– No volveré nunca -dijo, sacudiendo la cabeza-. Perdóname, Octavia. No soy dueño de lo que ocurre.
– ¿Es ésa tu mejor excusa? -le increpó la mujer, conteniendo la ira.
– Sí.
– Vete y muérete, entonces.
– Que los dioses te den satisfacción -deseó mansamente Bálder.
– Aquí sólo hay un Dios. ¿Todavía no te has enterado? gritó Octavia.
La mujer no volvió a mirarle. Apuntó los ojos al techo y empezó a tararear una canción. La cantaba a golpes, desafinando. Bálder salió al pasillo, con la ropa abrazada contra su pecho. Cerró la puerta y apoyó contra ella la espalda. Estuvo oyendo a Octavia durante el tiempo que la mujer tardó en cansarse o dormirse. Luego dejó caer la ropa y vagó aterido por corredores y escaleras. Cuando al fin dio con su celda, se metió en la cama, temblando. Antes de dormirse, comprendió que aquella noche había consumado un crimen demasiado sucio. Estaba triste, descorazonado, y todavía revuelto. Pero no arrepentido.
El día siguiente, a la hora del almuerzo, se acercó a la mesa de Aulo. Cuando el capataz le vio de pie ante él, detuvo la cuchara llena de sopa en el aire, a medio camino entre su boca y el cuenco. Suspiró.A continuación engulló con energía el contenido de la cuchara y la sumergió de nuevo en la sopa.
– ¿Qué te trae por aquí? -se extrañó Aulo-. Creía que no te mezclabas con el resto.
– No con el resto. ¿Puedo sentarme contigo? Aulo se rió, sin ganas.
– Como al principio. El polluelo bajo el ala de la gallina. Pero tú ya no necesitas protección.Y si la necesitas, la mía no sirve.
– No pido protección. Pido hablar con alguien.
– ¿Y por qué yo?
– Creo que eres el único a quien respeto.
El capataz dejó caer la cuchara.
– Ésta es buena.Yo creo que no me reconforta semejante distinción. Come en otro sitio, maestro. No me compliques la vida.
– Voy a sentarme.
– Si de veras me respetas no lo harás -repitió Aulo. Te respeto -aseguró Bálder, sentándose.
El capataz le observó fijamente.
– ¿No te parece innoble aprovecharte así?
– ¿Cómo?
– Sabes que en circunstancias normales, ahora sería yo quien se levantaría.Y sabes que en estas circunstancias no puedo levantarme.
– ¿Por qué?
Aulo le midió con odio. Cautelosamente, relató:
– Hasta ahora, para que a mi mujer no le faltara techo ni a mis hijos pan, bastaba con que mantuviera a raya a esta manada de holgazanes. Pero desde hace algún tiempo, se me ha impuesto otro deber: cerciorarme de que el maestro tallista obtenga todo lo que le plazca. Absolutamente todo. Como si me pide que ponga a su disposición a todos los hombres que tengo para que pueda divertirse tirándolos desde las torres. Ésa fue la frase, literal. La pronunció un canónigo que nunca antes me había dirigido la palabra.Te confesaré un secreto, Bálder. Casi me meo de miedo antes de entrar en su despacho. Es verdad que en el pasado he recibido alguna orden similar respecto a algún que otro artista, y que tarde o temprano la orden fue revocada y el artista corrió una suerte que no le envidié. Pero nunca se molestó en comunicármelo un canónigo de tan alto rango y nunca fue tan incondicional.Y sobre todo, nunca se trató de alguien que se hubiera reído de la obra a plena luz del día.Yo no tengo demasiada información, maestro. Actúo por olfato.Y mi olfato me dice que en ti algo apesta a desgracia.
Bálder asimiló despacio el enconado discurso de Aulo. El capataz sorbía su sopa rápidamente, sin perderle ojo.
– ¿Sugieres que debería irme por donde he venido? -interpretó el extranjero.
Aulo se tomó un segundo antes de contestar.
– Sería lo único decente.
– No soy un hombre decente.
