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Capítulo 1 EL EXTRANJERO

El extranjero se detuvo ante la catedral. Contra el cielo oscuramente gris, sobre la fachada desfigurada por el andamiaje, las torres se alzaban majestuosas, despreciando al espectador y aun el resto del edificio, sometido, en su inconclusión, al imperio de sus formidables apéndices. Eran cuatro, suavemente cónicas, las dos centrales cinco o seis metros más altas que las exteriores. Cada una de ellas arrancaba de un haz de columnas asentadas en lo alto de la nave, continuaba con un trecho de pared lisa y a partir de la altura en que empezaba a adelgazarse perdía gradualmente su solidez en una trama de vanos que revelaban la oquedad interior. Faltaban los pináculos, apenas insinuados en las dos torres centrales, pero eso no perjudicaba, por cierto, la pureza de sus líneas.

Aterido y frágil en la tarde de enero, el extranjero avanzó hacia el hueco a medio rematar que algún día habría de ocupar el tímpano de entrada. Dudó al pasar bajo el andamio y observó con reprobación los materiales negligentemente amontonados por todas partes. Nadie le salió al paso hasta que no hubo traspuesto el portal y se halló en el interior del templo sin techumbre.

¿Quién es usted? -ladró el vigilante. Era un individuo malencarado, iba vestido con ropas deslucidas por el uso y esgrimía un bastón de madera mugrienta.

El extranjero le eludió durante un par de segundos, mientras contemplaba el caótico aspecto que, vista desde allí, ofrecía la catedral. En algunas capillas las paredes estaban completamente terminadas, pero otras apenas estaban revestidas y en la mayoría abundaba el ladrillo desnudo. En el centro de la nave, ajenos a cuanto los circundaba como las torres rechazaban cualquier vínculo con la fachada de la catedral, se veían los muros de piedra afiligranada que rodeaban el altar mayor y el coro. La minuciosidad de los bajorrelieves, la perfección de los arcos ojivales y la airosa delicadeza de las falsas columnas labradas en aquellos muros se conciliaban apenas con el desaliñado armazón en cuyo centro se erguían. No tenía sentido haber culminado aquella labor a la intemperie, pensó el extranjero, mientras se acordaba de pronto del vigilante que aguardaba su respuesta.

– Soy el maestro tallista -explicó, sin mirar al otro; y añadió con cierta altivez-: Me esperan.

– ¿Quién le espera? -se revolvió el vigilante.

– Recibí el encargo del Arzobispo. Llevo conmigo una carta con su sello y su firma. ¿He de enseñársela? -Si no tiene inconveniente.

– Pensé que no era la persona apropiada para verla.

– Probablemente no. Pero no pasará de aquí si no me la enseña -razonó el vigilante con inesperada malicia.

El extranjero hurgó en su equipaje y sacó un papel amarillento. Lo tendió al vigilante sin desplegar y mientras éste se entendía con él se abstrajo en el vuelo de un arbotante cercano, visible a través de una de las discontinuidades de las fachadas laterales.

Parece auténtico -juzgó el vigilante, tras examinar el documento al derecho y al revés-. No puedo asegurarlo porque nunca he visto la firma ni el sello del Arzobispo, a menos que sean realmente éstos.

– ¿Por qué insistió en que le enseñara el papel, entonces?

– Porque usted no podía negarse.

– ¿Es eso un motivo?

No, era una ventaja. Puede curiosear por ahí, si quiere. El arquitecto no está. A decir verdad, yo ni siquiera le conozco. El capataz sí viene cada día. Es aquel que viste de azul y mueve mucho los brazos. Tendrá que hablar con él, si quiere saber algo sobre la obra. Aunque al final deberá ver a algún canónigo, supongo.

– Gracias -gruñó el extranjero, recogiendo la carta que el otro le devolvía.

Aparte del color de su indumentaria, que destacaba sobre la masa grisácea de los operarios, el capataz se distinguía por su corta estatura y por ser el único dentro de aquel recinto que parecía animado por un propósito. Su gesticulación resultaba algo nerviosa, pero al menos reflejaba un cierto interés por llevar aquello adelante. Los demás se movían despacio e intermitentemente. El extranjero estuvo un rato observándoles y se fijó en más de uno que asistía a la construcción con la distancia propia de un curioso desocupado. Al fin avanzó hacia el capataz. Mientras sorteaba los múltiples obstáculos que se interponían en su camino, el extranjero reparó en la presencia hasta entonces inadvertida de otra clase de personajes. Sus ropas eran del mismo color que las del resto de los operarios, pero algo variaba en su forma, o en su hechura, o quizá, apostó sucesivamente, se diferenciaban por haber sufrido un menor desgaste o por el movimiento de los cuerpos que envolvían. En ellos el descuido de los otros era reemplazado por una especie de contención. Vio a uno cincelando en el muro que defendía el coro, a otro rematando un arco, a un tercero dirigiendo, entre la resignación y la desesperanza, a cuatro operarios que elevaban una columna. Los tres eran jóvenes, aunque en el del coro atisbó cabellos grises. Su porte era taciturno, y su mirada, la de quien no estuviera demasiado contento. Habiendo alcanzado ya la proximidad imprescindible, el extranjero reclamó la atención del capataz:

– Buenas tardes.

– Lo serán para usted, tal vez -bramó el capataz, e inmediatamente se volvió, vio a quién hablaba y, apenas más amable, explicó-: Disculpe, tenemos algunos problemas. ¿Quién es usted y qué hace aquí?

