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Capítulo 7 HUNDIMIENTO DE CAMILA

Cuando Bálder comprendió que debía prestar atención a lo que allí se estaba diciendo, Tullius se encontraba a mitad de su discurso. Todos los presentes escuchaban en reverente silencio la disertación de quien parecía ser su jefe espiritual. Sólo Náusica, que había terminado su examen de Bálder, asistía a los afanes del orador con un gesto que podía interpretarse como de absoluto desinterés. Parecía concentrada en explorar, extendiéndola ante sí, la palma de su mano. Mientras tanto, postulaba Tullius:

– Cualquiera que haya reflexionado sin prejuicios está en condiciones de responder a la pregunta que hoy os formulo: ¿Tiene algún sentido el proyecto? El estudioso debe tender a dudar de la gratuidad de cualquier realización humana. Es cierto que en ocasiones se constata que el hombre asume sacrificios ingentes, o condena a otros a asumirlos, en aras de propósitos en apariencia deleznables. No es menos cierto que todos los aquí reunidos profesamos el más convencido desdén de la obra a la que servimos. Pero ninguno de estos dos argumentos ha de conducirnos a la liviana conclusión de que la catedral es lisa y llanamente inútil. Sería una demostración de fanatismo del todo exagerada. Nosotros estamos en mejor posición que nadie para identificar y aplaudir sin mezquindad los logros de la obra, su función benéfica dentro del errorgeneral que representa. ¿Alguien desea sugerir algo al respecto?

Un canónigo de avanzada edad y estoico semblante surgió entre el retraimiento general para apuntar trabajosamente:

– No es posible concebir el bien sin la existencia del mal, de cuya momentánea ausencia se nutre, o aún más, extrae la totalidad de su esencia. Si no tuviésemos la catedral, no podríamos apreciar el bien que constituye escaparnos de ella.

– Reclamaba algo más riguroso, Caius -reconvino Tullius al que acababa de intervenir-. Según esa obsoleta teoría que acabas de verter sólo por fastidiarnos, ¿qué es el mal?

– Elige, Tullius: ¿la ausencia del bien o el principio absoluto?

– Si elijo que es la ausencia del bien, tu razonamiento resulta vulgarmente circular.

– Pero si eliges que el mal es el principio absoluto, del que derivan todos los demás conceptos, aquel que entra en todas las definiciones, deja de ser lógica y se convierte en un estremecimiento.

– ¿Y por qué no suponer que es el bien el principio absoluto?

– Porque no soy tan joven como para creer en cuentos ni tan viejo como para que no me quede más remedio que tragármelos.

– Algún día tendrás que explicarnos a qué estás esperando, Caius. Pero no hemos venido a hablar de metafisica, aunque sea tu especialidad.

– Disculpa, Tullius. Hablé porque me pareció que nadie iba a responder a tu invitación.

– Otra vez ahórrate la ayuda. Está bien. Permitidme tan sólo que esboce una idea. ¿A alguien se le ocurre qué podría hacerse con los ciento veinte canónigos que no están en esta sala, con todos los operarios, con los funcionarios y el grueso de los artistas, si no existiera la catedral? Y digo más: imaginemos que la catedral existiera dentro de los límites que el buen juicio aconsejaría, esto es, ajustada a un proyecto claro, con unas dimensiones que no fueran desproporcionadas, sometida a un calendario de ejecución que no impidiera tomar conciencia de los fondos que se allegan al proyecto. ¿Sería posible la pacífica subsistencia que ahora, a pesar de todo, logramos?

En la estancia se abrió un silencio sepulcral, que no pudo distinguir Bálder si era atribuible al desconcierto creado por la herética duda suscitada por Tullius, o tan sólo a la escasa disposición de los asistentes a aventurar algún comentario que el canónigo hallara luego placer en desmantelar con su arrogante ironía.

– Pues bien -reanudó Tullius su exposición-, aunque pueda sorprenderos que semejante afirmación salga de mi boca, he de admitir que sin la catedral no podríamos vivir.

Un murmullo apenas perceptible y no demasiado espontáneo saludó el aserto del maestro de ceremonias. Éste, con una obscena complacencia, pasó entonces a desarrollar pormenorizadamente su tesis:

– Cuando uno se encuentra ante una empresa de gran magnitud, como nuestra obra, que no resulta explicable de acuerdo con los fines que proclama perseguir, existe una alternativa a la sencilla desautorización del empeño: buscar otros motivos que lo justifiquen, al margen de los declarados por sus artífices. Ello no implica necesariamente recelar de la honestidad de los artífices; en nuestro caso, sin ir más lejos, me atrevería a jurar que proceden animados por un atolondrado entendimiento más que por una torcida o inconfesable voluntad. La naturaleza se sirve a menudo de la necedad humana para procurar el equilibrio de la especie, y juega sus cartas de forma tan implacable que resulta difícil, para nuestros cerebros contaminados de insípidas categorías éticas, aprehender la diáfana coherencia de su maniobrar. Lo que hay que comprender es que la naturaleza está obligada a prescindir de la importancia que pueda tener para cada individuo su sufrimiento o su dicha, que es indiferente a la iniquidad con que unos puedan dar en tratar a otros, y sobre todo, que no vacila en favorecer el dispendio de riquezas que nosotros atesoramos con ansiedad pero ella puede derrochar sin limite. El Arzobispado, antes de iniciar la catedral, había alcanzado un esplendor que amenazaba con estrangularlo. Muchos de los que aquí estamos recordamos cómo los tributos recaudados excedían las necesidades corrientes, cómo la molicie deterioraba a los funcionarios y aun a la propia jerarquía, cómo el dogma se desleía en una anémica repetición de fórmulas salmodiadas cada vez con menos fe. Estábamos al borde de la destrucción, aunque todos gozábamos de una felicidad individual muy superior de la que hoy reina en la obra. Nadie podía percatarse, ni los que hoy estamos aquí abominando del disparatado remedio adoptado, ni quienes adoptaron ese remedio. Nadie, por consiguiente, ingenió conscientemente el proyecto de erigir una catedral para salvar la integridad del Arzobispado. Fue la propia naturaleza, la que del ocio de unos pocos extrajo la idea, esta idea que había de precipitarnos a una obra sin esperanzas pero que, en terrible paradoja, es la que hace posible que continuemos existiendo.

