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Capítulo 14 EN EL SAGRARIO

Entre las sombras nocturnas del palacio, sin otra ayuda que las lámparas que en los corredores lucían a largos intervalos, Bálder recordó sin dificultad el camino que llevaba hasta los aposentos de Náusica. Sólo le salió al paso, remoto tras alguna de las ventanas que se abrían en los recodos, el frío resplandor azulado de la luna llena. Bajo ella todo parecía espectral en el claustro circundado por las cuatro alas del edificio. La planta donde habitaba la hija del Arzobispo estaba desierta y silenciosa. Las campanas habían dado ya la medianoche. En un vestíbulo más o menos apartado, por el que habría llegado a aquel piso si hubiera tomado la escalera principal y no el dédalo por el que Horacio le había guiado, vio a un guardia fornido, de rostro infantil, que cabeceaba sobre su mesa. Ante él, apenas sujeto por las manos enguantadas, yacía el bastón. Pese a su aparatosa complexión y la amenaza del arma, el guarddia no daba la sensación de constituir un obstáculo que debería tener en cuenta. Bálder lo constató como una facilidad de la que tal vez prefería disponer, pero no le causaba ninguna alegría. En realidad, había olvidado la última vez en que había sentido algo que mereciese aquel nombre, y no era precisamente aquella noche cuando esperaba recobrarlo.

Sin cuidarse de nada más, caminó hasta la puerta deNáusica. No llamó. Probó y no le sorprendió que la llave no estuviera echada. Empujó la puerta y pasó dentro. Una tenue luz, que era a medias la claridad que entraba de fuera y a medias el candil que ardía junto a la cama, reinaba en la extensa habitación. La hija del Arzobispo estaba levantada, es decir, echada sobre su diván.Tanto éste como la mesita habían sido colocados más cerca de la ventana que la otra vez. La ventana estaba abierta y por ella penetraba una brisa tibia que llenaba la estancia de aromas vegetales. Los olores silvestres que llegaban del exterior se mezclaban con una fragancia prisionera: sobre la mesita, en el jarrón en el que sólo había una la noche de su visita anterior, el extranjero contó hasta siete rosas blancas.

Náusica escudriñaba la luna más allá de la ventana y no dejó de hacerlo cuando Bálder cerró la puerta.Vestía un ligero camisón, que colgaba de un par de finísimos tirantes sobre sus hombros desnudos. También llevaba los brazos descubiertos, y sobre uno de ellos apoyaba la barbilla donde terminaba o empezaba su perfil impasible. El tallista avanzó y tomó asiento a unos siete u ocho pasos de ella. Desde esta distancia, sin temer que ella se moviera o hablase, la observó desembarazadamente. Se había alisado y en parte recogido el cabello plateado, se había maquillado para acentuar la palidez de su piel, desde la frente hasta más abajo de las clavículas, y había teñido sus gruesos labios de color sangre. Sus ojos se imponían a la penumbra que desvaía todos los objetos. Bálder pensó que ella podía saber que él vendría justamente aquella noche o llevar decenas de noches componiendo y descomponiendo aquel disfraz. Resultaba difícil decidir qué posibilidad era más turbadora. Ahora que al fin había aceptado acudir a ella, después de tanto evocarla como una especie de fantasma inconcebible, comprobaba que no estaba preparado para enfrentarse con la hija del Arzobispo. A pesar de todo, quiso impedir que Náusica estimara transcurrido el tiempo preciso para deslumbrarle e iniciara la conversación. Titubeante, dijo:

– He venido -y por descubrir cómo sonaba en su voz y en medio de aquel silencio, pronunció su nombre-: Náusica.

La muchacha dejó caer los párpados y volvió a abrirlos al instante. De este modo, enteró a Bálder de que hasta entonces no había producido el menor parpadeo. Con su mano libre se arregló innecesariamente uno de los tirantes del camisón. Podía interpretarse como toda la respuesta que iba a dar a las palabras del extranjero. Continuaba absorta en la luna que la azulaba. Bálder habló de nuevo:

– ¿Ni siquiera te interesa que te explique por qué he venido?

Náusica cerró los ojos, esta vez durante un par de segundos.

– Eso es lo que menos me interesa, de todo -repuso. Sugieres que no te hace falta que te lo explique. Que ya lo sabes, por ejemplo.

– Te equivocas. No lo sé.

– Es una pena que los esfuerzos de los hombres de Livius y de él mismo resulten tan infructuosos. Me tiene vigilado día y noche y tú no sabes por qué he venido.

– Te repito que a mí me da igual por qué hayas venido. Así que Livius no tiene por qué molestarse en averiguarlo.

Bálder se puso en pie y fue a sentarse frente a ella, en una silla que había al otro lado de la mesita. Cogió una de las rosas del jarrón y se aplicó a sacarle las espinas y arrojarlas por la ventana abierta.

– ¿Nadie les quita las espinas para ti? -preguntó.

– Nacen con ellas. No es justo que mueran sin ellas. Bálder hundió la nariz entre los pétalos que comenzaban a amarillear.

– Ésta ya está muerta -aseguró, aplastándola entre sus dedos. Después tiró la rosa prensada para que fuera a reunirse con las espinas, en el claustro.

Náusica apuntó hacia él, al fin, su invencible mirada violeta.

– ¿Por qué has hecho eso? -musitó, mientras Bálderse fijaba en los pequeños pliegues que se hacían en el cuello de ella al torcerse.

– Para que me miraras.

