Capítulo 2 LA NAVE DE LONA
Por la mañana, cuando la luz que las nubes dejaban que el sol proyectase sobre la tierra entró por la ventana y le sacó del sueño, Bálder vio que Camila se había ido. Había dejado un olor que tal vez fuera perfume de jazmines y una herida revuelta en zonas profundas de su alma, pero a aquellas horas no era descartable que estuviese ya en la antesala de Ennius, con las lentes sobre la nariz y los cabellos dispuestos de modo que nadie pudiera adivinar su verdadero temperamento, si lo que Bálder recordaba de lo que había ocurrido durante la noche no había sido una forma todavía más laboriosa de ficción.
Estaba cansado, entontecido. En aquellas circunstancias, la idea de tener que levantarse y desplazarse hasta la obra, bajo una gélida mañana invernal, no podía sugerirle más que un tormento intransitable. Si además había de recapacitar acerca de lo que había hecho unas horas antes, no existía ninguna probabilidad de que acertara a reunir ánimos. Para ayudarse, pactó consigo mismo una tregua, que esperó ser capaz de ir justificando a medida que fueran pasando los días, si nadie lo llamaba para fulminarle. En uso y aplicación de esa tregua, resolvió que quedaba relevado de pensar en Camila y saltó de la cama.
El ambiente de la habitación había perdido una parte de la agradable templanza de la noche. En cuanto al agua con que hubo de lavarse, al principio le pareció imposible que a aquella temperatura siguiese fluyendo, pero en seguida cobró una calidez reconfortante. Finalizadas sus abluciones, envuelto ya su cuerpo por la ropa de trabajo gris que halló en el ropero, se asomó al pasillo y vio a sus pies el desayuno. La bandeja, de aspecto espartano, contenía no obstante el aporte alimenticio suficiente para iniciar una jornada de faena con cierta garantía de sobrevivir hasta el almuerzo. En un campanario muy próximo, que debía de ser el de la torre que coronaba el palacio arzobispal, dieron las ocho. Bálder intuyó que nadie le reprocharía no llegar, pronto el primer día. Cogió su prenda de abrigo y salió silbando al corredor.
Siguió las instrucciones que Camila le había dado y alcanzó sin dificultad la salida. No encontró a nadie en la escalera, ni durante el trayecto por las calles cubiertas de escarcha. Si no fuera porque iba tarde, y porque había comprobado que en las puertas de algunas de las habitaciones cercanas a la suya había tráfico de bandejas de cena y desayuno, habría podido concebir que nadie se desplazaba por las mañanas del palacio a la catedral. Aquella ciudad dormida bajo el helor del invierno, vista a una luz más clara que la de la tarde anterior, porque el día, aunque nublado, estaba más nuevo y limpio, le pareció un triste sitio para vivir, tan lejano de lo que alguna vez hubiera podido apetecer como Ennius lo estaba del patrón a cuyas directrices había previsto ajustarse. Sin embargo, debía reconocer que él mismo había buscado estar allí, y que su alma se había sentido incluso reconfortada cuando había leído la carta del Arzobispo aceptándole. Por medio de aquella carta, que era tanto como decir por medio de Ennius, la ciudad y la catedral destartalada, había hallado una razón para recobrar la confianza en sí. Ahora que tenía un sitio en el mundo, quizá fuera ingrato apresurar un juicio sobre sus bondades y miserias. Nunca había participado en la construcción de una catedral, y en cierto modo, ignoraba cuántas de las cosas que le incomodaban eran imprescindibles y qué tipo de compensaciones podría recibir más adelante. De todas formas, nunca le había gustado el frío. Imaginó con odio hacia Ennius un amplio taller cubierto y bien caldeado, y recordó que debía resignarse a trabajar bajo lo que dieran en prepararle en el corazón del templo atravesado por el cierzo. Apretó el paso, para tratar de volver a sentir las piernas. Obtuvo un éxito reducido.
Bajo el cielo gris, las enormes torres de la catedral atraían oscuros presagios sobre la confusión de la labor que progresaba lentamente a sus pies. Aquélla era acaso la mejor perspectiva de la construcción de que Bálder había disfrutado hasta entonces. La tarde anterior, cuando había ascendido por aquella pendiente en dirección al palacio, no se había vuelto a mirar la obra que dejaba atrás. Si lo hubiera hecho, pensó, tampoco habría podido contemplar lo que ahora contemplaba, porque la luz del atardecer era mucho más tenue. La forma imperfecta de la catedral, tendida ante sus ojos, le intimidaba y le subyugaba a un tiempo. Él iba a hacer una parte insignificante, que apenas llamaría la atención de quien la visitara o la de aquel en cuyo homenaje se erigía.Y sin embargo formaría parte de las entrañas, la parte menos áspera, más cercana a la carne. Pudo deberse a que era temprano y también a que Bálder era joven: mirando el templo desde aquel promontorio, sintió que sobre él recaía una distinción que elevaba su destino sobre el de los otros que participaban en aquella empresa. No sólo trabajaba una materia singular, menos fría y más dócil que la piedra con la que los demás tenían que medir sus proyectos y ambiciones. Disponía de un espacio infinito, porque en el interior, en su sillería, las dimensiones podían reducirse a la millonésima parte de las que legislaban la existencia de la nave y las torres, a la diezmilésima de las que obedecían los escultores y los constructores de arcos. Y era libre como los demás nunca podrían serlo, porque tenía la posibilidad de escapar a la atención de cualquier juzgador. Sobre los respaldos que cubrirían las blandas espaldas de los canónigos, bajo los asientos que ocuparían sus traseros tibios, Bálder podía ensayar catedrales enteras, iguales o distintas, incluso contrarias a la que cobijaría su obra. Sus ojos y sus gubias podían descender a un detalle inaccesible a 19 s ojos del resto. Y podía consagrar su obra al Dios para el que construían el templo o a la duda o al desprecio de ese Dios, sin que en la elección pesara la coacción ejercida por quienes le pagaban para que cumpliera otros fines. Era por la mañana, había dormido en una cama caliente y el viento soplaba puro y estimulante sobre su rostro. También podía influirle el recuerdo de la piel suavísima de Camila, en la que había dejado enredarse una melancolía que de otro modo le habría podrido un poco el corazón.
