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Los hombres empezaban a regresar del almuerzo. Aunque Núbila no parecía tener urgencia por seguir con lo que estaba haciendo, Bálder creyó pertinente dejarle y volver al barracón.

– Hora de trabajar. Me voy. Recapacita sobre lo de destruir eso -se despidió, señalando el túmulo.

– Ya he recapacitado. Te guardaré un trozo grande, si lo quieres.

– Me gustaría que se salvase la cabeza, al menos.

– Es tuya.

Una hora después, mientras Pólux roncaba regularmente a su espalda, Bálder recibió en el barracón la visita de Níccolo.

– El coro ya está listo, maestro -le informó-. Hemos empezado a transportar las herramientas y el material.

– De acuerdo. Hoy no iré por allí. Encárgate tú de todo.

Níccolo se quedó quieto delante de Bálder. Al cabo de unos segundos, que el extranjero dejó discurrir sin levantar la vista de la mesa donde no tenía, en rigor, nada que hacer, su segundo le habló de nuevo:

– ¿Todo va bien, maestro?

– Inmejorablemente -repuso Bálder-. Mañana pondremos manos a la obra. Díselo a los otros, para que vayan espabilando. Anda, ve con ellos.

Aunque no fuera más que una forma de defensa mientras trataba de recobrar el respeto de sus subordinados, Bálder hubo de confesarse que obtenía un mezquino placer manteniendo las distancias con Níccolo. Era una especie de venganza por todas las ocasiones en que los demás se divertían a su costa. El sólo tenía un arma: la sillería. Pero desde ella podía aguantar, incluso tratar de vencer. Se refugiaría allí, renunciando a perseguir otro objetivo que el de enseñar a sus hombres y perfeccionarse él mismo, en su arte y en la disciplina que necesitaba para preservarse de aquel lugar. Había irrumpido con el atolondramiento del que no tenía patria ni esperanza de alcanzarla. Ahora le correspondía instalarse con la astucia de quien aspiraba a construir un reino propio.

Cuando sonó la campana que determinaba una vez más el final de la jornada, Bálder permaneció sentado el tiempo justo para que Pólux despertase, recogiera sus cosas y abandonara el barracón. En cuanto oyó cerrarse la puerta, se puso en pie. En ese preciso instante Pólux reapareció en el umbral. Le contempló, inexpresivo, hasta que dominó su embriaguez lo suficiente para maldecirle:

– Sospecho y espero que mañana no vendrás. Dudo que puedas comprenderlo, pero querría hacerte una advertencia. Por si no te veo más. No impliques a nadie.Aguanta tú solo lo que te toque en suerte. Quizá sea lo único que puedas alegar luego en tu descargo.

– No sé de qué me hablas, Pólux. Acláralo o cállate. Estoy cansado para andarme con acertijos.

– No morirás sin resolver éste. Queda con Dios.

Bálder entornó los ojos mientras sonaba el portazo. El camino de regreso a la ciudad lo hizo sin compañía. Su primer impulso había sido procurarse la de Núbila, pero luego se le ocurrió que sería mejor aproximarse poco a poco a su vecino. El atardecer enfrió de golpe el aire, a la misma velocidad con que el sol se hundía en el horizonte. Cuando al fin se halló en su alojamiento recibió con gratitud el calor.

Dormitó hasta que trajeron la cena. En medio del sopor que le invadía repasó su encuentro con Ennius, que se había mostrado más peligroso que el primer día, pero no tanto como Aulo.A éste se lo figuraba comunicando puntualmente, por el conducto que más pudiera perjudicar a Bálder, todos los pasos en falso que había dado hasta entonces. Si había de elegir, nada le seducía como la posibilidad de presenciar o provocar la ruina del capataz. Algo en su interior, sin embargo, le movía a creer más plausible la ruina del canónigo.

Tomó la cena despacio, saboreando la comida. Después, y antes de dormir, se dispuso a hojear un ejemplar de un libro en el que se resumían algunos de los misterios en cuya conmemoración se levantaba la catedral. No era el libro, sino una de sus glosas, bastante inferior en todos los aspectos. Aunque lo que allí había escrito no le interesaba demasiado, le servía para idear motivos que introduciría, distorsionados o no, según conviniera, en su sillería.

Recorría sacrificadamente aquellas páginas, frías como la piedra de que hacían los templos, cuando sonaron dos golpes en la puerta. No se levantó. Al cabo de medio minuto sonaron otros dos golpes. No le apetecía en absoluto levantarse. La tercera vez fueron cuatro golpes, más fuertes.

– ¿Quién es? -preguntó.

– Ennius -respondió una voz inequívocamente femenina.

Bálder hubo de admitir que en el fondo le gustaba que ella estuviera allí. La primera noche se había derrumbado ante ella como un náufrago. Ahora eso podía evitarse. Sin moverse, gritó:

– Pasa, Camila.Ya sabes que está abierta.

La puerta giró sin ruido. Camila venía en camisa, descalza, sin lentes y con el escote a medio deshacer.

– ¿No te alegras de verme? -dijo, desde el centro de la habitación.

– Claro.Temí que hubiéramos terminado.

– ¿Habíamos empezado algo?

– Es posible. La otra noche lo pasé mejor que cuando duermo solo.

– Ayer estabas poco accesible.

– Menos accesible estabas tú.

– Yo soy siempre así en la antesala. No puedo mostrarme con naturalidad.

¿A qué has venido, Camila?

– A echar un vistazo. Tenía puestas algunas esperanzas en ti.

