriben como hombres -repliqué-. Por eso son malos.
– Hay tipos que te regalan la cuerda con que los vas a ahorcar -dijo riéndose-. Tú formas parte de esos.
Luego se desnudó, y yo hice otro tanto. Mientras me desabrochaba los cordones de los zapatos, se sentó en una esquina de mi cama y empezó a acariciarse cerrando los ojos.
– Oye, si quieres puedo ayudarte -le propuse.
– No, nadie puede hacerlo tan bien como yo. Es sólo cuestión de un minuto.
Me estiré en la cama y esperé. Luché para alejar todos los pensamientos negativos que me asaltaban. Además, era como si todas esas mujeres se conocieran. Parecía insensato, y nunca me había sentido tan solo. Tenía interés en acabar rápidamente.
La cama tembló un poco. Ella permaneció un instante inmóvil y luego se arrodilló a mi lado.
– Mira -me dijo-, prefiero que tú te quedes de espaldas y yo te montaré. Yo marcaré el ritmo, si no te molesta.
No contesté.
– ¿De acuerdo? -preguntó.
– Vale. No tengo nada que hacer -murmuré.