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– Tu resignación resulta conmovedora. ¿No te has detenido a meditar acerca de las razones que provocaron la suerte de Pólux y de los otros? ¿Ni por un momento has considerado que la tuya podría ser diferente?

– Claro que sí. Puede que tardes un mes más, o que te deshagas de mí mañana mismo.

Náusica regresó a la noche que enviaba sus sonidos a través de la ventana abierta.

– ¿Aceptas entonces mi invitación? -preguntó.

– Sí.

– ¿Me deseas?

Bálder puso el jarrón con las seis rosas que quedaban en el borde de la mesa y lo empujó lentamente hasta que le faltó el apoyo suficiente para seguir en equilibrio. El jarrón se desintegró al estrellarse contra el suelo.

– Como nunca deseé a nadie -reveló, pensativo.

– Pero me odias.

– Has hecho que la bajeza se apodere de todos estos desgraciados. He comprobado cómo te ensañabas con seres inocentes. Me has contaminado hasta el extremo de mezclarme con mujeres que no me habían ofendido sólo para ver cómo las aniquilabas. Es mi deber odiarte.

Náusica le examinó con escepticismo.

– ¿Te refieres a Octavia y a Eunice? ¿Es que te remuerde la conciencia?

– Ya no tengo conciencia. Sólo mi deseo y mi odio por ti.Y lo que además de eso quieras adivinar.

– Pero piensas en ellas.

– Lo imprescindible. ¿Por qué no las dejaste vivir?

– Por lo que me dijeron, me dio la impresión de que Octavia te gustaba. Eliminarla fue una medida de higiene. En cuanto a Eunice, hacía tiempo que Livius andaba un poco desatento. Cuando me informó de lo que ella había hecho contigo comprendí que estaría más despejado si sustituía a su ayudante por otra. Se lo aconsejé y se mostró receptivo. Lo que hiciera con ella no fue mi responsabilidad.

– Siempre la misma canción. Para no mancharte tú, ensucias todo lo que te rodea.

– Eres demasiado severo conmigo.

– No te condeno.Ya naciste condenada y nada puede salvarte de morir como eres. Sólo me gustaría que te mancharas, por una vez.

Bálder se agachó y recogió del suelo, entre los restos del jarrón, un pequeño triángulo de cristal. Lo colocó sobre la mesita en el extremo donde estaba Náusica.Apoyó junto a él su antebrazo, vuelto hacia arriba.

– Ahí tienes mi muñeca. Las venas no son muy gruesas, pero se ven lo suficiente. Corta. ¿O te asusta la sangre?

Náusica se incorporó sobre su diván y se aproximó. Sus movimientos eran sinuosos. Cogió el cristal con cuidado, para no cortarse, creyó en un principio Bálder. Pero luego apretó entre su índice y su pulgar uno de los vértices y la base opuesta del triángulo. Pasó sobre la muñeca de Bálder la superficie suave que había formado parte de la pared exterior del jarrón y dejó caer el cristal al suelo.

– No me asusta la sangre -dijo, enseñando al extranjero sus dedos.

En el índice tenía una herida profunda, que le sangraba en abundancia. En el pulgar había un corte transversal, más superficial que el otro. Se llevó los dos dedos a la boca y comenzó a acariciar la muñeca de Bálder con la otra mano.

– No quiero hacerte daño -aseguró, con dulzura-. No a ti. Te elegí para acabar con esto. Yo también estoy cansada. Por eso dejé que lo supieras todo, o para ser sincera, hice que lo supieras todo. Si consientes, apoyaré mi cabeza sobre tu hombro y me olvidaré de todo lo que he vivido hasta ahora.

Náusica hizo una pausa y dejó escapar un suspiro.