– Curioso método el tuyo -juzgó la muchacha.

– Curioso o no, funciona. Me has mirado. Acaso porque me he adelantado a hacer con esa rosa lo que tú vas a hacer conmigo.

– ¿Eso crees?

– Desde luego.

– ¿Por qué has venido entonces?

– Me pareció oír que esa cuestión no te interesaba.

– Ahora sí.

Náusica volvió a arreglar los tirantes de su camisón sobre sus hombros. Esta vez lo hizo con los dos al mismo tiempo, permitiendo que Bálder atisbara la lisa blancura de sus axilas. El esqueleto de la muchacha era anguloso y firme. Jugar con los tirantes no era una manera de prevenir que éstos resbalaran por sus brazos abajo, sino, probablemente, una técnica para atraer la atención del extranjero. Bálder la observó y admitió que en aquel momento de vencimiento, Náusica era la forma exacta de la belleza que sobre cualquier otra prefería su espíritu.Aquella expresión pervertida que los rojos labios subrayaban, aquel cuerpo sin regazo y afilado de aristas, sus cabellos de fuego blanco y su mirada como el cielo en el filo en que el día se desvanece y se tiende la noche. Si alguna vez había amado algo sobre la tierra, nunca había sentido un impulso tan poderoso como la llamada de aquella aciaga criatura. Podía haberle dicho lo que atravesaba por su mente, pero tuvo miedo de ir tan derecho hacia ella.

– En parte____________________ divagó- vengo para que nadie me traiga.

– Nada más lejos de mi intención -se desentendió Náusica.

– Pero no me garantizaste que tu paciencia sería infinita.

– Si se agotara, no haría que te trajesen. Rogaría a Livius que te echase como desayuno a los perros.

– Me cuesta creerte.

– Puedes creerme. Los perros y yo te olvidaríamos al día siguiente. En cuanto volviéramos a tener hambre.

– Claro que me olvidarías. Pero sería como si te rindieras. ¿De qué te habría servido planear todo el juego?

Náusica le espió de reojo.

– No te han traído. Has venido tú. Si no quieres decirme por qué, no voy a suplicarte.

– No sé si lo has preparado o ha sido la casualidad -dudó Bálder-, pero he reunido bastantes razones. En todo este tiempo, además de renegar de lo que vine a hacer a la maldita obra, he tenido ocasión de conocer a ciertas personas. Y ellos me han convencido que sólo entre estas cuatro paredes se encuentra el remedio. Eunice, Livius, Pólux, el arquitecto.Todos ellos me han traído hasta aquí.

La muchacha se removió en su asiento.

– Me complace que hayas cambiado de opinión. La primera vez que estuviste aquí me acusaste de hastiarte. Pero yo no he preparado nada.

– No puedo tragarme eso.Y tampoco importa. Si se trataba de que viera que en medio de esta mentira tú eres la única verdad, lo has conseguido.

– Me halagas.

– No debiera. Eres la única verdad porque tú eres quien los ha podrido a todos.

– Sigues halagándome. ¿Así que has venido a pudrirte tú también?

– Sí y no. He venido a desafiarte a que me pudras. Nunca he sido como los otros, pero ahora lo voy a ser todavía menos. Sé lo que les hiciste a Pólux y al arquitecto y lo que les hiciste a los demás. Sé que harás conmigo una de las dos cosas. No me fio de tu inocencia como el arquitecto, ni espero como Pólux.Vengo a que me hagas daño, si es que puedes hacérselo a quien mira de frente la mano con que le apuñalas.

La hija del Arzobispo insinuó una sonrisa.

– Pudiste quedarte en tu sitio. Creí que ibas a quedarte en tu sitio. Se lo juraste a Livius para que me lo contase. Cien veces que soñaras conmigo, cien veces me quemarías. Corrígeme si cito mal tus palabras.

Livius las citó bien para ti. He soñado mil veces contigo y mil veces te he quemado.Ahora estoy soñando contigo y mi única ansia es quemarte. Pero me he dado cuenta de que mi sitio no es mi celda ni mi tablero en el coro. Ahora estoy en mi sitio y vengo para quedarme.

– ¿Y vienes solo o con ese recuerdo de algo mejor del que me hablaste en la torre? Imagino que coincide con lo que para Livius describiste como no sé qué que traías en un hato, pero supongo que se trata de un hato invisible.

Bálder no respondió enseguida.

– Livius y tú tenéis buena memoria -reconoció-. Mejor que la mía. Ahora recuerdo pocas cosas y no hay una sola que haya hecho de la que no tenga algún motivo para arrepentirme. Sin embargo, en el sentido en que hablaba en la torre, tú sigues siendo lo peor que conozco.

– No me has contestado.

– Una noche me dijiste que terminarías siendo todo lo que soñase y acertaste. Por si te sirve, no tengo inconveniente en confesar que mientras te veo, siento que no existe nada más hermoso sobre la tierra. Nunca pude sentir eso con Camila, ni con Octavia, ni con Eunice, ni mucho menos con cualquiera de las otras. Aquella misma noche me amenazaste con que todos mis fantasmas se consumirían y me consumirían. No entraré a discutir si también acertaste. Consulta con tu instinto, y no confundas una cosa con la otra.

– Así que traes el hato -dedujo Náusica, con sorna-. ¿Confias en que te proteja?

– No confio en que nada me proteja. He estado huyendo durante semanas y estoy harto de hacerlo. Vengo a que me hieras de una vez.

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