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Capítulo 4 CAMILA Y NÚBILA

Bálder avanzó despacio por la galería, contando las puertas que iba dejando a su izquierda. Se cruzó con un canónigo al que saludó con respeto y que le miró sin amabilidad. La luz que entraba por los ventanales, por primera vez acaso desde que vivía allí, era poderosa y carecía de suciedades grises. Las nubes no se habían despejado, pero algo en la mañana prometía que pronto remitiría el invierno. Su ánimo le inclinaba aquel día a la confianza. Había madrugado y había repasado por última vez sus bocetos, que llenaban la carpeta que ahora llevaba bajo el brazo. Contra todas las zozobras anteriores, tenía al fin la convicción de haber hecho algo y haberlo hecho bien. Los insultos de Pólux, los reproches de Aulo y la frialdad de sus hombres se esfumaban ante su íntima satisfacción. Mientras caminaba expuesto a la tibieza de aquella luz desusada, paladeó la dulce certidumbre de que superaría la prueba.

Se detuvo ante la puerta que daba a la antesala del despacho de Ennius. Antes de abrirla recordó, no sin alguna inquietud, que detrás de ella estaría Camila. Tampoco tenía por qué ser un obstáculo. Hacía quince días que no la veía y había logrado sacársela casi por completo de la cabeza. No había sido más que uno de los tropiezos de recién llegado en que era forzoso incurrir. Nadie se había enterado del incidente, o mejor aún, nadie había encontrado razones para reconvenirle, como había temido en un principio. Resueltamente, abrió.

En la expresión gélida con que la mujer saludó su irrupción, Bálder tuvo el primer problema de la mañana para mantener su agradable seguridad en sí mismo.

– Hola -balbuceó-.Vengo a ver a Ennius. Debe de estarme esperando.

Camila sonrió, soltó un carraspeo, dejó de sonreír.

– Debe de estarte esperando [1] -repitió, mórbidamente.

– Traigo mis planos -informó Bálder.

– ¿Están acabados?

– Sí.

– Enhorabuena.

Camila, contrarrestando el efecto adverso a su sensualidad que producían las lentes, el peinado y la indumentaria que le correspondía llevar en la antesala de Ennius, se mordió la uña del dedo corazón de la mano zurda. No parecía tener interés en hacer otra cosa.

– ¿Puedo verle? -preguntó Bálder, impaciente.

– Claro. Espera aquí.

Mientras se levantaba, la mujer sostuvo y abandonó otra vez su sonrisa. Le dio la espalda a Bálder, con la vanidad de quien sabía que el otro recordaría lo que había debajo de su ropa, y golpeó suavemente la puerta de Ennius.

– Adelante -autorizó la voz atiplada.

– El maestro tallista -anunció Camila.

– Que pase, que pase -conminó la voz.

– Puede pasar -le indicó a Bálder la mujer, señalando con la palma abierta el umbral a cuyo margen se situó con rígido y lejano continente.

– ¿Cómo está? -preguntó Ennius, entregándole su mano húmeda, mientras Camila cerraba la puerta tras de él.

– Bien, muy bien -tartamudeó y se defraudó Bálder. En aquel momento comprendió que toda su estúpida alegría podía caer destrozada ante un par de salvedades de aquel sujeto blancuzco. De pronto, se sintió presa de un indeseable nerviosismo.

En cuanto volvió a instalarse en su asiento, Ennius, en un gesto que ya le conocía, cruzó los dedos a un centímetro de su nariz. Observó al extranjero con fijeza y le interrogó:

– ¿Qué tal le han tratado, Bálder?

– No tengo queja -se apresuró y por segunda vez se defraudó Bálder-.Todo ha ido bien, excepto por la nieve. De todas formas, ha sido bueno para mis planos. No poder hacer otra cosa me ha ayudado a centrarme en ellos.

– Me alegro. ¿Y cómo le han instalado?

– Bien. Levantaron el entoldado en dos días. Aunque ahora hay que descargarlo de nieve, y el capataz me ha dicho que tendrán que volver a asegurar los soportes. De todas formas, no podemos comenzar los trabajos, por el momento. Los suministros que necesito van a retrasarse.

– Lo lamento. Nuestro invierno no es benigno. Nuestro verano tampoco. Personalmente, prefiero el otoño. Pero ya juzgará por sí mismo. ¿Qué tal los hombres que le han asignado?

– No he tenido mucho contacto con ellos. Durante la nevada estuvieron con los demás y ahora están limpiando nieve. Creo que pueden servir, en cualquier caso.

Ennius arrugó el entrecejo.

– Suena como si no estuviera convencido.

– Si recuerda, le pedí carpinteros -explicó Bálder-. Y es posible que les cueste aceptar a un extranjero, pero esto es comprensible y sucedería con cualquier otro.

– Si tiene algún problema, me encargaré de que le asignen otro equipo.

Bálder temió haber hablado más de lo debido. De nuevo, usar un idioma que no era el suyo le hacía ser más explícito de lo que buscaba con Ennius. A duras penas, corrigió:

– No creo que fuera justo reemplazar a alguien que no ha tenido oportunidad de demostrar sus aptitudes.

– No dude en formular cualquier reparo que tenga. Mi trabajo incluye tenerle contento y estoy dispuesto a pagar por ello el precio de relevar a un puñado de operarios. Regresarían a sus labores anteriores. Ya le dije que andamos escasos de hombres adecuados para la obra.

– Confio en mi gente, hasta que no me demuestren lo contrario -insistió Bálder.

– Aceptaré su palabra, pero no olvide mi ofrecimiento.

