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– Náusica.

– Oí rumores. Que padecía una enfermedad, una debilidad de la sangre. No los creí. ¿Por qué habría de creer a un ensotanado que viene a interrumpir mi sueño?

– ¿No me reconoces?

– ¿Quién eres, para que deba reconocerte?

– El tallista.

– ¿Qué tallista?

Hizo como que se esforzaba en recordar, pero pronto se dispersó y murmuró, afligido:

– ¿Es cierto que está muerta?

– Sí.

Pólux quedó absorto en sus pensamientos.Tenía la mirada empañada de alcohol y de lágrimas.

– Yo la quería, como a nada en el mundo -explicó-; más de lo que quería todo lo que me había quitado.Y la quiero todavía. Sólo vivo porque por las noches ella vuelve a mí, y cura mis heridas con sus manos pálidas.Yo no la merezco, pero ella regresa, cada noche, a aliviarme de mis pecados. Siempre joven, siempre limpia de mácula. Tú no conoces la suavidad de su piel, la profundidad de sus ojos. Tú no tienes derecho a hablar de ella, siquiera.

Rehaciéndose, le increpó:

– Así que eres un mentiroso. Ella no ha muerto. No morirá nunca. Es demasiado bella para morir. Lárgate y déjame solo, fraile idiota.

– No soy un fraile -protestó él.

– ¿Y qué eres entonces? -le desafió el otro.

En ese preciso instante comprendió que no sólo Pólux le había olvidado. Él mismo no podía afirmar por segunda vez que era quien había pretendido ser hacía un par de minutos.

– Un artista sin arte, supongo -confesó.

– Pues encuentra tu arte, dondequiera que lo perdieses, y déjame a mí en paz con el mío. Como podrás comprobar, estoy sumamente ocupado.

No volvió a ver a Pólux. Murió de neumonía, con los primeros fríos del otoño. Por esa misma época, recibió las órdenes y se le asignó su primer destino como canónigo. Se encargaba de administrar el régimen disciplinario a los funcionarios del palacio. Instruía las causas mecánicamente y proponía las penas sin clemencia, limitándose a aplicar lo que estaba escrito en los códigos, siempre cambiantes, donde se recopilaban los decretos arzobispales que habían sido promulgados desde el principio de los tiempos. Era una tarea rutinaria e inferior, en la que le mantuvieron durante unos dos años.Transcurrido ese periodo, le adjudicaron su primer cometido relacionado con la obra, similar al que había desempeñado en otro tiempo Ennius. Recibió a varios artistas, los supervisó, decidió la desgracia de algunos y la fortuna transitoria de otros. Aunque siempre, formalmente, necesitaba el refrendo de otros canónigos de mayor rango, ya que a él, como canónigo más o menos subalterno, sólo le cabía hacer sugerencias, nunca fue desautorizado. Periódicamente se entrevistaba con los secretarios, quienes mostraban hacia él una adulación inquebrantable. Sisu destino era el que con mayor o menor claridad se le había garantizado, una de sus primeras disposiciones consistiría en prescindir de todos ellos. Al quinto año, y tras haber sido favorecido con sucesivos ascensos, hasta ser nombrado vicesupervisor general, fue apartado de la obra. Participó destacadamente en la purga de los altos canónigos a quienes diversos accidentes habían vuelto inservibles para los intereses del Arzobispado. No le tembló el pulso cuando hubo de intervenir en la defenestración de Gracchus, que había sido su superior inmediato, ni cuando tuvo que afrontar la definitiva eliminación de Tullius. El primero arrostró con dignidad su suerte, mientras el segundo imploraba como una vieja histérica. El, por su parte, no obtuvo la más mínima satisfacción al desarrollar aquella tarea. Tullius, cuyas patéticas amenazas había tenido que sufrir años atrás, tan sólo le inspiró una mezcla de lástima y repugnancia.

El día en que su hija cumplió siete años, le permitieron al fin visitarla. Era una niña de expresión ausente y triste, asombrosamente idéntica a su madre, que se inclinó ante él y besó su mano bajo la nerviosa vigilancia de sus institutrices. En aquella primera ocasión, le estremeció el contacto de aquella criatura casi irreal, por cuyas venas se suponía que circulaba su misma sangre y a la que sin embargo sentía tan ajena como la luz de las estrellas. Después fue a verla a menudo, aunque no sabía cómo tratarla ni qué era lo que podía o debía decirle, y percibió con desaliento que la niña alimentaba hacia él, acaso impelida por quienes la cuidaban, un amor al que él sólo podía corresponder con un fingido cariño, valiéndose de golosinas para preservar el engaño. Sólo a veces, cuando miraba en el fondo violeta de sus ojos o acariciaba sus cabellos dorados, experimentaba turbios sentimientos en los que rehusó indagar.

Durante los últimos años, mientras la salud del viejo se deterioraba, le tuvo junto a él, con el doble cálculo de que aprendiera a manejarse en los más ocultos laberintos del Arzobispado y de que, al mismo tiempo, los demás se fueran haciendo a la idea de que era el destinado a sucederle. El viejo no le dio consejos, ni le aleccionó en modo alguno. Simplemente le llamó a su lado y le instó, sin demasiado énfasis, a que estuviera atento a descubrir cuanto pudiera por sí mismo. Durante largas veladas leía para el viejo extensos trozos de libros paganos que una sombría sirviente le proporcionaba antes de entrar en la habitación. El anciano nunca le agradeció que le leyera aquellas páginas, en las que se referían historias crueles, licenciosas o inauditas, ni tuvo para él ningún gesto de afecto. Cuando estaba cansado, se limitaba a pedirle, con un ínfimo movimiento de su mano de esqueleto viviente, que cesara la lectura y saliera de la estancia.

