Alio, con mano firme y pacientes explicaciones, guiaba a Sexto en su medroso intento de cortar con la sierra una pieza de forma elemental. Paulo y Casio estaban cerca, observando. Aunque también a ellos iban destinados los consejos del carpintero, no ponían en escucharlos una aplicación comparable a la que Sexto comprometía en seguir con la hoja metálica la marca que Alio había trazado sobre la madera. Alio hablaba sin emoción y corregía con rigor los errores de su discípulo, haciendo por moderar y dirigir de forma adecuada la fuerza de Sexto. Cuando éste cumplía las instrucciones que le daba, le animaba sin encomio. Cuando se desviaba de las pautas marcadas, le sugería cansinamente:
– No quieras correr con una sola pierna. Esto es más delicado de lo que parece.
Bálder, que hablaba mientras con Níccolo, atendía a medias a las observaciones de su segundo, pendiente de la escena que se desarrollaba entre los dos operarios. Había encomendado a Alio la misión de enseñar a los otros a tratar con la madera. Mientras tanto, él inculcaba a Níccolo una idea general de la sillería. Su propósito era disponer de un equipo no del todo incapaz para cuando empezasen a recibir los suministros.
Níccolo asimilaba con rapidez y guardaba celosamente en su memoria cada una de las advertencias que Bálder iba haciéndole a medida que le describía los trabajos. No suscitaba reparos ni emitía juicios: acataba todo lo que su superior exponía limitándose a ofrecer medios de ejecutar cuanto había sido previsto por Bálder. En alguna ocasión éste habría agradecido que Níccolo ostentara una neutralidad menos incorruptible o incluso una obediencia menos exquisita, pero su jefe de cuadrilla no custodiaba ambición más decidida que la de su propia conservación. Ésa era su defensa frente a los asuntos de Bálder, que llevaba y llevaría adelante sin que en ningún momento se convirtieran en sus asuntos ni desordenaran su vida, como desordenaban la del maestro. Bálder deducía esto de los monosílabos y las escuetas propuestas de Níccolo, y le envidiaba por haber encontrado una forma tan simple de alejar el peligro.
La mañana volvía a ser soleada y la nieve se había fundido casi por completo. Bálder, por segunda vez en su estancia en la obra, acarreaba el recuerdo de una noche desproporcionadamente distinta. Tenía que sacudirse las imágenes que se obstinaban en deambular por su cerebro. Camila desvestida y con los ojos húmedos era a duras penas compatible con la lúgubre sombra del coro y el empeño mismo de hacer una sillería a los canónigos. Ausentándose sin quererlo de la conversación que mantenía con Níccolo, meditó sobre los cambiantes términos en que se habían desarrollado hasta entonces sus escarceos con la servidora de Ennius. Si ella no había resultado muy inteligible, él tampoco había decidido en ningún momento qué correspondía buscar en la mujer, supuesto que algo pudiera o debiera buscarse. Cuando pensaba en ella, no sólo en su rostro o en su voz, sino también, o acaso preferentemente, en su vientre tibio o el vello tenue de su nuca, le invadía una plenitud que sólo cabía atribuir a la momentánea equivalencia entre su apetito y el fruto que le aguardaba en el árbol. Puesto a comparar con los momentos que su experiencia le había dispensado con más largueza, a saber, de apetito sin fruto a la vista o, en los últimos tiempos, de ausencia de apetito al margen de cualquier fruto posible, no encontraba pretexto alguno para deplorar que Camila hubiera cedido a la quizá extravagante idea de arreglar que sus caminos se cruzasen.
Níccolo, siempre concentrado cuando dialogaba con el maestro, había advertido la dispersión que reinaba en el cerebro de Bálder, cuyas frases eran cada vez menos comprensibles. El extranjero se percató de la escasa brillantez con que fluían sus enseñanzas y se obligó a olvidar a Camila. Si no lograba transmitir a aquellos hombres cuáles eran sus intenciones, de manera que ellos no se afanasen en pretender algo demasiado distinto, corría el riesgo de disminuir gravemente sus posibilidades de seguirla viendo, antes de haber resuelto por qué quería verla o si quería verla en realidad. No siempre es aconsejable dedicarse a lo que a uno le importa para preservar lo que a uno le importa. Bálder aceptó que debía poner lo mejor de sí a disposición de Níccolo, por limitado que fuera el afecto que le suscitaba su subordinado. Alio, ahora a su espalda, recomendaba sin alzar la voz a sus alumnos:
– Así no, hombre. Imaginad que estáis cortando mantequilla. Cualquiera tiene fuerza para destrozar un leño, pero no es eso lo que queremos demostrar.
Con mayor o menor fortuna, Bálder despachó con Níccolo todos los asuntos que se había propuesto. Su segundo estaba satisfecho de tratar con Bálder todo aquello mientras los demás aprendían a bregar con la sierra, y apenas lo disimulaba. Su optimismo le movió a formular a Bálder una consulta irreflexiva:
– Y respecto a los hombres, maestro…
– Pero no se atrevió a concluir.
– Respecto a los hombres qué, Níccolo.
– Me refiero, esto es, ¿cómo vamos a organizar…? -Y aquí volvió a interrumpirse.
– Explícate.
Níccolo se arrepentía de haber iniciado aquella maniobra. Recordaba las correcciones que ya había recibido de Bálder antes y ahora no vislumbraba la forma de eludir una nueva reprimenda.
