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Estaba incluso perdiendo un poco cuando hicimos la primera pausa. Dejé a Nina con aquellos dos y me reuní con Yan en la cocina. Me serví un gran vaso de agua.

– Vamos a tener que ponernos serios -dijo Yan-, esto es una verdadera lata…

– Aja, no hay ningún sistema fácil para hacernos con el dinero. Y atracar un Banco aún parece más duro.

– Parece que Nina les interesa. Vamos a aprovecharlo.

– Tengo cojones como escritor, pero no como individuo. Ni siquiera sería capaz de quitarle el bolso a una abuelita ciega. Estoy condenado a ganarme mi pasta, y el combate es difícil.

– Oye -dijo Yan-, vamos a comernos esas cosas de queso a todo gas, y luego vamos a hacer que esta partida arda como una hoguera. Los vamos a hacer sudar un poquito…

– ¿Por qué? ¿Esperas visita? -pregunté yo.

– Exactamente. Pero no lo conoces.

– Bueno, espero que sea menos imbécil que el último.

– Oh, cómo puedes decir que era imbécil si nunca habías hablado ni una palabra con él.

– Hay gente a la que tengo la suerte de no dirigirle jamás la palabra.

– No le diste ni una sola oportunidad de justificarse.

– Claro que no -dije yo-. Nunca doy una segunda oportunidad a un tipo que me aborda berreando: «Uy, ¿tú eres el que escribes esos poemas tipo búscame el nudo…?»

Así que servimos las cosas de queso, amontonamos unas cuantas botellas de cerveza en la mesa, y seguimos con la partida. Ellos continuaron charlando un poco al principio, se tomaban la partida a la ligera y soltaban algunas coñas mortales sobre el sexo. Nina los tenía trincados en sus asientos, se tocaba soñadoramente las tetas entre cada reparto o se balanceaba en su silla, con una mano apretada entre los muslos. Esos pequeños detalles nos permitieron jugar un póquer nervioso e incisivo, en el que nos llevábamos todas las manos importantes.

Paramos de nuevo hacia medianoche, cinco minutos para beber y abrir las ventanas. Yo ya había ganado el equivalente a mi cheque mensual. No estaba nada mal. Era inesperado. Los tipos no parecían en absoluto molestos por haber perdido todo ese dinero. Yo en su lugar me hubiera puesto realmente enfermo aunque a lo mejor nos habían caído unos tipos con el riñon forrado, de esos que ponen de rodillas a sus banqueros y se tiran a sus mujeres; unos tipos de esos que seguro que no tienen NINGUNA PREOCUPACIÓN MATERIAL.

Empezaba a hacer calor, como si se anunciara una tempestad, pero el cielo seguía claro y estrellado en lo alto de la ventana. El calor subía directamente del juego, y de la tensión nerviosa que provoca haber hecho trampas varias veces seguidas y tener juegos espléndidos. Hacía calor, y Nina empezó a tomar colores en serio. Estoy seguro de que sus tetas habían aumentado de volumen, y me la imaginaba toda mojada, chorreando. Cagoendiez, pensé, ¿todavía no se les ha acabado todo su dinero?

Durante la pausa me incliné hacia ella, aprovechando que Yan discutía con los otros.

– No sé cómo se las apañan para aguantar -le dije.

– Tienen pasta. Tienen un verdadero mogollón de pasta.

– No, quiero decir para no saltarte encima.

– Pero la cosa funciona, ¿no? Me parece que no acaban de concentrarse, ¿verdad?

– Eres una tía sensacional -le dije.

– Me gustaría tanto que estuviéramos los dos solos, y que volvieras a decírmelo…

Me incorporé a medias para echar un vistazo a los otros, y volví a inclinarme hacia ella:

– De acuerdo -dije-. Tomo nota.

Miré un momento entre sus piernas el tejido amarillo que se le pegaba a los muslos. Esa imagen barría con todo en mi cerebro. El veneno empezaba a correr por mis venas, y hasta que terminó la partida no pensé más que en una cosa, en una única cosa, en meterme en su vagina.

