– No me he detenido a sospechar. Estaba entretenido encajando.
– Desde que te conozco he tenido la impresión de que me engañabas. No puedo decir que pareciera que mentías. Mentir es un acto intencional.Tú hablas y quien te escucha teme que estés engañando porque tú te has engañado antes. Hay algo incongruente en ti. Quieres ser osado con el cerebro, pero tus ojos miran abúlicos. A alguien así no se le puede preguntar la verdad. Hay que arrancársela. Por eso tuve que probarte.
– Uno sólo puede adquirir un número limitado de habilidades.Yo he aprendido a dibujar y a tallar madera. Es muy probable que no sepa enamorar mujeres debidamente, quiero decir, sin obligarlas a herirme para averiguar si me importan en realidad.
Camila dejó que el desencanto se apoderase de su semblante.
– Usas el sarcasmo para escabullirte -dijo.
– Lo uso para no volverme idiota con esta conversación. Si quieres que sea honesto, aprecio en lo que vale el esmero con que tratas de convencerme de tus buenas intenciones, pero no voy a creerte. No es que tenga nada contra ti. No te guardo rencor como no se lo guardo a nadie de los que me han fastidiado hasta ahora. Es como cuando te pica un mosquito. ¿Hay mosquitos aquí? No se puede guardar rencor a un mosquito, pero tampoco se le ofrece la muñeca.
– Yo te ofrezco la muñeca.
– Como chiste, resulta dudoso.
– Como huida, resulta indecorosa.
Bálder enfrentó la mirada de Camila y dedujo, sin ardor:
– Ya no habrá condiciones decorosas entre tú y yo.
– Yo arriesgo tanto como tú -se rehizo Camila-. Eres peligroso, más que ningún otro, porque vales más que los demás y sin embargo te complaces en abandonarte a su misma miseria.
– Creía que ya no veías nada en mí.
– Te equivocas.
– Pero no superé tu prueba.
– No fue una prueba concluyente.
Ahora ella le buscaba con sus pupilas brillantes, volvía a erguirse para que él pudiera sentir la incitación de su cuerpo, suavizaba inesperadamente la voz. El extranjero trató de evitar que todo se mezclara:
– Me niego a aguardarte una sola noche más, Camila. Procuraré librarme de ti.
– Es lo mismo.Yo procuraré impedírtelo.
– No servirá de nada, al final.
– Mientras sirva.
Bálder meditó sin cuidarse de la mujer ni del mundo, como si no hubiera nadie en la habitación. Se sentía agotado, irresponsable.
– Estabas hermosa, en la arena -desveló con negligencia sus pensamientos-. Nunca imaginé que el infierno pudiera ser hermoso.
– Yo tampoco.
– ¿Y qué pasa con Horacio? -interrogó con súbita energía.
– Mi sociedad con Horacio ha terminado.
– La mía no. Creo.
– Quiero que sigas con él. Ve donde te lleve. No podría ganarte si no te expongo.
– ¿A qué?
– Horacio te lo dirá, a su tiempo.
Sin fe, sin desearlo, Bálder opuso la última resistencia:
– Esto es un error.
– No le pongas nombre. Cállate de una vez.
Aquella tercera noche, la de la reconciliación, la de la cobardía mutua y compartida, Camila se adueñó del espacio y del tiempo del rito, le arrastró y le sobrepasó desde el inicio hasta la serie final de consumaciones. Bálder se dejó vencer por la exigencia de aquella mujer que ya se había resignado a contemplar en la distancia insalvable de la pista de arena, jactanciosa e impávida. Lo que había descubierto en la lejanía de no poseerla se aunaba con la proximidad recobrada, de tal suerte que hubo de manejarse con la combinación de dos mujeres distintas que se reemplazaban, se aliaban, se excluían. Camila le desafiaba, cedía, y terminaba siempre retirándose hacia una zona dofíde él no podía alcanzarla. Nunca el extranjero había conocido una intimidad a la vez tan inasible y tan meticulosa.
Mientras ella se agitaba entre sus manos incapaces de sujetarla, Bálder, que había creído disponer de una explicación para la conducta de la mujer, admitió nuevamente su desorientación respecto a Camila. Algo, sin embargo, había cambiado. No la comprendía, pero no le importaba. Aunque la necesitaba y no veía cuándo dejaría de necesitarla, ya no corría el riesgo de poner ninguna esperanza en ella. Por eso, aquella noche, antes de que ella se fuera, preguntó rectamente:
– ¿Volverás o te encontraré alguna otra noche en otro subterráneo?
– Volveré, salvo que prefieras verme en un subterráneo.
– Me es indiferente. Ya te he dicho que no pienso aguardarte más. Ni aquí ni en ninguna otra parte.
– Nos veremos. Aquí o allí, qué más da eso.
– ¿Tardarás?
– Lo necesario para sorprenderte.
– ¿Y si no me sorprendes?
– Siempre te sorprenderé.Te llevo demasiada ventaja.
– Tal vez no me lleves tanta.
– No sigas por ahí, maestro. Es pronto para que pretendas estar a salvo de mí.
– Pero lo estaré -la retó Bálder.
Camila dudó antes de asentir:
– Seguramente, si no sé impedirlo.
Bálder experimentó una repentina simpatía hacia la mujer. Por encima de las reservas recíprocas, quiso darle una oportunidad de decir la verdad:
– Cada uno sabe aproximadamefíte lo que vale y yo sé de sobra que no valgo tanta constancia. Me gustaría poder imaginar para qué te propones utilizarme, Camila.