– De eso ya me di cuenta hace mucho tiempo.
– No -corrigió Bálder-. Lo fui hasta hace poco. Pero ahora no lo soy. ¿Deseas que te cuente por qué y cómo he dejado de ser decente?
– De eso deseo saber lo menos posible. Dudo que vaya a servirme para nada en ninguna situación en que pueda llegar a encontrarme.
– Es una lástima. A ninguno de los que andan por aquí se lo contaría.Y tú, el único a quien doy la oportunidad, la desaprovechas.
El capataz la emprendió con el segundo plato.
– Desaprovecho con gusto -se ratificó, con la boca llena-. Y voy a darme prisa. Con un poco de fortuna, lograré terminar la comida y me levantaré con mi bandeja antes de que hayas hablado más de lo que me conviene escuchar.
– Puedo pedirte que me acompañes después de que hayas terminado discurrió Bálder, con malicia.
Aulo dejó el cubierto sobre el plato y se pasó por la boca su pulcra manga azul. Se echó hacia atrás en su silla.
– Creo que estás en un error, hijo de perra -dijo lentamente-. Confundes lo que he de hacer para mantener a mi familia con lo que estoy dispuesto a aceptar como hombre. Nunca he puesto una mano sobre alguien a mi cargo, pero te juro que si vuelves a amenazarme te parto el alma. Aquí mismo, delante de todos. Cuando vengan a exigirme cuentas inventaré algo, y si no les convence y prefieren prescindir de lo que he hecho durante años por esta maldita obra, sea en buena hora. Llueva sobre mi mujer y muéranse de hambre mis hijos. Hay un límite, y si te obligan a traspasarlo te quedas solo y dejan de valer todas las reglas.
Bálder alzó las manos.
– Sólo estaba bromeando -aseveró-. Eres demasiado orgulloso, capataz. Un bicho raro, en un mundo en el que todos están atentos a doblarse cuando lo manda la voz. ¿Cómo te las arreglas para sobrevivir?
Aulo volvió a su plato.
– Principalmente, no intimando nunca con alguien como tú -repuso, entre dos bocados-. Ni como tú ni como Horacio, por ejemplo.Tampoco hago creer a ningún canónigo que vamos a ser amigos.A la gente como tú le doy lo que me ordenan que les dé, a la gente como Horacio la esquivo y a los canónigos les hago saber que obedeceré siempre, a este lado del límite, pero que nunca podrán utilizarme como predicador.Yo no convenzo a nadie. Hasta ahora todos lo han comprendido y me han dejado hacer. Si no me gustas no es porque seas un malnacido, sino porque temo que puedas fastidiarme este arreglo que me permite vivir. No es nada personal, maestro.
Bálder apretó los labios en señal de comprensión. Luego comenzó a tomar su sopa. Se había enfriado y tenía un sabor repulsivo, como si la hubieran hecho con algo en mal estado. La engulló enseguida, pendiente de Aulo, que terminaba ya su plato y se preparaba para marcharse.
– No te vayas todavía -le rogó.
– Creo haber sido bastante explícito, antes -replicó Aulo, furioso.
– Te lo estoy pidiendo por favor.
– ¿Y qué? No puedo hacer nada por ti, ni querría si pudiera.
Bálder hurgó con el tenedor en el segundo plato. No prometía más que la sopa. Mientras apartaba un trozo de carne reseca, divagó:
– Tengo una teoría sobre la obra, capataz. Nada de lo que hay, ninguno de los que la sirven, existe realmente. Todo es una alucinación que sufro desde hace meses y de la que no puedo salir. ¿Qué te parece?
– Fascinante, sobre todo si me incluye -se zafó Aulo.
– No. Puede que sea sólo la desesperación, pero sospecho que aquí tú eres el único que tiene los pies sobre la tierra.
– Entonces debo deducir que existo. Un honor, viniendo de ti el reconocimiento.
– No estoy seguro acerca de ti. No sé si estás por encima o por debajo de todo esto. No te he visto cometer equivocaciones. Nunca he oído de tus labios las bobadas que escucho de otros. Siempre te reservas. ¿Estás al margen o eres el que mantienen con la cabeza despejada para que vigile a los demás?