Estuve sufriendo durante todo el resto de la partida, plegado en mi silla con el pito tieso y aplastándose contra los botones de hierro de los tejanos. No lograba concentrarme y ya habíamos perdido, por mi culpa, varias buenas manos; pero el póquer no es nada comparado con el Juego Supremo, unos cuantos billetes muertos contra algo vivo. Soñaba dos tetas empapadas de sudor cuando le di una mala carta a Yan. No vi las miradas que me lanzaba. En esa mano perdí un mes en las islas, y una segunda vez vi volar el equivalente a un magnetoscopio del tipo zona superior de la gama, que me habría permitido pasarme días enteros viendo películas, con una reserva de cigarrillos y cervezas. Todo eso volaba de golpe y por culpa mía, pero me importaba un comino; lo único que quería era acostarme con Nina lo antes posible.

Los tipos se quedaron todavía un buen rato, y mientras tanto llegó el amiguito de Yan. Vi que se besaban en la oscuridad, muy rápidamente, porque esperábamos a Yan para repartir. Era un tipo de unos dieciocho años, no más, con el cabello rubio y los ojos maquillados. Se sentó en un rincón sin concederle ni una mirada a nadie, con las piernas cruzadas y los puños hundidos en los bolsillos de su chaqueta.

Yan propuso que se fijara una hora para el término de la partida. A los otros la cosa les pareció totalmente normal, perdían un buen pastón pero ni chistaron. A lo mejor tenían dinero para perder, o tal vez se habrían pasado la noche metiéndole ese dinero a una tragaperras, aunque la tragaperras estuviera estropeada; así que nos quedamos con la pasta.

El compañero de Yan se levantó un momento y nos distribuyó unas cervezas. Hizo una pausa antes de pasarme la mía:

– Oye, ¿tú eres el que escribes esos poemas? -me preguntó.

– No -le dije-, ¿o te refieres a esas cosas tipo búscame el nudo…?

– Claro, a eso.

– Yan -declaré-, ya lo ves, date cuenta de que todo está jugado por anticipado.

Pero el muy cerdo no levantó los ojos de su juego. Luego liquidamos las últimas manos y los tipos se tomaron una última copa mirando a Nina. Se me hizo muy largo, creí que no iba a terminar nunca y el día estaba a punto de llegar. Debían de ser las cuatro de la madrugada y se tiraron una enormidad de tiempo diciendo gilipolleces en la acera, buscando por todas partes las jodidas llaves de su puto coche. Todos estábamos afuera y los vimos arrancar en la madrugada, rasgar unas hebras de bruma rosada, escalar lo alto de la calle y doblar a la derecha justo después del semáforo. Y volvió el silencio. Di media vuelta para entrar en la casa, y el tipo de dieciocho años estaba plantado justo detrás mío.

Le dediqué una sonrisa.

– Me gusta todo esto, me gusta el silencio y la madrugada irreal -me burlé-. Me gustan todas esas cosas de tipo búscame el nudo, ¿sabes?

– De forma general, no puedo cargarme toda la poesía -dijo.

– Eso está bien -le dije-. Sigue así…

Yan juntó las cartas bostezando, amontonamos todos los billetes encima de la mesa y nos repartimos el dinero. Buenas noches, dije mientras saludaba a todo el mundo con mi paquete de pasta. Nina me alcanzó en la escalera y entramos en una habitación. Ella se lanzó sobre la cama, y de verdad que no había sido preparado con antelación, pero dos o tres rayos de sol pasaban a través de las persianas y resbalaban sobre su cuerpo, cortándola en rodajas. Me senté a su lado, adelanté una mano entre los hilos de luz y la moví lentamente a través de ellos. Me dejé aturdir por el olor de sexo que perfumaba delicadamente la habitación. Poco a poco el sol empezó a trepar por las paredes, y yo la penetré tomándome todo el tiempo del mundo.

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