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A falta de razones para hacer otra cosa, siguió las instrucciones del capataz. Salió de la explanada en la que estaban construyendo la catedral y callejeó hasta tropezarse con una especie de avenida que subía hacia la izquierda, con una pendiente al principio poco pronunciada pero que al cabo de unos minutos le hizo odiar el peso de su equipaje. La ciudad estaba casi desierta, y el viento aullaba al doblar las esquinas. Cuando llegó a la plaza, una bofetada de aire le frenó en seco Bajo esa inclemencia distinguió, al fondo, el contorno sombrío de lo que sólo podía ser el palacio arzobispal. Atravesó la plaza sin cruzarse con nadie, ni vehículos ni transeúntes.

En la puerta del palacio, zapateando contra el suelo y arrebujado en su ropa de abrigo, había un hombre joven que parecía cumplir tareas de vigilancia. Llevaba guantes negros de cuero brillante y colgado al cinto un bastón corto, también negro y reluciente. Escarmentado por su experiencia anterior con el vigilante de la obra, se dirigió a él en el tono más oficial que le fue posible adoptar:

– Traigo un encargo del Arzobispo. He de ver al canónigo responsable de las obras de la catedral.

El vigilante sonrió y siguió golpeando a intervalos de dos o tres segundos sus pies contra el suelo. Carraspeó y preguntó:

– ¿De dónde trae ese encargo? El Arzobispo está dentro.

– Quiero decir que he sido llamado por el Arzobispo, para realizar un trabajo en la catedral -rectificó el extranjero, titubeando.

– Comprendo. Pase y pregunte en la primera puerta a la derecha. ¿Qué lleva ahí?

– Mi equipaje y alguna herramienta. ¿Quiere examinarlo?

– En realidad no. Adelante.

El extranjero entró, maldiciéndose y comenzando a sospechar de la displicencia que todos le dispensaban. No podía ocultar su procedencia, por el bulto que llevaba al hombro, por su acento, o la urdimbre anómala de sus frases, en aquella lengua que no era la suya. No quería ser como ellos, pero le convenía no parecer lo contrario de ellos. Tras la primera puerta a la derecha encontró a un hombre de edad al que repitió la declaración que había dirigido al vigilante, cuidando de elegir la segunda versión, la corregida. El otro le miró por encima de sus anteojos de lente redonda y dejó transcurrir unos instantes de inhóspito silencio. Al fin, pidió:

– Aguarde un momento.

El hombre de los anteojos hizo venir a un muchacho de mejillas coloradas al que susurró unas breves instrucciones. El muchacho partió velozmente hacia el interior del edificio. El extranjero buscó con la mirada un sitio para sentarse, sin éxito. Decidió pasear arriba y abajo de la habitación, no sin antes liberarse del bulto que cargaba. El de los anteojos le seguía con la mirada y parecía ponerse nervioso con su ir y venir. Al cabo de un minuto, oyó que le decía:

– Eh, oiga.

El extranjero se volvió y durante el lapso que siguió esperó que el viejo le amonestara. Pero sólo recibió un ofrecimiento distante:

– ¿Quiere algo caliente? Habrá pasado frío ahí fuera.

– No, gracias.

– ¿Vino, tal vez?

Muy amable, pero no.

– Como quiera. Luego no diga que le he tratado mal.

– No tenía intención de hacerlo.

– No crea que me asusta que pueda decirlo. Lo que usted diga, aunque se lo dijera al Arzobispo, no puede afectarme.

El extranjero, aturdido, aseguró:

– No sé de qué está hablando.

– Pronto lo sabrá. Oirá a unos, observará a otros, y se le ocurrirán cosas que ahora no se le ocurrirían. He conocido a muchos que llegaron como usted, de ninguna parte. Ahora tienen un sitio y se permiten menospreciarme porque estoy en esta habitación. Porque necesitan olvidar que les vi y puedo volver a verles llegar de ninguna parte cada vez que se me antoje.

– Yo vengo de alguna parte -se defendió el extranjero, aceptando demasiado al vuelo la jerga del otro.

– Mejor para usted si es así. Pero lo dudo. No es ahora, sino dentro de un año, cuando podrá tratar de convencerme.

El extranjero rió de buena gana.

– Quizá no esté aquí tanto tiempo.

– La catedral es infinita -amenazó el de los anteojos-. Sólo los ingenuos cometen el error de aspirar a superarla.

– No vengo para hacerla toda, sólo me han encargado una parte -informó el extranjero, sin perder la sonrisa. Pero de pronto se le ocurrió que desconocía todo de aquel individuo. Mordiéndose la lengua, midió el gesto astuto de su interlocutor y decidió dar por concluida la conversación.

Durante el tiempo que todavía tardó en regresar el muchacho de las mejillas coloradas, el de los anteojos permaneció silencioso. Una vez que su subordinado le transmitió el mensaje, apenas empleó energías para comunicarle al extranjero:

– Le esperan. Tercer piso. Le acompañarán.

El extranjero recogió su equipaje y siguió al muchacho hacia la escalera. Cuando salía de la habitación, oyó a su espalda que el de los anteojos le advertía, sin énfasis:

– Si está abierto a escuchar un aviso, no le diga al canónigo que trae prisa por acabar. No es la filosofía de este negocio.

El muchacho andaba con pasos cortos y rápidos, como si temiera que el extranjero pudiera rebasarle. Le condujo por un largo corredor, por una escalera empinada y por una galería en la que la luz plomiza del día invernal apenas si lograba descubrir los retratos que colgaban a grandes intervalos de los muros. Cada cuatro o cinco metros había una puerta de madera negruzca. Al cabo de treinta o cuarenta de estas puertas el muchacho se detuvo y le señaló la que hacía la treinta y uno o la cuarenta y uno. El extranjero dudó un instante y el muchacho musitó:

– Debe entrar ahí.