A medida que el desenlace se fue acercando, los secretarios comenzaron a vivir una irreprimible excitación, compartida por los altos canónigos que quedaban después de la limpieza que en buena medida, gracias a la astucia del viejo, había sido protagonizada por él. Todos le urgían a que fuera haciéndose cargo de las responsabilidades que el moribundo no podía asumir, pero él les recomendó paciencia. Siguió leyendo aquellos libros impíos junto a la cabecera del viejo, que ya no tenía ni siquiera fuerzas para detenerle con el acostumbrado ademán. Muchas noches velaba junto a su lecho hasta el alba. Al entrar por la ventana el primer rayo de sol, se cercioraba de que el cuerpo desfallecido seguía alentando y abandonaba sus aposentos. Con invariable rudeza, disolvía a los buitres que aguardaban fuera, recriminándoles su vergonzosa ansiedad.

Una noche, en mitad de la madrugada, tuvo de pronto una intuición. Cerró el libro y miró al viejo, que yacía inmóvil. Nada diferente de lo que había sido durante las últimas dos semanas. No había hecho ruido, ni siquiera había producido el más leve estertor. Pero supo que había muerto; en ese mismo instante, cuando más impenetrable era la oscuridad. Cerró sus párpados y esperó hasta el amanecer, quieto ante el cadáver, tratando de entender cómo era que estaba allí, él, que sólo había buscado permanecer leal a un arte del que ni siquiera conservaba losrudimentos y a un espíritu que le había sido trastocado. Esa noche, mientras los huesos del viejo se helaban lentamente, juró que vengaría al artista desprevenido que había sido antes de que le envolvieran en aquella sotana.Aunque nada de lo que hiciera en adelante pudiera ayudarle a recobrar lo que había dejado atrás, aunque fuera cada día más el otro que jamás había querido ser, se impuso el deber, en homenaje al extranjero de quien nadie guardaba memoria, de no creer jamás en nada de lo que creían los canónigos. Pero además de este escepticismo, que no le diferenciaba en mucho del hombre lúgubre que se enfriaba sobre el lecho arzobispal, tenía otra obligación, más ardua y no menos irrenunciable: debía infligir al monstruo que le había devorado las entrañas el mismo daño que a él le había sido infligido. Todavía no sabía cuándo ni cómo, ni dónde podría enfrentarle, pero disponía de una cantidad ingente de tiempo para investigarlo.

Por la mañana, dio a todos la noticia y ordenó que se hicieran los preparativos necesarios para enterrar al viejo y llevar a término la sucesión. Una avalancha de sugerencias, consultas, lisonjas y recordatorios de lo que las normas prescribían siguió a su liso y llano requerimiento. Somnoliento y fastidiado, abortó con un gesto aquel alboroto con que los secretarios y los altos canónigos se aprestaban a ponerse a su servicio. Les exhortó a que se las arreglaran solos y se retiró a descansar hasta el día siguiente.

Ahora había transcurrido una semana. El canónigo que había al otro lado del altar seguía con su monótona salmodia y el Arzobispo había agotado otra vez la desdichada historia de su designación. Era notable que de aquellos diez años se hubieran desdibujado casi todos los pormenores, como si en ese lapso no hubiera vivido sino sumariamente, en su calidad de sombra sumisa. Miró a su alrededor y reparó en que todos los presentes asistían paralizados al giro que describía su rostro. Desde aquel día, todos, los que estaban en la capilla y los que no, eran sus servidores. Sin embargo, recordó lo que el viejo le había advertido acerca de los límites de su poder. Debía dar con la forma de traspasar estos límites, porque no era de aquellos hombres de quienes deseaba desquitarse, sino del monstruo. No ignoraba que su labor, de resultar fructífera, había de suponer la destrucción de todos ellos, pero no era destruirlos lo que le preocupaba.

Mientras el canónigo volteaba la última página de su recitación, el Arzobispo apoyó la mejilla en su mano y extendió su índice hasta tocarse la sien. Según el rito, a continuación había de dirigirse a sus súbditos, a quienes nada tenía que decir. Por su cabeza revoloteaban retazos de las cosas sobre las que había estado meditando, y nada que procediera utilizar para componer su inminente alocución. Cuando el canónigo, casi sin voz, terminó su extenuante parte en la ceremonia, aquel de quien todos estaban pendientes dejó pasar medio minuto, intentando ordenar sus ideas. Al cabo de ese tiempo, se vio forzado a inventar, improvisadamente:

– Hermanos, éste es un día confuso para mí. Por una parte, me ha sido encomendada una sublime y difícil responsabilidad, que me enaltece más allá de lo que honestamente creo que toca a mis méritos. No me quejaré, ya que tal es la voluntad de Dios. Acepto tanto el honor como la carga, acaso excesiva para mis hombros. Por otra parte, no puedo dejar de evocar, con dolor inexpresable, la figura de mi predecesor, a cuya generosidad debo estar hoy aquí. En todo momento trató de enseñarme cómo es posible ser justo, benévolo y firme, sin que la benevolencia entorpezca la justicia ni la firmeza merme la benevolencia. Como hombre y mortal, mis faltas son innumerables. Sólo aspiro a ser digno de su magisterio y de todos vosotros, hermanos, porque soy vuestro siervo al tiempo que vuestro Arzobispo.

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