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– Definitivamente, o eres un inconsciente o no puedo juzgarte por mis recuerdos de otros.

– Llámame inconsciente y recuérdame cuando hayas olvidado a todos los demás.

– ¿Cuál es tu ventaja, maestro?

– No tengo ventajas. En realidad soy débil y poco animoso. Cuento con que nada me saldrá como lo planeo.

Estoy preparado para fracasar, así que no inventaré que he triunfado para sujetar los pedazos de mis ambiciones rotas. Si eso es una virtud, es la única.

– No me había tropezado antes a alguien tan impúdico.

– Tal vez esté mintiéndote.

– ¿Y si no mientes?

– Será que estoy harto de ocultarme. Aquí siempre hace mal tiempo y he peleado más de la cuenta durante estos días. Me vendría bien comprobar que alguien está de mi parte.

– Pero yo podría no estar de tu parte.

– Eso aumentará el placer, y no alteraría mucho la desesperación.

Camila se levantó y se acercó a la cama sobre la que yacía. Cogió el libro, lo tiró al suelo y se sentó junto al hombre tendido. El sintió el olor de ella, el mismo que había impregnado sus sábanas durante tres noches consecutivas después de su primer encuentro.

– Has perdido demasiado pronto el miedo -le reprochó la mujer.

– Acataré el castigo -aseveró Bálder.

– Yo no busco castigarte, ni me interesa si lo mereces. Soy injusta, porque peleo por sobrevivir.

– ¿Te hago yo falta para eso?

– Antes de decirte que sí probaremos cuánto has perdido el miedo.Ven.

Le cogió la mano y lo arrastró hacia la puerta de la habitación. Bálder se dejó llevar sin oponer resistencia. Ella le ordenó:

– Descálzate. El suelo de los pasillos está un poco más frío, pero más vale que no nos oigan pasar.

Bálder obedeció. La respiración de Camila le envolvía e infiltraba una gota de emoción en el estancamiento de su existencia como servidor del Arzobispado. No podía rechazarla.

Camila le condujo por un laberinto de corredores en el que no tardó mucho en desorientarse. En el frío, el silencio y la negrura de la noche, la mano de su guía era su único asidero, y se aferró a ella con una fe inusual, inmune a la herejía y a los epigramas de los descreídos. Una mano femenina en lo oscuro era indudable como la tierra y la promesa de la consunción, preciosa como las estrellas y la nostalgia de la vida.

No encontraron a nadie, aunque Camila se detenía en todas las esquinas. Al cabo de unos diez minutos, llegaron ante una puerta semejante a la de su alojamiento que Camila empujó sin contemplaciones.

– Entra -le urgió.

La habitación de Camila era más pequeña que la suya, pero resultaba mucho más hospitalaria. La decoración, aunque sobria, proclamaba en cada rincón la presencia de una mujer. El lecho estaba abierto.

– ¿Intranquilo? -le interrogó Camila.

– No.

– Te debo una disculpa. Ayer te dije cosas espantosas. Procuraba hacerte daño, para que tú no me lo hicieras a mí. Siempre me han herido, hasta que decidí ser yo la que hiriese.

Camila se interrumpió. Caminó hasta su cama y se sentó en el borde. Entonces continuó, retorciéndose las manos:

– Éste es un lugar despiadado. Todo lo devora la catedral: el dinero de la archidiócesis, los hombres que nacen aquí, los hombres que traen de lejos, la juventud de las mujeres. No creo que sea por descuido. Algunos nos damos cuenta, pero nadie se rebela. Todos se someten al capricho de los canónigos, se emborrachan con sus delirios, y mueren pobres y despreciables. Cuando te vi por primera vez no noté ninguna diferencia con los que se han destruido ante mis ojos. Quise usar tu inexperiencia, antes de que te la quitaran, y la usé. En condiciones normales, nada más habría buscado de ti.

– ¿Pero?

– Pero eres extranjero. Pueden pasar años antes de que venga otro. Quería asegurarme, por el gusto de sufrir, supongo. Ayer te tanteé, y me ofendió tu indiferencia. Esta noche venía a vengarme. Ahora creo que no hay nada que vengar. Estoy confundida. Me habría sido más sencillo odiarte.

