Bálder apuraba su tercer vaso de un alcohol apenas rebajado con agua, en el que manos incapaces o pérfidas habían macerado frutos de repugnante sabor. Estaba solo, lejos de cualquier luz, dejando dócilmente que a la oscuridad de la sala se fuera superponiendo la de su mente, espesándose, esperaba, hasta que no pudiese ver nada y la conciencia huyera de él. Pero por el momento veía, y sabía dónde estaba. La fiesta de aquella noche, si merecía ese nombre, estaba muy concurrida. No había fallado nadie, entre todos los nadies que solían acudir a aquellos acontecimientos. Horacio iba y venía, repartiendo sus gracias en cada uno de los corros y espiando a hurtadillas la presencia de Bálder en su rincón. Los artistas que le eran afines también estaban por allí, incluidos los que gozaban del supremo privilegio de ser invitados a las reuniones de Náusica. Estos últimos se movían entre los habitantes de la catacumba con la arrogancia que se les echaba a faltar cuando les rodeaban las sotanas de color púrpura. Si eran desdeñados por las mujeres recónditas que estaban reservadas al solaz de los altos canónigos, a las hetairas del subterráneo las trataban, en desquite, con displicencia de príncipes. Entre las mujeres, distinguió el grupo de Octavia, siempre secundada por su estridente escudera. Desmadejadas en los brazos de un par de funcionarios localizó a la morena del vestido verde a la que Horacio le había confiado la primera noche y a la rubia que solía acompañar a Alio. Pero Alio no estaba, y tampoco Leda, que gratuitamente, acaso por aplicación de algún decreto de los que Livius hacía firmar al Arzobispo por las noches, había debido seguir la suerte de Ennius. La música sonaba con la desgana de siempre y el extranjero volvió a preguntarse, y podía ser la décima vez desde que se había sentado en el rincón oscuro, qué era lo que había ido a hacer allí.
Aunque quizá la pregunta debía formularse al revés: por qué había de negarse a acudir a la celebración. Hasta el extremo en que le era posible, se había hecho semejante a todos ellos: a los artistas que alentaban proyectos inútiles en el recinto del templo, a los funcionarios que hacían circular el papeleo anodino del Arzobispado, a las mujeres que ocupaban el día en auxiliar al funcionamiento de la farsa y la noche en tentar los instintos polvorientos de sus compañeros varones. Bálder había aceptado un grado de anulación equiparable, sometido a los vaivenes de la obra. Sólo había una pequeña mácula que le distinguía del resto: lo que en los otros era acaso fatalidad, en él era elección. No sólo podía deshacerse, si le apetecía, de todas las rutinas que acataba sin protesta, desde el horario de la obra hasta aquella misma reunión nocturna. En alguna parte de las plantas superiores del palacio le aguardaba la posibilidad de separarse para siempre de todos ellos. En este punto, comprendió que necesitaba otro vaso.
Tras obtener del hombre que atendía el dispensario de bebidas su vaso y pagarlo, regresó a la mesa. De nuevo en su escondrijo, inició un imprudente merodeo alrededor del problema que le atormentaba. ¿Por qué había desistido? Durante un tiempo, después de que Camila desapareciera y Núbila diera su vida por él, había trabajado por recuperar su sustancia interior contra la erosión de la catedral. Ahora sólo arrancaba de la madera fragmentos de la sillería, de acuerdo con el proyecto aprobado por el extinto Ennius, y hasta se rebajaba a encomendar a sus hombres, reconstruyendo de paso la ilusión de normalidad de Níccolo, que abordaran con su poco arte tal o cual parte de ese mismo proyecto. Ebrio, Bálder rozó la respuesta que rehuía mientras estaba sereno: no quería volver a su interior por el miedo de darse, como entonces, de bruces con la presencia triunfante de Náusica.Ya no tenía fe en que la sustancia interior no hubiera sido contaminada, y antes que verse obligado a reconocerlo, prefería, humillado y quieto como las figuras que tallaba, ser lo mismo que aquella gente: un fantasma, una sombra, nadie.
Para detener el curso de estos pensamientos, se echó al estómago, de un solo trago, todo lo que quedaba en el vaso. Durante unos instantes aguantó el fuego que le arrasó las tripas, y después luchó por contener el vómito. Cuando hubo vencido la última arcada, su cabeza comenzó a dar vueltas. Cerró los ojos para abandonarse mejor. Se iba suavemente, como una barca en el agua. De pronto ya no había nada, sólo un calor que se expandía por sus venas y una ingravidez que hurtaba toda sensación de sus miembros. Sonriendo, abrió los ojos.
Recorrió la sala. Horacio estaba ahora en el grupo de Octavia y era unánimemente celebrado por las mujeres. La propia Octavia no se mostraba tan lejana como otras noches, y aun sin la delectación de las demás parecía gustar de las bufonadas del escultor. Bálder tanteó su equilibrio. No era tan malo como habría podido preverse. Apartó a alguien que le obstruía el camino y se fue derecho hacia donde estaba Horacio. Al llegar junto al grupo, se acercó una silla y se sentó frente al escultor, dejando a Octavia a su lado. Horacio le había estado mirando de hito en hito mientras iba hacia allí. Cuando Bálder se sentó enfrente de él, interrumpió su representación.
– ¿Molesto? -se interesó el extranjero.
Horacio dudó antes de defenderse:
– ¿Qué te hace pensar eso?
– Te has callado. ¿Por qué no sigues? Se te veía muy divertido.
Antes de que Horacio pudiera responder, Octavia se dirigió al tallista:
– ¿Por qué buscas tú nuestra compañía, maestro? ¿No viene Camila esta noche?
