Литмир - Электронная Библиотека

Capítulo 11 HUNDIMIENTO DE ENNIUS

Pasaron los días, amontonándose unos sobre otros como Bálder, tras quemar la talla de Náusica al pie de las torres, fue amontonando contra la pared, sobre el suelo, en cualquier parte, los trabajos en que sin ninguna fe ocupaba las jornadas.Ya no tallaba nada que tuviera que ver con lo que alguna vez le había importado: se limitaba a reproducir fragmentos que tomaba al azar de los primeros bosquejos que había realizado para la sillería de la catedral. Apenas cruzaba palabra con los otros, pero a la vista de aquellas piezas inútiles, Bálder había de reconocerse tan rendido y adocenado como el resto de los habitantes de la obra.Y a pesar de todo, insistía.Trazar con sus herramientas aquellas formas ya sin significado era también una manera, dañina pero accesible, de medir el tiempo. El extranjero sostenía una espera, y aunque no sabía qué era lo que aguardaba, no podía dejar de gastar cada uno de los instantes. Hacer que sus hierros siguieran hiriendo la madera, sin dirección, sin propósito, era dejar que la costumbre le relevase del esfuerzo de decidir, permitiéndole deslizarse sin poner nombre a la nada que sucedía dentro y fuera de su espíritu.

Tan encallado y estragado se sentía que en ocasiones daba en desear que Ennius fuera autorizado a llevar a término las amenazas que le había manifestado en su última entrevista. No descartaba que algún día, cuando Náusica se aburriese del juego para el que había elegido a Bálder, el canónigo obtuviera los poderes necesarios para desquitarse. Posiblemente éste era el desenlace que esperaba y a él sólo le correspondía mantenerse en aquella atareada inacción durante el espacio suficiente. Pero después de haber sometido a prueba a Ennius y haberle visto claudicar, le costaba poner alguna esperanza en el canónigo. Entonces su inmunidad le pesaba como un bloque de piedra que le hubieran echado a la espalda; como si no fuera, en definitiva, otra cosa que la argucia con la que Náusica le tenía prisionero. En cuanto al hecho de que la hija del Arzobispo le distinguiera con su atención y con su inusitada paciencia, principalmente tendía a achacar ambas cosas, sobre todo la paciencia, a algún antojo no demasiado vehemente. Otras veces, en cambio, imaginaba que la muchacha alimentaba, en realidad, una enfermiza obsesión. Bastaba evocar, no obstante, el hielo violeta de su mirada, para sospechar que cualquier palabra que ella hubiera pronunciado y Bálder hubiera podido interpretar en tal sentido no pasaba de ser un espejismo.

Tal vez habría muerto sin ruido, en aquel estado de anonadamiento, pocos o muchos años después, si cierta mañana una desusada visita no hubiera acudido a arrancarle de su letargo. Salía de su celda, después de desayunar, cuando dos hombres de imponente estatura y negros atavíos se interpusieron en su camino. Reparó en las manos enguantadas, en los bastones también negros y relucientes que les colgaban de la cintura, y sólo se atrevió a alzar la vista al rostro de uno de ellos cuando oyó la comprobación, o la orden:

– Eres Bálder, el tallista.

– Sí -repuso u obedeció.

– Debes acompañarnos -informó, cortésmente, el otro guardián.

– ¿Adónde? -preguntó, sin la ilusión de que le contestaran.Absurdamente se acordó de haberle prometido al capataz algo para el momento en que fueran a buscarle, pero no pudo juzgar si cumplía o no con su promesa. Era como un enfermo incurable que recibía al fin la visita de la muerte, cuyo horror había creído infundadamente aceptar. Aquello era nuevo, y Bálder se notó tan débil como nunca lo había estado ante la obra.

El guardián que había hablado en primer lugar se apiadó:

– Se nos ha encomendado que te llevemos al despacho del canónigo Ennius. Es todo. No debes temer.

– Comprendo -dijo Bálder, sin poder dejar de temerles.

Caminó delante de los dos hombres por escaleras y corredores, recorriendo en sentido inverso, aproximadamente, el mismo itinerario por el que meses atrás le había guiado una todavía desconocida Camila. Meditó sobre el tiempo transcurrido y sobre las cosas que habían pasado, se habían corrompido o desvanecido desde entonces.Vio en un segundo las horas de labor en el coro, las noches con Camila, las conversaciones con Núbila, su iniciación al mundo oculto con Horacio, las fugaces apariciones de Náusica. Con el rostro de ésta inundándole el pensamiento, traspuso el umbral de la antesala, que le franqueó uno de los guardianes. No estaba allí, por cierto, la gris mujer llamada Leda a la que pertenecía un trozo insignificante de su recuerdo. Uno de los guardianes abrió la puerta del despacho y le invitó a pasar. Bálder, como en sueños, entró. La puerta se cerró tras él. Tardó un poco en darse cuenta de que quien allí le aguardaba no era Ennius.

La mujer no vestía como el común de las funcionarias del Arzobispado. Bálder, sin embargo, conocía aquella indumentaria. La había visto en la reunión nocturna donde también había conocido a Náusica. Pronto reparó en que la mujer era una de las que habían asistido a aquella reunión. Estaba arrellanada en el sillón de Ennius. No había nada sobre la mesa. Los estantes del despacho estaban vacíos.

– Puedes sentarte, si te apetece -indicó la mujer, sonriente-. Ponte a gusto. Nadie va a venir a amonestarte.