Bálder oyó con delectación la confesión de Camila. Después de tantos días implacables, se le ofrecía una tregua. Aunque fuera sólo un instante, aunque luego la olvidara o ella renegase de él. Aunque ambos estuvieran fingiendo contra el hábito de ver cumplidos los malos presagios.

– Ahora ya lo sabes -resumió Camila-. Tenía algo pensado para seducirte. Por eso he debido traerte aquí. Pero de pronto no tengo ganas de actuar. Puedes hacer de mí lo que quieras. Si vienes, intentaré no fallarte.

Bálder se aproximó a la mujer sentada en la cama. Puso una mano sobre su cuello y comenzó a acariciarla. La piel de Camila era blanca y tibia, y se erizó al contacto con los dedos del hombre. El extranjero sintió el pulso de la sangre que subía por sus arterias. La desvistió reverentemente. Ella esperaba conteniendo el aliento y a él le extrañaba poseerla de aquella forma. En su cerebro perduraba una Camila distinta, la que le había tenido a su merced la primera noche, y la carne que descubría era todavía la de aquella otra mujer que le había arrastrado a despreciar la disuasión del escarmiento y del cálculo. Pero ahora, aunque acaso ella guardara el espíritu en otra parte, Bálder no padecía la afrenta de abrazarla sin conocerla, ni la pesadumbre de que todo fuese inútil.

Camila le acogió con una conmovedora tristeza. Dejó que él decidiera y la guiase, como una virgen disminuida por el miedo al dolor y la desilusión. Llegado el momento, no obstante, se entregó con coraje, ilimitadamente. Cuando Bálder se separó de ella, un par de lágrimas recorrieron el arco de sus mejillas. El extranjero las enjugó con lentitud.

– ¿Estás bien? -indagó.

– No -musitó Camila.

– Lo siento.

– ¿Que sientes? -se revolvió ella.

– Haber hecho esto. Pero me pareció que lo deseabas.

– No debes sentirlo. Lo deseaba, y también deseo que dentro de un año no seas otro fantasma en mi memoria. Querría poder encontrarte entonces. Querría poder creer que será así.

– Pero no lo crees.

– ¿Acaso lo crees tú?

– No sé qué habrá ocurrido de aquí a un año. Mientras pueda gobernar los acontecimientos, me encontrarás.

Camila sonrió, pero Bálder advirtió que estaba conteniendo un sollozo.

– Es pronto para estar seguro de eso -dijo-. Has superado una prueba que no vi superar antes a nadie. Pero hay otras.

– ¿De qué estás hablando?

– No serviría de nada avisarte.

– ¿No quieres ayudarme?

– Cada prueba sucede cuando tiene que suceder. No lucharé por anticiparlas. Si te hacen cambiar, sólo me quedará olvidarte. Para qué darse prisa.

– Veo que no te fias de mí.

– No, no me fio. Me asustas, porque me importa lo que sea de ti, y no debería importarme. Mi corazón sabe que me traicionarás.

Bálder ansió tener el valor de jurarle que estaba equivocada. Lo ansió como hacía años que no ansiaba seguir en pie o sacar criaturas de la madera, porque Camila era el único ser que había asumido la responsabilidad de darle cobijo y aquello era lo mínimo que le debía. Pero mientras ella leía el futuro en el cielo raso apenas iluminado por la lámpara, el extranjero calló, y después de un minuto, indigno del compromiso que la mujer le ofrecía, se rebajó a apresurar un silogismo que no podía auxiliarla:

– Ahora tú eres mi único vínculo con el mundo. Tendría que estar loco para traicionarte.

La mujer asintió, desbordando al cerrarlos sus ojos empapados. Lamentó haber cedido a la tentación de abrirsu puerta a Bálder. Ahora temía adivinar por qué aquel hombre resistía a la fiebre de la obra y a las lisonjas de los canónigos: de momento, estaba demasiado atareado en alimentar su propio espejismo.

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