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Capítulo 6 LOS ERRORES

Desde la entrada del coro, Bálder observó la inestable estampa que componían Alio y Sexto, en primer término, y Paulo y Casio, quince o veinte metros por detrás, mientras transportaban, acuciados por Níccolo, los dos primeros maderos de la remesa que acababan de recibir. Sólo remotamente preocupado por la operación que se desarrollaba ante sus ojos, repasó el vengativo razonamiento con que Aulo había ido a darle la noticia:

– Te quedaste sin pretexto para tratar de amargarme la vida, maestro. Ha llegado la madera. Si tienes la bondad de enviar a tus hombres al almacén, pueden empezar a trasladarla y tú puedes empezar a ganarte el jornal.

En aquel instante, Bálder no había experimentado el alivio que se había esforzado en suponer que experimentaría, tan pronto como tuviera los medios para sacar su proyecto del papel en que permanecía confinado. Había transcurrido el tiempo suficiente para que le implicasen, vedándole una vida de estricta santidad artística. Ahora tenía la materia para construir su reino, pero una porción preciosa, acaso indispensable de sus ganas de emprender la tarea se había corrompido.Ya no estaba aislado de la catedral. La catedral se había infiltrado en él y cualquier intento de hacerle frente entrañaba el riesgo de acrecentar la penetración.

Ahora el fracaso, siempre probable en arte, no iba a ser sólo una lesión de su amor propio, sino también un indicio de que erraba sus esfuerzos y una invitación a dejarse caer en las oscuras tentaciones que se le ofrecían. Cualquier hipotético triunfo, por otra parte, podía ser devaluado por alguna de las prestidigitaciones de Horacio, presto a deshacer cualquier ilusión a la que el extranjero tratase de aferrarse en menoscabo de sus propósitos. En otro tiempo Bálder habría porfiado en creer que disponía de un reducto intocable, pero Horacio había sabido golpearle y de paso rendirle a la evidencia de que en la catedral las cosas escapaban a su dominio. Una parte de sí le conminaba a rechazar las aproximaciones del escultor. Otra, por ahora triunfante, le disuadía de oponerse. Al principio había achacado a una reprobable curiosidad su transigencia con las maniobras de Horacio. Ahora comprendía que una vez exhibido ante sus ojos y puesto en su mano un cabo del enigma que le había confundido desde su llegada, se le iba a hacer difícil soltarlo sin haberlo recorrido hasta el otro extremo. Podía ser o era una trampa, pero intuía que no tenía otra salida que tolerarla.

Tres días después de que llegase la madera, fue a verle Camila. Eligió la noche, como al principio, esto es, como antes de unirse a la conjura.Aporreó suavemente la puerta y no dijo Soy yo o Soy Ennius. Ni siquiera insistió, aunque Bálder esperó mucho tiempo antes de acudir a abrir. La mujer apareció ante él cabizbaja y abrochada hasta el cuello, pero descalza, como tenía por costumbre en sus excursiones nocturnas. Luego Bálder olvidaría casi todos los gestos de ella, sus idas y venidas por la celda, sus derrumbamientos momentáneos en la cama o en una silla, la altivez con que acaso reconoció en algún momento haberse ensañado con él. En su memoria quedó nada más un sumario testimonio de lo que hablaron o, indistintamente, de lo que Bálder soñó después al respecto, corrigiendo las imprecisiones de Camila, omitiendo titubeos, abreviando sus propios intentos de repudiarla y rehuir el dolor.

– Para qué, ahora -objetó, desde la puerta.

– Para qué, antes -replicó ella, apoyada en la pared del pasillo.

– He de imaginar que eso tiene alguna explicación, pero no pienso pedirla, Camila.

– ¿Y si te pido yo que me escuches?

– Mi puerta está abierta. Las reglas prohíben que pueda cerrarla.

– Agradecería que te moviera algo menos impersonal.

– Te dispenso de demostrar gratitud, entonces.

Bálder la invitó a pasar y Camila se deslizó sin ruido dentro de la habitación. Una vez en el centro, se volvió hacia él y aseguró:

– Yo no te he atacado, maestro.

– Tampoco me has socorrido -protestó el extranjero, con amargura.

– Estoy aquí. Eso significa algo.

– Te veo. Lo que signifique se me escapa.

– ¿Qué has decidido que soy?

– Una servidora de la catedral, quiero decir, del Arzobispado.

– ¿Sin más?

– Ando corto de ingenio. Me lo absorbe el trabajo y allí tampoco brillo.

– No es eso lo que opina Ennius.

– Ennius no se entera mucho. Aunque terminará por darse cuenta, me temo.

Camila mefíeó la cabeza.

– No subestimes a Ennius -le amonestó.

– Aquí ya no subestimo a nadie.Todos me perjudicáis bastante, en cuanto os doy ocasión.

– No has entendido nada.

– Te ruego que disculpes mi falta de agudeza. Duermo poco.

– Lo hice por ti. Para ti.

– Qué duda podría caberme.

– Estoy hablando en serio.

– Como entonces, cuando llorabas y fingías temblar. La mujer se revolvió con ira:

Yo nunca he fingido bajo un hombre. Cuando he despreciado a alguno, me he ocupado de que lo supiera.

– A mí me has despistado. O es que estaba poco atento.

– A ti no te he despreciado nunca.

– ¿Ni cuando Horacio te dijo que vinieras a verme la primera noche? ¿Ni cuando te sugirió que volvieras? ¿Ni cuando esperaste a que me llevara a aquel lugar para deshacer la comedia?