– Perdone si opino sobre lo que no me toca, maestro vaciló-. ¿No cree que sería conveniente que una sola persona dirigiera a los hombres? Manteniéndole informado de todo lo que sucede, claro está, pero ahorrándole esfuerzos que, en fin, cómo lo diría, no deben robarle tiempo a usted.
– Creo que eso lo tenemos hablado ya. Eres el jefe, pero yo lo soy de todos. Cualquiera puede acudir a mí y yo no me privaré de tratar con quien me parezca.
– Quizá me he expresado mal -enmendó Níccolo, temerosamente-, no he sugerido que vaya a estar apartado de los hombres; sólo creo que debe ser uno quien ordene el trabajo cuando usted esté atendiendo otras cosas.También puedo informarle de lo que hacen. Tal vez usted no tenga ocasión de observarlos tan de cerca como yo.
Al fin Bálder vio por dónde venía Níccolo.
– Entiendo -dijo despacio-. A ti te preocupa que Alio asuma algún mando sobre los hombres.
– Si he de ser franco -reconoció Níccolo, sonrojándose pero con súbita entereza-, temo que seamos demasiados los que decimos cómo deben hacerse las cosas.
– ¿Sabes algo de cortar madera, Níccolo?
– Le consta que no.
– Entonces eso será Alio quien diga cómo debe hacerse.Alio, fuera de ahí, hará lo que tú le digas, siempre que yo no le diga que haga otra cosa.
– Como disponga, maestro.
– No tienes motivos para temer que te sustituya por otro.Te lo dije al principio y te lo repito ahora que conozco más al resto de los hombres. Alio no desea tu puesto y no creo que me convenga que lo ocupe. Si tienes interés te revelaré por qué, para que compruebes que no desconfio de ti: Alio duda de mi capacidad para llevar esto adelante. No estoy dispuesto a verme juzgado todos los días por quien tiene que cuidar de que se cumplan mis órdenes.Yo me juego aquí todo, y no me seduce la posibilidad de perder. Hasta ahora tengo la sensación de que tú, por lo menos, no dudas de mi capacidad.Aunque lo mismo puedo equivocarme.
– No dudo, maestro -se apresuró Níccolo.
– Otra cosa es que me informes de lo que ocurre entre los hombres. No me importa saber lo más posible. Ahora bien, nunca aspires a transmitirme tus antipatías o tus preferencias. Las rechazaré siempre, porque me gusta elegir personalmente a mis enemigos. Sentado eso, ¿hay algo que quieras contarme?
Níccolo titubeó durante unos segundos. Finalmente, repuso:
– De Alio es difícil averiguar nada. Esconde lo que piensa y procura no salirse del camino. Sexto es transparente, obedece sin protesta. Casio resulta más que perjudicial, porque odia la obra y no sabe fingir ni aguantarse. Le he sorprendido en alguna ocasión difamándole ante otros. En mi opinión, debería ser castigado. Paulo piensa como Casio, pero toma más precauciones. No puedo acusarle de nada, por ahora.
Bálder sonrió para sus adentros. En definitiva, el único de sus hombres con el que tenía alguna afinidad era Casio, el primero a quien parecía que tendría que dar un escarmiento, y no sólo por la delación de Níccolo. Manteniendo la circunspección, indicó a su segundo:
– Ya he reparado en Casio. Ni siquiera se modera mucho cuando yo estoy delante. Síguele de cerca. Si reincide, tienes libertad para decidir su castigo. Impónle las tareas más penosas, sin ensañarte. Le di una oportunidad y quiero darle otra, pero antes de volver a llamarle me gustaría ver lo que puedes hacer para persuadirle.
– Soy pesimista en cuanto a eso.
– No importa. Inténtalo. A los demás obsérvalos, y cuídalos también. Son tus hombres y respondes de su suerte ante mí. ¿Me explico?
– Creo que sí.
– Es sencillo. No estás donde estás sólo para gritarles y trabajar menos que ellos. Aulo y sus procedimientos se quedan fuera del coro. Aquí las reglas son las mías, al menos mientras no me destituyan.Y quien no me ayude o no ayude a los otros me sobra. No se trata de buenas intenciones. No sé qué busca la gente por ahí.Yo estoy haciendo una sillería y aspiro a no dejarla a medias.
Níccolo asintió en silencio.
Minutos después, mientras contemplaba la ira de Casio limpiando virutas bajo la estrecha vigilancia de Níccolo, Bálder se dio cuenta de que acababa de autorizar que se maltratase a un hombre. Creía tener imperiosas razones prácticas y hasta de alguna otra índole para haber prestado su consentimiento, pero probablemente nadie dejaba de armarse de esa creencia u otras similares para cometer las iniquidades que en el mundo se cometían. Le asaltaba la duda de si la relativa seguridad con que consideraba que había hecho lo correcto era una garantía o la trampa en que se caía cuando uno se convertía en un canalla. No podía presumirse que todos los canallas eran hombres atormentados por su maldad y podridos de remordimientos. Más verosímil resultaba que fuesen individuos cargados de buenos propósitos, rigurosamente convencidos de no tener alternativa.
Aquel mediodía Bálder comió con Núbila, que le admitió a su mesa con un ademán tan pronto como el extranjero solicitó su permiso para acompañarle.
– Hoy no ayunas -constató Bálder.
– La carne es débil, y el estómago más. Más impaciente, también -respondió el andrógino.
– Habría apostado que eras un asceta.