Se interrumpió, indeciso, desconcertado por el eco de su voz, hasta que al cabo de una apresurada reflexión se le ocurrió por dónde seguir:
– Así que éste es un día de alegría y de pesadumbre ala vez. Alegría por la distinción de que he sido objeto, que engendra en mí la esperanza de hacerme acreedor a la confianza de todos vosotros; y pesadumbre por quien se marchó, de este mundo, que no de nuestros corazones. Aunque él ya no esté entre nosotros, mantendremos siempre en nuestras oraciones a quien nos condujo hasta hace unos días. También os ruego que recéis por mí, para que me sea dado tener en mis decisiones el acierto que él tuvo en todo trance. Éste es el principio que me impulsa y la balanza en que pesaré mis acciones. Hasta donde me alcancen las fuerzas, en mí tendréis a un padre infatigable y a un hermano solícito. De vosotros espero sólo la misma dedicación que demostrasteis mientras él nos dirigía. Premiaré con júbilo a aquellos que perseveren en la senda de la santidad y el sacrificio y demandaré con disgusto, pero sin flaqueza, el castigo de aquellos que se aparten de ese sagrado camino. No me resta más que suplicaros que cada uno continúe con su preciosa aportación y que excuséis las equivocaciones en que la inexperiencia o mi imperfección me hagan incurrir.
Un silencio sepulcral acogía las palabras del Arzobispo. Este dudó entre dar por rematado su parlamento o añadir algo que tomaba rápida forma en su cerebro. Antes de haberlo discurrido hasta sus últimas consecuencias, optó por dejarlo caer sobre las conciencias de quienes, expectantes, llenaban la capilla:
– Hay algo más. Juzgo superfluo ponderar cuál es el proyecto de más inmediata trascendencia en que el Arzobispado se halla comprometido. Sé que mi antecesor partió con la amargura de no verlo realizado. Como símbolo visible de mi devoción por él, solemnemente formulo hoy ante vosotros el propósito de finalizar la obra que él inició. No escatimaré recursos ni desvelos para conseguir que la construcción del templo sea coronada.Todos aquellos que no deseen acompañarme en esta empresa, tienen la oportunidad de ceder a otro su sitio. Mi ira caerá sobre cualquiera que obstruya, demore o no persiga con absoluto fervor el objetivo que os señalo. No toleraré la presencia entre nosotros de quienes, tal vez por la indulgencia de quien me precedió, han contribuido al retraso de la obra. La catedral es el emblema de nuestra fe. Cualquiera que dude de ella duda de nuestra fe y, desde hoy, duda también de mí. En defensa de ella y de mi autoridad me abocará a adoptar las más desagradables determinaciones. No quiero reteneros por más tiempo. Que la paz sea siempre con vosotros.
Esta vez nadie vaciló. El Arzobispo había concluido. Todos se pusieron en pie y repitieron al unísono los salmos que el canónigo adiestrado para ello se aplicó a rescatar del libro. El Arzobispo permaneció sentado, moviendo los labios sin emitir ningún sonido, sin ajustarse siquiera al texto del salmo que en cada instante tocaba pronunciar. En su alma había una súbita euforia. Había dado con el método para ejecutar su venganza. No iba, desde luego, a terminar la catedral en memoria del viejo al que había detestado y que nunca había mostrado el menor interés por el templo. Iba a hacerlo porque sólo así podía ahogar los latidos del monstruo. Al fin comprendía que la obra, siempre informe, siempre a medias, era el instrumento que le había desposeído a él y antes, y aún después de él, a tantos otros infortunados. Mientras la obra no quedara completa, seguiría atrapando extranjeros, malogrando ilusiones e inmolando artistas en beneficio de la perversa finalidad para la que había sido establecido el Arzobispado. Cuando él consagrara la catedral, con todas las torres que el arquitecto había soñado apuntando al cielo, sólidamente asentadas sobre la nave de exageradas proporciones, no sólo privaría de sentido la existencia de los canónigos, los funcionarios y los demás que le acompañaban en aquel instante. El propio Arzobispado se consumiría con la expiración del proyecto. Juró que vería ese día, y que después se despojaría de todas sus dignidades eclesiásticas, recuperaría su nombre auténtico y volvería a su patria para morir allí, sin otra compañía que sus recuerdos de las víctimas, desde Camila hasta la trémula Náusica que había dejado fructificar en su vientre la semilla infausta.También juró que salvaría a aquella niña a la que nunca podría amar, nacida de él y del monstruo, e incluso al nuevo extranjero que debía sucederle, tras fecundarla y matarla a ella y cerrarle a él los ojos en lo más oscuro de alguna otra madrugada miserable.
Una tarde de invierno, mucho tiempo después, mientras dormitaba en su habitación del palacio, entre la ventana y la cabeza esculpida por Núbila treinta años atrás, el Arzobispo, humillado por la negra silueta de la catedral inacabada, hubo de recordar aquel juramento como la ligadura con la que Dios, tras el esfuerzo de elegirle, había sabido vincularle a Su inextricable proyecto.
Madrid-Getafe-Cala Llombards-Viena-Düsseldorf
24 de junio de 1992 – 7 de enero de 1996