– ¿Por quién pregunto?

– Le están esperando. Adiós.

El extranjero vio al muchacho alejarse, con su trotecillo peculiar, hasta que desapareció por donde habían venido. Después hizo girar el picaporte y entró en una especie de antesala angosta, pobremente iluminada, en la que distinguió con dificultad otra puerta al fondo y una figura casi invisible a la derecha. Sólo al cabo de unos segundos de mirarla pudo identificarla como una mujer joven. Las lentes y el triste peinado la asexuaban e incluso escondían la singular carnosidad de sus pómulos y sus labios. Pero el extranjero admitió no estar allí para juzgar de belleza femenina; dejó su bulto en el suelo y se presentó:

– Creo que me esperan. Soy el maestro tallista. Ella no aflojó el seco gesto inquisitivo que había adoptado al verle. Haciendo sonar una voz grave, asintió:

– Sí.Aguarde un momento.

La mujer salió de detrás de su mesa y se acercó a la puerta del fondo. Llamó un par de veces con los nudillos y una voz atiplada, que en el oído del extranjero contrastó ridículamente con la firmeza de la de ella, invitó:

– Adelante.

La mujer abrió y desde el umbral anunció:

– Su visita.

– Hágale entrar, Camila.

Camila se apartó para que el extranjero pudiera acceder al despacho. Mientras él pasaba, bajó la vista y se compuso las vestiduras sobre el pecho, innecesariamente. La camisa que llevaba era gruesa y la tenía abrochada hasta el cuello. El extranjero se repitió que no era lo que hiciera aquella mujer lo que más debía preocuparle. El canónigo le esperaba de pie tras un escritorio 'de madera sobrio pero probablemente costoso, al final de una sala con un amplio ventanal que hacía más tétrico el habitáculo de Camila. Era un hombre medianamente alto, medianamente joven, pálido y con una barba negra que resaltaba con fuerza sobre su cutis. Cuando estuvo junto a la mesa, mientras estrechaba su mano tibia y algo húmeda, el extranjero vio escamas blancas sobre los hombros de la sotana de buen corte. También la higiene de la barba le pareció bastante descuidada. Entonces le miró a los ojos, y advirtió que el otro le escrutaba con impúdica fijeza.

– Me llamo Ennius -silbó la voz atiplada-. Bienvenido.

– Gracias -repuso el extranjero, inseguro.

El canónigo le examinó en silencio, de arriba abajo, con aquella insolencia que comenzó a inquietarle. Luegofrotó sus manos y juntó las palmas ante su cara, de modo que los dos índices se apoyaban apenas sobre su labio superior. Súbitamente, preguntó:

– Y a usted, ¿no le pusieron ningún nombre?

– Ah, perdone, creí que… -tartamudeó el extranjero, y aclarando su garganta, informó-: Me llamo Bálder. Se escribe como suena, con be.

– No se esfuerce. Hablo su lengua -se jactó Ennius.

– Tal vez desearía ver la carta del Arzobispo -se precipitó el extranjero.

– ¿Qué carta?

– La del encargo. Se me indicó que la trajera conmigo, por si necesitaba presentar mis credenciales.

– No es preciso -rechazó Ennius, calmoso, echándose hacia atrás-. ¿Qué es lo que pretende hacer, exactamente?

– Bien, lo que pretendo, es decir, mi encargo -dijo Bálder, confundido-; he venido a hacer la sillería del coro, en la catedral.

– En la catedral, desde luego. Interesante.

– Se me dijo que podía haber otros trabajos. Pero lo único concreto era la sillería, por el momento.

– Ajá. ¿Y tiene alguna idea? Me refiero a las líneas generales.

Bálder no estaba seguro de haber comprendido la pregunta. Tampoco sabía si había entendido bien nada de lo que hasta ese instante había dicho Ennius. Provisionalmente, se dejó guiar por su intuición.

– En realidad, sólo tengo algunos bocetos, borradores más bien. Por lo que se refiere a la estructura, no conozco las dimensiones. En cuanto al detalle, he preparado algunos esquemas, pero es algo que suelo ir perfilando sobre la marcha.

Ennius le observaba con una amabilidad remota que debía constituir la más extrema aproximación que su carácter toleraba conceder a un desconocido. Al oír lo último, frunció la nariz. Bálder, por si acaso, precisó:

– Por supuesto, a medida que vaya definiendo todos estos extremos iré sometiéndolos a su aprobación.

– Sí, parece lo procedente -comentó Ennius, distraído-. Tampoco se apure. Nos gusta que los artistas trabajen con libertad, siempre que no olviden que no están decorando un prostíbulo, no sé si me explico.

Bálder no supo qué contestar a aquella abrupta observación. Afortunadamente, Ennius no parecía contar con que lo hiciera. Miró un poco por el ventanal y añadió:

– Ya estoy al tanto de lo que viene a hacer. Ahora hábleme de usted.

– ¿De qué parte? -bromeó Bálder, desorientado. -De la que juzgue más conveniente que yo sepa.

– Bien, compruebo que no hace falta que le diga de dónde vengo -aventuró el extranjero-. Llevo diez años haciendo mi trabajo, encargos religiosos y alguno profano, pero sobre todo religiosos. Mis referencias ya se las facilité al Arzobispo por carta, y de la suya encomendándome el trabajo deduzco que le resultaron suficientes y adecuadas.

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