– Cuando dices nadie, quieres decir Ennius -supuso Bálder, procurando rehacerse. El despacho, decididamente, había sido limpiado a conciencia de cualquier rastro del canónigo.

– Quise decir nadie. ¿Sorprendido?

– Quizá. ¿Quién eres tú?

– Eunice -gorjeó la mujer.

– ¿Y qué es lo que quieres de mí? Si es algo a lo que no puedan forzarme esos dos que se han quedado ahí afuera -titubeó-, me veo en el deber de advertirte que no accederé.

La mujer entornó los ojos. Era muy pálida y lucía una melena negra y ensortijada. Cuando alzó los párpados, dejó al descubierto unos iris de color amarillento.

– Los guardianes no se han quedado afuera -explicó-. Han ido a atender otras obligaciones.

– En ese caso, no importa lo que quieras de mí. Pierdes el tiempo.

– Personalmente no deseo nada de ti. Se me ha encargado que te buscara y te enseñara esto -y señaló con un movimiento de su nívea mano toda la extensión del que había sido el despacho de Ennius.

Bálder reflexionó durante un par de segundos.

– Me has encontrado y me has enseñado esto -resumió-. Si el propósito era que sacase alguna conclusión, no se me ocurre nada que merezca la pena. Creo que es hora de que me vaya a la obra, si no tienes inconveniente.

– Hay algo más. Debo llevarte a presencia de alguien.

– Eres algo flaca y no pareces muy fuerte. Sin la ayuda de los guardianes dudo que puedas obligarme.

Eunice dejó escapar una risa maliciosa.

– Mis instrucciones son persuadirte, no obligarte -aclaró.

Bálder se había repuesto casi por completo del efecto que la aparición de los dos guardianes a la puerta de su celda le había producido.

– Es demasiado temprano y demasiado tarde a la vez -declaró, con hastío-. No digo que no puedas resultar atractiva, pero en los últimos tiempos he perdido en buena parte el apetito por las mujeres. Sólo me asalta algunasnoches, cuando me harto de estar solo. Prueba entonces.

– No se me ha pasado por la cabeza recurrir a esa forma de persuasión -se escandalizó Eunice-. No soy una prostituta.

– ¿No? -se extrañó Bálder-. Es curioso. Creí que todos aquí éramos prostitutas. El Arzobispado paga y nosotros abrimos de par en par el alma. El Arzobispado derrama su simiente y todos concebimos y abortamos un pedazo de monstruo. La suma de todos los pedazos es lo que llaman la obra. Disculpa mi manera de hablar. No suelo hacerlo más que conmigo mismo la mayor parte del tiempo.

– Puedo entender lo que dices. Estoy informada de tus andanzas.

– Todo esto es completamente estúpido. Me han traído aquí para que vea que a Ennius le ha pasado algo malo. Lo he visto y no tengo ganas ni necesidad de conocer los detalles, así que no hay por qué dedicarle al asunto más tiempo. Con tu permiso, me voy.

– Si lo haces, tal vez envíen de nuevo a los guardias -fantaseó Eunice, acariciándose una sien.

– ¿Es una amenaza?

– Es una posibilidad. No podría asegurarlo.Yo no soy quien daría la orden.

Bálder se dejó caer sobre el asiento que había ante la mesa de Ennius.

– Voy a serte franco, Eunice, quienquiera que seas -admitió, con cansancio-. No me ha agradado que esos dos hombres vinieran a buscarme esta mañana. Por un momento he temido que mi integridad corría peligro.Y no soporto el dolor fisico.

– Una reacción razonable.

Quiero decir que si mi opción es entre ir voluntario a visitar a quien sea y obligarte a que esos hombres me obliguen, no estarnos donde creía estar. Si lo que se me pide puede ser arreglado por los individuos de los guantes, descuida; les ahorraré gustoso el trabajo.A menos que quiera verme cierta persona, ante la que sólo compareceré por la fuerza.

Eunice se aproximó. Con voz susurrante, repuso:

– No es exactamente como lo pintas. En principio, aquel a quien obedezco prefiere no tener que recurrir a ninguna clase de violencia. Nadie quiere que sufras el más mínimo daño.

Bálder arrugó la frente.

– Pongamos entonces que me has persuadido -concedió-; no discutamos por la palabra. ¿Ante quién has de llevarme?

– Su nombre no te diría nada.

– ¿En qué se ocupa?

– Es uno de los secretarios del Arzobispo. Yo soy su ayudante.

– Ya veo. ¿Y no habría sido más sencillo que me llevaran los guardianes ante él?

– Quiso que pasaras por aquí antes. Pensó que acrecentaría tu interés por verle.

– Han sido los guardianes quienes me han impresionado. No me asombra que este despacho esté vacío. Hace siglos que no sé de Ennius. Casi le había olvidado.

– Pues ayer mismo estaba aquí, dictando el último memorándum en el que pedía tu expulsión de la obra. Un memorándum apasionado, pero reiterativo. Ennius debió haber sopesado el silencio que encontraron sus anteriores peticiones. Sobre ciertos particulares, la dirección de la obra tiende a pronunciarse por omisión.

Bálder se echó hacia atrás en su asiento y colocó el pie derecho sobre el filo de la mesa.

– Lamento profundamente la torpeza de Ennius -deploró, nostálgico-.Ya no podrá esparcir su caspa por esta habitación y en su sillón se sienta ahora una mujer que se burla de su diligencia. ¿Hay algo más en lo que debas instruirme?

56
{"b":"89052","o":1}