Cuando llegó al recinto advirtió que en torno al coro había una actividad febril. Operarios más diligentes y ceñudos que de costumbre, si la costumbre era lo que había visto la tarde anterior, levantaban a marchas forzadas una estructura de andamios alrededor de la zona central de la nave. El capataz, más aseado que la víspera, de peor humor y con un milímetro más de cueva negra bajo sus párpados inferiores, dirigía la operación entre insultos y blasfemias que ni todos los canónigos juntos debían tener la potestad de absolver. Bálder supuso que no era conveniente manifestarle su presencia, pero comprendió que tampoco podía dejar de hacerlo. Se acercó a él y produjo un leve carraspeo. El capataz se volvió como un tigre dispuesto a arañar y al verle se amansó repentina pero incompletamente.
– Hombre, buenos días -medio gruñó-. ¿Qué tal la noche?
– No puedo quejarme -respondió Bálder, acordándose contra su voluntad de Camila.
– Yo no puedo decir lo mismo. Ayer me acosté con el presentimiento de que su llegada me traería complicaciones. Parece que desde que construyo catedrales Dios me ilumina más de lo que yo mismo quiero. Esta mañana me he desayunado con esas complicaciones.
– Lamento ser una molestia.
– Ah, no se preocupe. Voy a impedir a latigazos que esa idea que les ha metido a nuestros canónigos en la cabeza me arruine el ritmo de la obra. Le juro que en dos días tendrá instalada esa maldita nave de lona, como la llaman, aunque necesite llevarme por delante a la mitad de estos holgazanes.Tampoco les tengo demasiada estima, no sé si se ha dado cuenta.
– Lo de la lona no ha sido idea mía -explicó Bálder-. Yo pedí un taller.
– Ya. No quería pasar frío. Pero el canónigo ha querido que se vaya enterando de que no le pagan por su habilidad. Si me guarda el secreto, aunque sigo sin entender del todo para qué levantamos estas piedras, tengo la sospecha de que lo esencial es que suframos. Algo las impregna con nuestro sufrimiento, como una especie de unción para cuando vayan a consagrarlas. No se sienta responsable. Los canónigos han debido de recibir noticias de que todos estos malnacidos habían dejado de sufrir y por eso se les ha ocurrido lo de la lona. Ahora a mí me toca darle al látigo y tampoco pienso sentirme responsable.
– Lo lamento, de todas formas.
– No se esfuerce, nadie se lo agradecerá. Como parece que vamos a vernos bastante será bueno que sepa mi nombre. Me llamo Aulo, aunque todos éstos dicen siempre ese hijo de puta, se lo aviso para que no se despiste.
– Yo me llamo Bálder.
– No hay muchos extranjeros aquí. A los canónigos no parecen hacerles mucha gracia.
– No he observado en su trato hacia mí que tuvieran ninguna reserva por eso.
– Ya me contará cómo lo hace.Todavía no he conocido a un canónigo que no se reserve conmigo casi todo lo que piensa.
El capataz interrumpió la conversación para detener la maniobra de una cuadrilla que amenazaba ostensiblemente la estabilidad de una parte del andamiaje. Aprovechó para repartir algunas lindezas y, algo más calmado, regresó a Bálder
– Me han ordenado que le proporcione todo lo que me solicite -informó-, así que soy su esclavo. Pida y se le dará.
– No creo que hoy deba pedirle mucho. Me dijeron que me asignarían cinco hombres. Me gustaría conocerlos. También me gustaría ver las herramientas que podré utilizar, y la madera, si es posible. Con eso me sobrará, por el momento. Luego le agradecería que me proporcionara un lugar bajo techo, para preparar algunos planos y dibujos mientras cubren el coro.
– Por supuesto. Si le parece, a sus hombres me limitaré a presentárselos. Hoy y mañana los necesito para colocar la lona. Le dejaré a uno para que le lleve a ver el material. Sus planos podrá hacerlos en el barracón que hay al otro lado de la fachada Norte; quiero decir de lo que algún día será la fachada Norte, ya irá entendiendo la forma de hablar. Imagino que podrá encontrar algún sitio con luz suficiente.
Aulo llamó a un individuo de mediana estatura y complexión débil, que remoloneaba al pie de la estructura que elevaban sus compañeros. En teoría aseguraba el soporte de un andamio, pero no ponía la energía precisa para resultar convincente.
– Níccolo, ven aquí.