Bálder no deseaba pisar más aquel terreno movedizo. Con un ademán que resultó algo precipitado, entregó a Ennius su carpeta, cuidando a duras penas de no derribar los objetos que había encima de su mesa. Azorado, declaró:

– He traído los planos.

Ennius le midió con indisimulada reticencia, al tiempo que cogía la carpeta y manifestaba:

– Ha aprovechado el tiempo.

– Como puede apreciar -informó Bálder, mientras el canónigo abría la carpeta-, he realizado un diseño completo de la sillería y un diseño básico de cada uno de los distintos elementos. Observará que hay nueve clases de asientos, una por cada nivel y, dentro de éstos, una por cada lado de la sillería: Sur, Este y Norte.

Aquí Bálder hizo una pausa, intentó leer en las estrías que surcaban la frente de Ennius, no lo consiguió y siguió hablando, esforzándose por pronunciar las palabras con corrección y lentitud:

– He preferido un modelo asimétrico, pero en caso de que no lo juzgue apropiado, cabría optar por un modelo simétrico, haciendo iguales los lados Sur y Norte, o completamente homogéneo, es decir, sin distinción entre los tres lados. Si elige el modelo simétrico, tendrá que decirme qué clases de asiento desechamos. Sólo le indicaré que no creo admisible mezclar en un mismo lado, a distintos niveles, asientos diseñados para lados diferentes. Por ejemplo, situar en el lado Sur un nivel diseñado para él, otro para el Este y otro para el Norte.Tampoco sería posible, dentro de un mismo lado, intercambiar niveles, esto es, situar en el primero un asiento diseñado para el segundo o el tercero o viceversa. Sin embargo, no habría ningún impedimento para reemplazar en bloque el lado Sur por el lado Norte, o al revés.

– Dios santo -exclamó Ennius, que había contemplado en silencio los primeros dibujos de Bálder, mientras éste se extendía en sus comentarios-. Ha trabajado tanto y tan rápido que parece vivir en estos planos, pero tenga en cuenta que es la primera vez que yo los veo. No puedo asimilarlo todo de golpe.

– Disculpe. Podemos analizarlos más despacio -se replegó Bálder.

– Desde luego, pero tampoco se obsesione por guiarme. Prefiero revisarlos solo y después hacerle las preguntas que me surjan.

– Como guste.

Ennius fue pasando una tras otra las hojas que Bálder había llenado con sus bocetos. Sobre algunas se inclinaba y otras las alzaba y las alejaba de sí para apreciarlas. En su semblante el extranjero sólo distinguió una obstinada atención. Para tratar de relajarse, miró por el ventanal de Ennius, tras el que se veía un inmenso paisaje nevado más allá de los angostos limites de la ciudad.

Ennius se tomó cerca de un cuarto de hora. Cuando acabó, volvió a colocar los planos en el orden en que le habían sido entregados y cerró la carpeta. Cuidó los dos nudos que hizo con los cordeles que servían de cierre. Tendió la carpeta a Bálder y con solemnidad, sentenció:

– Magnífico. No cambie ni una línea. Que sea asimétrica, con nueve clases de asientos, exactamente como la ha dibujado ahí. No existen entre los canónigos de esta archidiócesis tantas jerarquías, pero es un hermoso proyecto. Ya buscaremos el modo de explotar sus posibilidades.

Bálder tuvo serios apuros para escoger una respuesta a tan demoledor elogio:

– Celebro que lo encuentre digno.

– Más que digno. La suya ha sido una brillante incorporación. Puede existir la tentación de creer que la sillería es un aspecto menor de la catedral. Aunque nunca compartí esa idea, lo que ha concebido desborda todas mis expectativas. Posee el don de llenar de espíritu lo que hace. Cuando le conocí me produjo una impresión intensa, pero confusa. Hoy le felicito sin reservas, y ardo en deseos de averiguar lo que su mano es capaz de extraer de la madera.

Aplazando la correcta comprensión de aquello que estaba escuchando, Bálder buscó el auxilio de retornar a manejables detalles de orden técnico:

– Habrá advertido que en el diseño de los diferentes tipos de asiento hay huecos aún por resolver. Es ahí donde planeo introducir los rasgos que harán de cada uno una pieza única. Ésa será una tarea más larga. Si lo aprueba, iré sometiéndole estas modificaciones a medida que las vaya completando.

– En modo alguno, maestro. Considero de todo punto prescindible que se someta a ese fastidioso control. Fastidioso para ambos, he de reconocer. Decida con arreglo a su criterio. Ha demostrado merecer esa libertad. Me sentiría culpable si la restringiera en lo más mínimo. Por mi parte, y es todo lo que requiere para empezar a ejecutarlo en cuanto disponga de material, su proyecto está aprobado. A partir de ahora considérese dueño de él y siga esmerándose. Bastará con que me informe con cierta periodicidad del avance de sus trabajos.

En ese instante, Bálder quedó sin argumentos para continuar la conversación con Ennius. Traía preparadas meticulosas justificaciones para cada una de las soluciones estéticas que había vertido sobre aquellos papeles, todas concienzudamente elaboradas durante los vastos momentos de soledad. Habría podido enfrentar sugerencias, dudas, objeciones, convertir en adhesión cualquier extrañeza del juez al que se sometía. Todo era ahora inservible, y algo en su conciencia reprobaba la facilidad con que Ennius había otorgado su bendición. Había alcanzado el objetivo y sin embargo estaba insatisfecho, como quien pateara el cadáver de un enemigo vencido sin sacrificio.

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