– Me entregaré a ti como jamás me entregué a nadie, maestro -prosiguió-. Renuncio a utilizar contigo los trucos que utilicé con los otros. No habría podido si hubieras venido como vinieron ellos, pensándose que temblaría para siempre entre sus brazos, al arrullo de sus palabras imbéciles.Tú me deseas y me odias.Yo te quiero más de lo que te deseo. Aunque no me dieras placer, te conservaría conmigo, si es que no prefieres marcharte.Y desde luego que eres libre de hacerlo.Ahora o mañana o dentro de un año. A la obra o a tu patria o al fin del mundo. Livius arreglará lo que haya que arreglar para conseguirlo. Tal vez no lo entiendes. Soy tuya. Puedes hacerme mal, si te place. Si quieres vengar a Camila, o a Núbila, a quienes arranqué de tu lado. Nadie vigila mis habitaciones esta noche. Puedes matarme y después irte sin que nadie te estorbe. Me cortaría las manos antes que permitir que nadie te tocara. Mira.

Volvió a enseñarle sus dedos heridos. Bálder contempló confundido el semblante melancólico de Náusica.Aquella expresión la dotaba de un misticismo inédito. El extranjero no cedió:

– ¿Para qué tratas de engañarme? Esta vez puedes ahorrártelo.

– Era antes cuando te engañaba -protestó Náusica-. Si no lo hubiera hecho habrías venido sólo por el gusto de violar a la hija del Arzobispo, como el arquitecto.

– Violarte -repitió Bálder-. Pólux empleó la misma palabra.

– Él lo pretendió también -murmuró ella, hurtándole la cara.

Bálder se rehízo:

– Yo no he venido a violar a la hija del Arzobispo, ni lo habría hecho nunca. Si me hubieras dejado en paz me habría mantenido tan lejos de aquí como me hubiera sido posible. No te entretengas con los preámbulos que tramaste para otros. Limítate a decirme por dónde tengo que seguir.

Náusica se levantó del diván y se asomó a la ventana, dándole la espalda. Sus brazos se apoyaban en el alféizar y el extranjero apreció, en la tensión de sus músculos, que se apretaba contra él.Volvió la cabeza lo necesario para que él pudiera oírla:

– Las palabras nos alejan. Tú crees que las mías son falsas, pero las tuyas nacen del error. Voy a librarte de las palabras. En realidad es muy simple. Haz conmigo lo que hiciste con las otras mujeres. Lo que ellas te pidieron y lo que no te pidieron. Haz también lo que no hiciste pero hubieras querido hacer.Yo haré todo lo que me pidas, y sólo lo que me pidas.

La muchacha se dio media vuelta. Recostada contra el marco de la ventana, llevó su mano derecha al tirante izquierdo y lo deslizó hasta privarlo del sostén de su hombro. El camisón se ahuecó. Cuando fue a repetir la operación con el tirante derecho, Bálder probó a exigirle:

– No.

Náusica interrumpió su ademán. El extranjero se incorporó y recorrió los tres pasos que le separaban de ella. Sintió su aliento junto a su boca, su cuerpo junto a su cuerpo. Náusica aguardaba, inmóvil. Despacio, el hombre alzó la mano hasta interponer su índice entre el tirante y la piel de la muchacha. Náusica continuó quieta. Con un rápido movimiento, Bálder rompió la fina tira de tela y el camisón resbaló hasta el suelo. Observó cómo el pecho de ella subía y bajaba y su vientre se hundía y restauraba al ritmo de su respiración. La cogió por las caderas y ella cerró los ojos. En ese preciso momento, admitió una duda impensable: acaso la muchacha no le había mentido. Pero cuando la abrazó, estrechando contra sí sus huesos y su carne enfriada, notó en la nuca la proximidad a un tiempo calmante y terrible del desastre. Estaba en el sagrario, donde otros habían perdido la vida o la dignidad de vivir, donde él rendía, por lo pronto, la ilusión de una sustancia interior que preservar. Aunque no lo deseaba, comprendió. En realidad, no era aquel simple contacto carnal lo que allí estaba sucediendo. Más aún: todas y cada una de las sensaciones que lo componían formaban parte de una alucinación destinada a encubrir la esencia de su acto. La esencia, la verdad, era que abrazando a Náusica se vaciaba de sí y aceptaba el cáliz insondable de todos los venenos. Con todo, no podía resistirse. Desnuda, trémula, descargada como por arte de magia de cuanto había hecho hasta entonces, aquella muchacha era suave como el terciopelo, clara como el agua y solícita como una sierva. Mientras se aferraba a ella, entre las sombras fluctuantes del sagrario, el alma del extranjero se inundó de miedo y soledad.