Ya te estoy utilizando.
– ¿Para qué?
– Para salir de aquí, naturalmente.
– Sigues dentro. Los dos estamos dentro.
– Tal vez sea así como acabe, cuando te acostumbres y yo también termine por acostumbrarme. Pero de momento es diferente. Hasta ahora mis límites eran, más o menos, Ennius y Horacio. Nada más acá, nada más allá. Tú eres otra cosa.
– ¿Del lado de acá o del lado de allá?
– De ninguno, todavía. Eso es lo que me obliga a soportar tus bajezas.
– No buscamos lo mismo -intentó desilusionarla Bálder.
– No tememos lo mismo. Pero eso puede variar. Deja que Horacio te muestre su territorio.
– ¿Y si elijo no temer?
– No volverás a tocarme.
– Por una vez, sabré el precio.
Una parte del precio.
– ¿Y el resto?
– Depende de la razón por la que decidas no temer. Horacio no ha pagado como pagaron otros. Tú no eres como Horacio y tampoco como los otros.
En ese preciso momento, Bálder deploró estar a merced de las maquinaciones de los infelices que poblaban la catedral.Tenía a Camila delante y a ella le arrojó su despecho, sin violencia, acariciando las palabras:
– Quiero que sepas algo, aunque seguramente no debería ser tan franco contigo. No persigo nada aquí. Ni en la catedral. Ni en lo que me descubre Horacio. Ni siquiera en ti. Recuerdo que yo traía algo mejor. Iba a consagrarme a cuidarlo, a hacerlo más fuerte. Pero de pronto me encuentro con que lo he perdido. Para siempre o por ahora, por mi culpa o por la vuestra, para mi mal en cualquier caso. Sólo me quedáis vosotros para ocupar el tiempo y no tengo coraje para desprenderme del tiempo. Por eso estoy aquí. Pero si algún día puedo volver a mi sitio, lo haré. No debo lealtad a ninguno de vosotros.Tampoco a ti, querida.
Camila sonrió plácidamente.
– Todos traíamos algo mejor -dijo-.Yo también he soñado que estaba limpia y que volvía a estarlo. Hasta que me di cuenta de que me moriría sucia de esto. Cuando te convenzas, querrás aprovechar cada segundo. Buscarás en todos y en todas partes, y no podrás tenerme compasión como ahora porque trato de conseguirte.
– No te compadezco.Te observo.
– Eres un indeseable.
– Supongo que tienes razón.
– Siempre -se despidió Camila, poniendo un beso en la palma de la mano y dejándolo caer mientras salía de la celda de Bálder.
Durante las jornadas que siguieron, en la nave fue imponiéndose poco a poco un ambiente de trabajo más o menos organizado. Níccolo velaba por la disciplina y Alio por la ejecución de la labor de carpifítería. Contra la previsión de Bálder, su segundo dejaba que Alio le aconsejara respecto a la manera en que la madera debía ser tratada. El carpintero, por su parte, se conducía con tiento y era el primero en atender las órdenes que daba Níccolo en el ejercicio de sus responsabilidades. Bálder despachaba regularmente con los dos, siempre que podía con ambos a la vez para evitar rencillas. Pero cuando estuvo solo con Alio, no hubo la menor alusión a su coincidencia en el subterráneo. Tan sólo Bálder debía esforzarse por separar al hombre en ropa de trabajo del individuo impasible que se paseaba con una rubia borracha al cuello por las profundidades nocturnas.
Mientras los hombres trabajaban en las piezas de la estructura, Bálder comenzó a ensayar en bloques y planchas sueltos tallas y relieves. Hendía la madera con sus gubias sin pararse apenas a pensar. Tomaba la dirección que seguían sus manos a partir de las primeras heridas que abría con sus herramientas, recogiendo al paso las formas que había apuntado en los bocetos. Golpe a golpe, surco a surco, desbordaba la idea que había puesto en el papel y llegaba a resultados imprevistos. Faenaba fríamente, usando el arte como una evasión que le relevaba de sus cavilaciones. Aquello que hacía no era, en modo alguno, lo que había planeado en las horas de la tormenta de nieve, cuando había concebido la sillería. Era un pasatiempo, una renuncia, una rutina sin ambición. Como artista que era o había sido, podía distinguir cuando luchaba por atrapar lo desconocido de cuando sólo se entretenía probando sus mañas, sin atreverse a rozar lo que su alma ansiaba dar al mundo.Y sin embargo, tarde tras tarde, al examinar con recelo lo que había hecho durante el día, hallaba que sus obras podían embaucar a un juzgador desprevenido. Recordaba más de un día de trabajo obsesivo que había arrojado resultados muy inferiores a los de aquellas improvisaciones. Fuera como fuese, no le servía de consuelo.
El capataz, una vez que hubo puesto a disposición de Bálder los suministros, recuperó el gusto por aparecer por el coro, licencia que se había abstenido de tomarse mientras estaba en deuda. La primera vez que se acercó por allí, una semana después de recibir la madera, los hombres estaban en plena actividad y el extranjero acuchillaba una tabla de mediano grosor. Aulo atravesó el coro observando de reojo los movimientos de los operarios y se detuvo junto a Bálder. Éste continuó a lo suyo, a pesar de la presencia del capataz. Cuando notó que estaba tras él, se concentró en seguir atacando la madera.
– No pareces un aficionado -aprobó cautelosamente Aulo.
– Si tratas de halagarme pierdes el tiempo. No eres un crítico autorizado -estimó Bálder, sin énfasis.