Tullius se interrumpió para tomar aliento. Entre el auditorio, Bálder captó sucesivamente el frío asentimiento de los canónigos, la expectante indefensión de los artistas y la rotunda siesta que se estaba echando Náusica. En cuanto a la reacción del resto, incluidos Camila y Horacio, era del todo impenetrable.

– Por eso -recobró Tullius el hilo-, es por lo que nunca he propuesto, ni propondré, obstaculizar la obra. Cada uno debe seguir aportando su concurso a la catedral, acatando las directrices de los responsables sin denunciar ante ellos las contradicciones que harán fracasar el proyecto. Es cierto que los responsables de la obra no tienen como objetivo prioritario la rápida construcción de la catedral, pero eso no significa que se renuncie a terminar el templo, como algún canónigo de bajo rango ha llegado a propalar entre quienes tienen la desventura de depender de él.A lo que se aspira, según se nos dice, es a la síntesis de todas las artes posibles, bajo la ordenación de un supremo proyecto arquitectónico que ha trazado un espacio por encima de todo conflicto. En ese marco perfecto, nos aseguran, cualquier desajuste que pueda surgir encontrará siempre una solución, o todavía más: su óptima solución. Los aquí reunidos sabemos que esta proposición teórica ha sido traicionada desde el principio, en justa retribución de su inverosimilitud y de la soberbia de quienes la inspiraron. Hemos comprobado hasta la saciedad que bajo el disfraz de un orden se esconde el caos más indomable, en el que los dóciles son aniquilados y los recursos se dilapidan sin tasa ni concierto. Hemos descubierto que quienes sostienen esta estafa son los más incompetentes y timoratos, los que prefieren alimentar el futuro desmoronamiento antes que dejar que la luz de la conciencia inunde sus mentes y sus almas.Y sin embargo, repito, no debemos hacer nada contra la catedral.

– No acabo de verlo, Tullius -alegó Caius, desde su asiento-. No tengo un interés personal en dedicarme a la subversión activa a estas alturas de mi vida, pero está escrito: Si tu mano derecha ofende a Dios, córtatela. Con la izquierda, se sobreentiende.

– En algo estamos de acuerdo, Caius -otorgó Tullius-: en que la catedral ofende a Dios. Hablamos en confianza y podemos convenir en que el de Dios es un problema secundario para el buen gobierno del Arzobispado. Pero no es por eso por lo que exhorto a que sigamos contribuyendo, con el máximo celo incluso, a la prosecución de la obra. La catedral irrumpió de forma natural, y será de forma natural como desaparezca. Hay que dejar que se extinga, a su ritmo premioso pero inexorable. Es una sanguijuela que debe morir saciada de sangre para que la cura sea efectiva.Y cuando todo se haya consumido, nosotros estaremos preparados para tomar las riendas, porque sólo nosotros nos habremos quedado al margen de la obra, esperando una existencia libre de ella y de las imposturas de que está hecha. No descarto que podamos recurrir al sabotaje al final, para acelerar el desenlace. Pero hoy por hoy el mejor sabotaje que podemos llevar a cabo es obedecer fielmente lo que nos ordenan, porque quienes nos dirigen nos guían con pulso firme hacia su propia hecatombe.

Otro canónigo, que estaba situado cuatro o cinco puestos a la derecha de Bálder y al que éste no pudo ver la cara, tomó la palabra:

– ¿Debemos entender que esto es tu postura sobre la propuesta que algunos elevamos en la última reunión?

– Exactamente -repuso Tullius.

– ¿Y cuánto tiempo llevará, según tú, ese proceso de extinción natural?

– No sabría calcularlo. Años, todavía.

– ¿Y eso te parece soportable?

– No lo planteo así. El hecho es que cualquier otra estrategia resulta ilusoria y perjudicial. Especialmente tu propuesta, Gracchus.

– Llevamos años discutiendo, sin hacer nada. Despreciamos a quienes administran el Arzobispado, pero seguimos ejecutando sus órdenes. Criticamos la obra, pero seguimos enviando hombres allí. Tenemos el poder suficiente para intentar algo más.

– Tenemos el poder suficiente para lamentar perderlo. Yo no quiero hacer un poco de daño a la obra. Quiero sentarme sobre sus cenizas.Y para eso hay que esperar.

Aunque Bálder no podía ver a Gracchus, el tono de su voz transmitía una creciente irritación.

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