El capataz recogió sus cosas.
– No te tortures -le tranquilizó-. Seguramente soy un espectro, como los otros.
– Tú y yo podríamos entendernos -propuso Bálder. Aulo soltó una carcajada.
– Claro, seríamos camaradas y conspiraríamos. ¿Para conseguir qué, maestro? ¿Por qué desperdicias tu tiempo? Lo que tú buscas está en otra parte.
– ¿Qué sabes tú de eso?
– Oh, nada, naturalmente. Sólo sé que no se te ha perdido nada aquí abajo.Y que yo tampoco voy a ganar nada dándote conversación. Si me disculpas, tengo que hacer.Y te estaría eternamente agradecido si te abstuvieras de volver a sentarte a mi mesa.
– Desde luego. Aunque es una pena -se resignó el extranjero.
– Es el precio. No te conozco lo bastante y no voy a hacer por conocerte a estas alturas, pero es probable que con un poco menos de prisa y un poco más de humildad hubieras podido ser uno más de todos estos inexistentes. En ese caso, no me importaría que cruzáramos cuatro palabras de vez en cuando. El hecho es que te has vuelto demasiado singular, tanto que tendrás que hacerte a la idea de vivir sin compañía.
Ahuecando la voz, agregó el capataz:
– Por lo demás, sigo a tus órdenes para lo que quieras.
– No quiero nada. Sólo me gustaría poder acortar el camino -se sinceró Bálder-. Estoy cansado.
Aulo echó a andar. Antes de alejarse, se volvió hacia el extranjero. Quedamente, sugirió:
– Si lo que te preocupa es eso, puede que haya algún remedio. Te aconsejo que hables con Pólux.
– ¿Con Pólux? No me dirige la palabra.
– Tú creaste ese problema. Resuélvelo.
Bálder examinó el semblante repentinamente iluminado del capataz.
– ¿Por qué? -interrogó.
– Qué.
– El consejo.
– Yo tampoco quiero que esta situación se prolongue indefinidamente. Pólux fue singular, como tú. Tardó un par de meses en dejar de serlo y encerrarse en el barracón con su botella. Si hay un ejemplo que puedo darte, ése es Pólux. Vivió y gastó su privilegio sin perjudicar a nadie. Incluso salvó bastante, en comparación con otros. Si estás a tiempo de aprender, sólo Pólux puede enseñarte.Te lo dije una vez: no creo que seas un canalla, ni que merezcas todo lo que pueda sucederte. Pero eres peligroso. Ve a ver a Pólux, por el bien de todos.
Bálder quedó meditabundo.
– Hasta luego, maestro -se despidió Aulo.
– Gracias.
– Yo no he hecho nada, no te he aconsejado nada. Re cuérdalo.
– Lo recordaré.
Consumido el almuerzo, Bálder regresó al coro. El clima que allí reinaba, al calor del mediodía, era acogedor, en términos generales. Por lo que se refería a Sexto y Paulo, el primero se afanaba y el segundo fingía afanarse, los dos con la misma paz de espíritu. Desde que Bálder se comportaba como uno más de los artistas, es decir, llevando adelante la sillería sin coraje ni esperanza, Paulo había atemperado drásticamente su fobia hacia él. Quizá el operario compensaba en su memoria el recuerdo desfavorable de la eliminación de Casio con el otro, para él gratificante, del escarmiento del industrioso Alio. El elemento discordante lo constituía si acaso Níccolo, a quien el paso del tiempo, y la paulatina sumisión del maestro al régimen establecido, no aliviaban por completo de los temores que habían hecho surgir en él las anomalías anteriores. Bálder había reducido al mínimo el contacto con sus hombres, y ni siquiera los saludaba al entrar. Las instrucciones las daba a través de Níccolo, con una frecuencia tan baja que le excusaba de hablar con él la mayoría de los días. Bajo la lona, aquel día como tantos otros, todo invitaba a la siesta.