Despertó horas después, junto al desarropado cuerpo de Náusica. Extendió la sábana sobre ella, cubriéndola y ciñendo el borde al nacimiento de su cuello. Ella respiraba tranquilamente, y también era de una misteriosa paz el gesto que tenía prendido en las facciones. Había desaparecido casi todo el maquillaje y sus labios estaban descoloridos. Bálder distinguió, al final de la mejilla, donde la carne y la piel se le tensaban por efecto de la mandíbula, una pequeña hoz de difuminados extremos: la tierna transparencia de una de sus venas bajb la piel. Colocó la yema del dedo índice sobre el pequeño arco grisáceo y notó, leve y espaciado, el pulso de la durmiente. Durante unos minutos recapacitó acerca de lo que había planeado para el momento que al fin había llegado y que le reclamaba, en nombre propio y en el de tantos otros, añorados o desconocidos. Ella no podría defenderse, ni siquiera gritar. Retiró un par de centímetros la sábana y vio el punto donde debía hundir sus pulgares. No duraría más allá de unos pocos segundos. Ella no era débil, pero él podría imponerse.A la ventana se asomaba, como un testigo de su indecisión, el disco plateado de la luna que descendía hacia el alba. Al claro de aquella luna tenía que erguirse sobre ella y arrebatarle la vida. Era su deber y la ocasión era propicia como nunca había sospechado que fuese. Resultaba todo tan sencillo que le afrentó lo indecible admitir que no era capaz de hacerle daño.

Cuando se persuadió de que no le haría nada, comprendió que sólo le cabía escurrirse de su lecho y salir de allí como un ladrón con las manos vacías. Se vistió sin prisa, maravillado por la inconmovible placidez en que parecía sumida la muchacha. Antes de irse, se acercó a ella y se rebajó a acariciarle la frente, por disfrutar una última vez del bello tacto del infierno que tanto había temido. Entonces Náusica, sin sobresaltarse, despertó de su sueño y abrió unos ojos que guardaban todavía la imagen de la otra orilla.

– ¿Te vas? -susurró.

– Sí -replicó Bálder, escuchándose como si fuera la voz de otro.

– ¿Volverás?

– ¿Dejarás tú que vuelva?

Te esperaré. Haré que me traigan otro jarrón y una sola rosa, cada mañana. Por la que antes tiraste.

– Por mí -se mofó Bálder.

– Por ti.

– Adiós, Náusica.

– Ahora ya no puedes despedirte, maestro.Te has quedado dentro de mí.

Lo dijo con malicia, mientras se erguía.

– Lo que te dejo estará muerto antes del amanecer.

– ¿Eso crees? No te has enterado de nada -observó, risueña.

Vacilante, Bálder anduvo hasta la puerta. Cuando salió, antes de que pudiera encajar otra vez la hoja entre las jambas, una mano de hierro asió su brazo. El guardia cerró la puerta por él, sigilosamente, y le apartó hasta el centro del pasillo. En ese instante Bálder advirtió que tras él había otro guardia. Le paró con la punta del bastón, que le hizo correr un escalofrío por el espinazo. Alzó la vista y reconoció al que le había aprehendido. Era el gigante de rostro aniñado que dormitaba sobre su mesa hacía unas horas. El otro, al que miró de reojo, aparentaba más edad. Sin embargo, fue el gigante el que le habló:

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