– Durante nuestra charla de ayer saqué la impresión de que ya habías desesperado.

– Lo mas probable es que desespere después de esta noche. Pero nunca me retiro sin dar una última oportunidad.

Bálder cerró el libro y lo arrojó a un lado, sobre la cama. Cruzó las manos bajo su nuca.

– Te favorece ese aire de última vez -divagó-. Te alarga las facciones y tu piel se vuelve más bella. La pérdida estimula los sentidos, porque ante lo que se desvanece nunca se abstiene el corazón.

– Así que eres un poeta -se mofó Camila.

– Soy un hombre lejos de casa. Podría decirte versos mucho más ardientes.

– No me gusta la poesía. No me gustan las palabras, en general.

– Como quieras.

Bálder se quedó en silencio, observándola. Camila fue a sentarse cerca de su lecho y adoptó una expresión lejana.

– En unos pocos días, todo ha cambiado -constató-.Ya no te aterroriza que venga a verte. Ni siquiera te pongo nervioso. Incluso te burlas de mí -añadió, con una apagada sonrisa flotando en sus labios.

– No me burlo.Y sí estoy nervioso. Has quebrado la paz de que gozaba esta noche, lo que me pone en deuda contigo, por otra parte.

– Pero no te asusta que yo esté aquí.

– Eso no. Durante toda la semana siguiente a nuestro primer episodio esperé que me expulsaran. Si no lo han hecho a estas alturas es que sabes lo que te traes entre manos o que a nadie le importa lo que haga con mi tiempo de holganza.

– Si fuera lo primero tu suerte estaría en mis manos. -Mi suerte ha estado en manos peores.

– ¿Debo tomar eso como un halago, o como un insulto?

– No es un insulto.

Camila se acomodó mejor en su asiento. Comenzó a mordisquearse la uña del dedo corazón, con la misma insistencia con que lo había hecho el día antes, a la puerta del despacho del canónigo. Malévola, inquirió:

– Y aparte de tu fulgurante éxito ante Ennius, ¿cómo te sientes bajo la disciplina del Arzobispado?

– Supongo que a ti puedo decirte la verdad.

– No te doy ninguna garantía.

– Te eximo de darla. Eres una mujer y por lo que se ve aquí no hay tantas como para que-uno pueda andarse con aspavientos. La verdad, Camita, es que entiendo poco de lo que descubro, y que lo que entiendo no me inclina a celebrarlo. No lo he pasado bien: he sido amenazado, injuriado, eludido. Lo último, casi constantemente. La organización de la obra me parece irracional-y ésta es la tierra más tenebrosa en que he puesto los pies. Antes, cuando mi pasado era tan corto que no me avergonzaban ni sus fallos ni sus torceduras, soñé más de una forma de esquivar el desencanto: muchachas de dulzura infinita, países donde las noches de verano fueran todas las noches, el mar que apenas pude conocer. Nunca soñé con la obra, con este palacio, con el capataz o con Ennius. Ahora mi pasado es lo bastante largo como para que me atormente lo que he omitido y lo que ya no podré enmendar. Así que no doy gracias a Dios por estar aquí.

Camila dejó de morderse la uña. Cuando acertó a rehacerse, murmuró:

– Sólo llevas aquí quince días. Cambiarás de parecer.

– Lo dudo. Aunque para muchos eso se llame imprudencia o prejuicio, yo procuro ser leal a mi conciencia.

– ¿Y quién te asegura que eso es siempre lo mejor?

– Nadie. Pero prefiero sucumbir por defender mi conciencia antes que durar traicionándola.

Camila construyó una mueca escéptica.

– Eso es palabrería. Nadie prefiere sucumbir. Todos queremos durar, como sea, en la basura, si es preciso.

– No trato de convencerte, Camila. La fortuna suele acabar llevándonos lejos, al desierto, a donde no queremos ni somos queridos.Tal vez no lo pueda impedir, pero tampoco deseo colaborar. No aceptaré por las buenas dilapidar mi alma en proyectos que me son extraños. Si no logro realizar el mío, la decencia y la utilidad aconsejan rechazar cualquier arreglo miserable que se ofrezca a sustituirlo. Es mejor esfumarse, sin dejar ningún rastro.

Bálder estaba jugando, sin otro móvil que asombrar a Camila. Pero también se estaba asombrando a sí mismo, no sólo por el éxito de su añagaza, visible en el gesto de ella, sino porque por momentos encontraba en estos devaneos el sentido que faltaba en sus actos. La mujer, tras la perplejidad y el momento de duda, había caído ahora en una remota melancolía.

– Entonces, ¿te irás? -dijo, escrutando el techo.

– No, mientras no tenga otra oferta y siga confiando en hacer mi sillería.

– ¿Por qué no, si aborreces esto?

– No lo aborrezco. Me descorazona.

– Es suficiente para recoger tus cosas y volver a casa.

– No puedo volver.Ya nada me espera allí.

Camila quedó pensativa. Bálder entreveía confusamente lo que le pasaba por la cabeza a la mujer, y aquélla era una razón para perderle el temor. Sin embargo, Camila guardaba todavía secretos para alimentar su encanto, y Bálder estaba lejos de haberse acostumbrado a la rotundidad del cuerpo que se insinuaba bajo la tela en desorden de la camisa.

– No te comprendo, Bálder -admitió-.Te han dado lo que pediste, Ennius te ha felicitado. Nadie desdeña el favor de los canónigos.

– A mí me atrae más tu favor.

Camila volvió a mordisquearse la uña, esta vez la del pulgar, y sentenció:

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