– Digo nunca.

– Pero no niegas mis acusaciones.

– No tengo por qué -repuso ella, adelantando la barbilla-. Conozco a Horacio, me pidió que averiguara algo sobre ti la primera noche, que me acostase contigo la segunda, que no te viera hasta que él te condujera al sótano y que saliera a quitarme la ropa cuando estuvieras allí. Todo eso es verdad y no voy a negarlo.

– Esos hechos admiten escasos matices.

– Los hechos son nada. Lo que cuenta es que las intenciones de Horacio no tienen nada que ver con mis intenciones.

– Eso lo afirmas tú.

– La primera noche me acosté contigo porque me apeteció, sin que Horacio hubiera mencionado la idea, que debía de parecerle prematura. Todavía hoy lo ignora. La segunda noche hicimos lo que hicimos sólo porque tú lo quisiste, y eso es algo que deberías saber mejor que nadie. Estaba dispuesta a desoír la petición de Horacio. La otra noche salí a la arena porque no había otra manera de probar quién eres realmente. Me serví de Horacio, que iba a llevarte allí. Tú crees que he sido un instrumento de Horacio, pero sólo le he seguido la corriente mientras no estorbaba mis propios planes.

Bálder se había tendido en su lecho y contemplaba fijamente uno de los rincones de su habitación.

– Si por un momento cometiera la ingenuidad de tragarme esa desfiguración de la historia -adujo con lentitud-, no dejaría de desalentarme tanta intriga. No eres quien habría querido. Quien quise y quizá creí que eras. Sin fundamento, eso es cierto.

– Yo no he hecho la intriga. Me han obligado a vivir así. -Horacio maneja una excusa parecida.Tal vez yo mismo acabe utilizándola. Pero eso no quiere decir que la respete lo más mínimo.

– ¿Cómo debería haberlo hecho, según tú?

– No preguntes al último en llegar. Ni lo sé ni me importa. Pudo importarme, si lo hubieras hecho de otra manera, pero entonces no me estarías haciendo esa pregunta.

– Me gustará comprobar que te juzgas con la misma dureza, cuando te llegue el turno.

Bálder sopesó apáticamente la recriminación de Camila.

– Ya comienzo a desentenderme de mi propia suerte, si eso te conforta -explicó-. Algo debo de haber hecho mal, ya que he venido a parar a este sitio. Me refiero a la catedral y a lo que hay debajo. Por mucho que me subleve, debe de ser poco lo que pueda salvar. Que ocurra lo que Dios quiera, que para eso le adoran.

Me decepcionas. Por un momento creí en tus discursos. Ahora veo que tu lengua es mucho más atrevida que tus entrañas. Te derrumbas al primer contratiempo.

– Tuyo es el mérito, en gran parte. Aunque tampoco prometí heroísmo.

– No te escudes en una nimiedad como la de la otra noche. Siempre se encuentra algo, desde luego. Todos languidecen arrellanados sobre una piadosa justificación. Así es como se pudren y así se va a pudrir tu retórica, que es lo único que pareces haber tenido alguna vez.

Bálder se incorporó y observó a la mujer, escandalizado.

– ¿Y quién eres tú para exigir tanto, Camila? -preguntó.

– Puedo ofrecer tanto como exijo. Más de lo que exijo. No tengo miedo a quedarme sola.Ya he aceptado que lo estaré siempre.

– Si es por eso, yo tampoco espero compañía, porque aquí no hay nadie semejante a mí. No es que tenga miedo. Después de considerarlo con cierto detenimiento, me he inclinado por inhibirme, simplemente.

– No me parece una postura demasiado inteligente, si es el propósito.

– Mi postura es sólo lógica -alegó el extranjero, con humildad-. Habéis desbaratado todas las defensas que he intentado. En mis circunstancias, la inactividad es la única salida que recomienda el sentido común. A veces la lluvia escampa precisamente cuando uno se queda mirándola, sin moverse.

– Aquí lloverá siempre, maestro -amenazó Camila. No voy a fiarme de ti ni aunque te eches a la espalda el deber de revelar verdades terribles.

No te pido que te fies de mí. Yo ya nunca podré fiarme de ti.

– ¿Por qué no me dejas en paz, entonces? Podríamos volver a encontrarnos alguna noche perdida, en alguna absurda celebración subterránea.Yo estaría medio borracho y tú aparecerías ceñida y con la mirada pintada de oro o de azul. Me elegirías sin entusiasmo y yo me dejaría escoger sin otro motivo que descansar de la bebida solitaria. Nos divertiríamos o nos amargaríamos con algún juego, nos separaríamos y cada uno podría después, a solas, entender lo que tuviese por más conveniente para pasar las horas oscuras. Seguramente ninguno entendería nada, y la vida continuaría sin incidentes, hasta la próxima.

– ¿Eso es lo que te ha contado Horacio de mí? Te equivocas de mujer.A mí no me interesa esa técnica. Creo que ya conoces a Octavia. Es una experta y fisicamente no puedo compararme. Tantea por ahí, sacarás más fruto.

Bálder simuló interés.

– ¿Insinúas que tu técnica es otra? -inquirió-. Me agradaría que me la describieras.

– No he venido a hacer nada de eso.

– ¿A qué has venido, entonces? ¿Es ya la tercera o la cuarta vez que te lo pregunto? -dudó el extranjero, con desgana.

– He venido a ver el resultado de mi prueba. ¿Ni siquiera sospechas por qué la hice?

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