– Soy el maestro tallista. El Arzobispo me mandó venir para hacer la sillería del coro.

El capataz se encogió de hombros, soltó una risotada y dio un puntapié a un cascote, que fue rodando hasta chocar con un cubo de agua. Pareció lamentar por un segundo que el cubo no se volcase y dijo:

– Espléndido. Nadie me consulta nada. Así vamos, derechos a la ruina.

El extranjero no supo qué contestar, si es que le cabía contestar algo.

– No es personal -aclaró el capataz-. Cada mes aparece por aquí un lunático nuevo para hacer algo a destiempo. ¿La sillería del coro, dice? Bárbaro. Eche un vistazo y dígame si cree que es el momento para empezar su tarea. Responda sin miedo, no tengo poder para echarle si alguno de los que deciden me impone otra cosa.

El extranjero meditó un instante y supuso que no debía sincerarse con su interlocutor, ni en aquel momento ni quizá después.

– No necesito que la catedral esté terminada. Puedo trabajar en un taller e instalar la sillería cuando todo esté acondicionado.

El capataz volvió a reírse.

– Claro -admitió-. Usted es joven. Es posible que sólo tenga ochenta años cuando todo esté acondicionado. ¿Cuánto cree que resistirá la sillería desmontada? ¿Cómo va a protegerla para que no se eche a perder en ese taller? Disculpe, no quiero enseñarle su arte. Tampoco espero estar aquí cuando pueda instalar su obra.

Al extranjero empezó a fastidiarle la situación.

– Lamento importunarle. No he venido cuando me ha apetecido, sino cuando me han llamado.

– Desde luego. No le echo la culpa. En realidad yo no tendría ni la mitad de los problemas que tengo si mi mujer fuera estéril. La miseria que gano aquí se va en vestir y llenarles el estómago a cinco pequeños dementes que llevan mi apellido y también mi cara, para que no haya dudas. ¿Tiene hijos?

– No.

– Dichoso usted. ¿Trabaja por amor al arte?

– No. Pero tampoco lo detesto.

– En cualquier caso, si quiere un consejo, no procree nunca. Se encontrará de pronto viviendo la vida de otro y no podrá hacer caso a los deseos de su alma. -El capataz miró al cielo, con aprensión-. En cuanto a lo de su sillería, no puedo ayudarle, de momento. Yo no hago nada sin instrucciones. Tendrá que ir a ver a quien pueda dármelas.

– ¿Sería mucho pedir si le rogara que me indicase dónde y a quién tengo que acudir?

– Naturalmente, debería probar en el palacio arzobispal. En cuanto a la persona, si sólo hubiera una es posible que yo durmiera por las noches. Pida ver a un canónigo. A cualquiera. Hay doscientos y todos tienen alguna competencia sobre todo. Puede que le atiendan o que se le escape una palabra equivocada y le expulsen sin más trámite de la archidiócesis. Si el encargo que tiene es del Arzobispo entra dentro de lo probable que le proporcionen material y le asignen ayudantes. Ya hablaremos entonces.

El capataz se frotó los ojos y dio media vuelta. Examinó en semicírculo el espectáculo desordenado de los operarios y meneó la cabeza.

– Menuda mierda -dijo-. En momentos como éste sólo un imbécil puede ser creyente.

– ¿Podría decirme dónde está el palacio arzobispal? -preguntó el extranjero, soslayando el comentario-. No conozco la ciudad.

El capataz no se volvió. Alzando la voz para compensar que le estaba dando la espalda, repuso:

– Eche a andar hasta que encuentre cualquier calle ancha. Cuando llegue a ella, tómela hacia arriba. El palacio arzobispal estará al final. Es una plaza muy amplia. Todavía no me explico por qué estamos construyendo esto aquí.

– Gracias. Que tenga un buen día.

– Sin duda. Perdone mis modales. Le aseguro que cuando todavía esperaba algo de la vida era un tipo encantador, dentro de un orden. Hasta la vista.

El extranjero se dirigió hacia una brecha que había en el ábside, aunque habría podido salir por media docena de sitios diferentes. El capataz gritaba a su espalda. Algo removió las nubes que encapotaban el cielo y el día se tornó más oscuro. En aquella atmósfera entenebrecida, el frío se hacía más acuciante. Al pasar junto al altar la mirada del extranjero se cruzó con la de uno de los jóvenes taciturnos que había segregado antes del común de los operarios. Estaba en lo alto de una escalera, terminando de afilar la forma de una rodilla femenina bajo la túnica de piedra de una imagen todavía sin rostro. Le miraba con una extraña atención, no la que en cualquiera despierta un intruso, sino la de quien estuviera lanzándose a un cálculo. El extranjero vaciló entre saludarle o apurarle la mirada, pero finalmente optó por apartar la vista y apretar el paso, mientras trataba de grabar la cara en su memoria, porque quizá fuera importante conocer desde el principio a quienes pudieran serle adversos. Que nadie estaría dispuesto a favorecerle, lo asumía, como la convicción de que lo que ellos buscaran, fuera lo que fuese, nada tendría que ver con sus propios fines. Él únicamente venía a hacer un trabajo y a cobrar un dinero. Nada le incumbía allí, fuera de procurarse los medios que necesitaba para su labor y esquivar los obstáculos que podían estorbarla. Procurarse y esquivar. Cumplir el encargo y apuntar a otro destino. No aspiraba a más, porque, como forastero, ni podía ni quería alterar el paisaje.

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