– Está indispuesta -lamentó brumosamente Bálder.
– Y lo estará por mucho tiempo, ¿verdad? -aventuró Octavia, con rencor.
– Por demasiado tiempo -asintió el extranjero-. Pero no hay que ocuparse de ella. Esto es una fiesta y aquí estabais pasando un rato entretenido. Si no os estorbo, que continúe.
– No hemos dicho que no nos estorbases -atacó Octavia.
– No hablo contigo, sino con Horacio. Él estaba contando la historia.
Horacio observaba a uno y a otra y sostenía alternativamente las miradas de ambos sin atreverse a intervenir. Octavia insistió:
– ¿Por qué no te vas, maestro? Nos estás estropeando la fiesta.
– Horacio -dijo el extranjero, soslayando a Octavia-. Si no vas a seguir con lo que estabas contando, no sé qué pintas entre nosotros. Octavia opina que yo debo irme, pero yo opino que eres tú quien tiene que esfumarse. ¿Qué opinas tú?
Un denso silencio sucedió a la interrogación de Bálder. Horacio tartamudeó:
– ¿Me estás echando?
– Por favor.
– ¿Por qué? -se quejó el escultor.
– Porque puedo hacerlo -se jactó Bálder, y con la desconsideración de su borrachera, añadió-: Eso y cosas mucho peores. Mis poderes son infinitos y tú eres un gusano demasiado minúsculo. ¿Está claro? Vete. Ahora.
Horacio, blanco como la cera, se levantó y se fue. Bálder se quedó observando su espalda mientras el otro se escurría hasta la salida. Junto a él todo estaba inmóvil. Octavia fue la única que se atrevió a hablar:
– ¿Y eso qué ha sido?
– Nada, Octavia, absolutamente nada -juzgó Bálder-. En cuanto a las demás, Octavia y yo tampoco os necesitamos, así que podéis ir desapareciendo de aquí. Muchas gracias.
Las otras mujeres se apresuraron a retirarse. Bálder y Octavia se quedaron solos. Ella quebró nuevamente el silencio:
– ¿Se supone que debo tenerte miedo yo también? Bálder tardó un segundo en girar hacia la mujer la cabeza, y con ella la nube en que flotaba. Esforzándose por que no se le trabase la lengua, explicó:
– No, tú no. Es más, no he venido hasta aquí para despachar a Horacio, como quizá se te haya ocurrido. Me repele cruzar una sola palabra con él. He venido por ti, y he venido por ti porque tú no tienes miedo. Ni a mí ni a lo que es peor que yo. Sigues siendo la más bella, Octavia.
Lo dijo porque acababa de reparar en la depravada estampa que ofrecía la mujer. Sus labios pintados de acero brillaban sobre el escote de su corpiño. Bajo su larga falda de seda, sus piernas incitaban más que si estuvieran desnudas.
– Creí que lo dudabas -le desafió ella.
– Ni por un momento.
– ¿Ni cuando Camila?
– Entonces menos que nunca.
– ¿Por qué me rechazaste, entonces?
– Quería a Camila -recordó Bálder, notando por un momento que los músculos de su cuello tenían dificultades para sujetarle el cráneo.
– ¿A mí no me quieres?
– ¿Me querrías tú a mí?
– Yo no quiero a nadie -aclaró Octavia.
– Pues igual.
Octavia se estiró sobre su diván y preguntó:
– ¿Has venido a buscarme?
– Claro. Por eso me he librado de todos los que se interponían.
– Ahora yo podría rechazarte.
– Ésa es la segunda razón por la que he venido.
– ¿Y si lo hago?
– No vas a hacerlo.
La mujer apartó la vista.
– Me hiciste daño -le recriminó-. Me despreciaste y te reíste, delante de todos.
– Precisamente por eso no vas a rechazarme. Si quieres una revancha, saldaremos nuestras cuentas.Ya sabes cómo. Octavia no pudo disimular un súbito interés.
– ¿Es ésa tu tercera razón para venir? -ronroneó.
– No. Mi tercera razón no la sabrás nunca. Quizá nunca la entienda yo mismo. ¿Importa?
– No. A propósito. ¿Por qué te teme tanto Horacio?
– Por lo que dije antes. Porque él es un gusano y porque mis poderes son infinitos.
– Estás borracho.
– Por supuesto. ¿Y tú?
– Yo siempre estoy borracha, si hace falta.
Aquella noche, en la celda de Octavia, Bálder se precipitó al desorden de todos sus sentidos. La loca le hirió a conciencia y él no sintió apenas dolor. La acarició, la besó, la mordió hasta sacarle sangre, y apenas sintió placer. Navegó sin rumbo por un océano en el que los largos brazos blancos de Octavia trataban de ahogarlo mientras sus piernas le apresaban y le atraían hacia el fondo. Envuelto en el aroma de aquel cuerpo terrible, lo recorrió de una punta a otra, clavando los dedos como si quisiera reventarla. Saboreó su aliento, su piel, su saliva, sus lágrimas. Y en el paroxismo de la lucha, el alarido de la mujer le ensordeció. Después se separó de ella y la contempló, interminable, sudada, fibrosa como el muslo de un tigre.
Jadeante, Octavia sollozó:
– Me duele hasta morir. Júrame que volverás siempre que te llame, maestro.
A Bálder le vino una náusea. Quiso impedirlo, pero esta vez fue más fuerte que él. Apenas tuvo tiempo de correr al retrete. Devolvió hasta que los músculos del estómago no pudieron seguir empujando.Tambaleándose, regresó a donde estaba Octavia. Seguía tumbada, desnuda, aguardando una respuesta. El extranjero recogió del suelo sus ropas.