El Arzobispo, todavía inquieto por la innatural aunque liviana presencia de aquel objeto sobre su cabeza, resolvió, una vez más, ajustarse la mitra. Al hacerlo, le costó reconocer en la mano cubierta por una fina tela púrpura y en el índice con el sello arzobispal su propia mano y su propio índice. Guió como pudo aquellos dedos extraños, cuyo tacto se había amortecido, y colocó a la altura adecuada de su frente el filo de la toca ribeteada de oro.A su alrededor, en la vasta y umbría capilla del palacio, estaban los altos canónigos ataviados con sus mejores galas. Los canónigos de menor rango ocupaban las primeras filas que tenía frente a sí. Los bancos que seguían eran para los funcionarios de cierto relieve y los más lejanos para los artistas que participaban en la construcción de la catedral. El Arzobispo estaba sentado en una especie de trono, a la derecha del altar. Al otro lado, un anciano canónigo recitaba las fórmulas que culminaban el interminable rito por el que acababa de ser ungido como el guía de aquellos hombres. Mientras los concurrentes dividían su atención entre seguir los fastos de la ceremonia y captar los más imperceptibles gestos del Arzobispo, éste se sintió transportado fuera de aquel lugar. Sin prestar oído a lo que la voz del anciano canónigo extraía de un desmesurado libro para dejarlo flotando en la incensada atmósfera de la capilla, se entregó al curso de sus pensamientos, que en los últimos días venía siendo, infaliblemente, el de su memoria. Apartándose de cuanto ocurría en su torno, repasó una vez más lo que había sucedido en los diez años que habían transcurrido desde que hiciera lo que le había condenado a ser el centro de aquel premioso espectáculo.
Siete meses después de la noche en que había ido a la habitación de Náusica, ella dio a luz a una niña. Pese a ser prematura, tenía la vitalidad suficiente para sobrevivir. Distinto fue el caso de la madre. Tras el alumbramiento prolongó su vida apenas una semana, durante la que padeció los más horribles dolores y suplicó, sin resultado, que le fuese otorgado ver por última vez al padre de la criatura. De todo ello a él le informaron cuando Náusica ya había sido enterrada y la niña confiada al cuidado de un ama de cría.
Desde ese día, dejó de haber guardias ante su puerta y empezaron a visitarle tres canónigos que durante las mañanas le ilustraban en las diversas disciplinas cuyo dominio se le exigía para ser ordenado. Se prestó al estudio sin entusiasmo, apenas con el decoro indispensable para pasar sin graves dificultades los exámenes a que le sometían. Esporádica, involuntariamente, tuvo no obstante oportunidad de brillar en los debates que sostenía con sus preceptores. Ello le produjo más incomodidad que gratificación. Entre dos de los canónigos imperaba una rivalidad enconada, que les arrojaba a ásperas discusiones en las que los argumentos eran suplantados por gruesos sofismas y a cada improperio sucedía una respuesta que los precipitaba velozmente a la irracionalidad. A veces trataban de implicar al tercero en las sangrientas refriegas que emprendían, y otro tanto hicieron con él en cuanto advirtieron que avanzaba lo bastante como para ser un adversario. Pero él tomó ejemplo del otro canónigo, que prefería que las infundadas aserciones de sus colegas quedasen sin rebatir antes que enfangarse en la tarea de dar alguna forma consistente a lo que nacía de la ofuscación y la incongruencia. Si a alguien había de elegir como maestro, su instinto le llevaba a imitar a quien, rehuyendo la reyerta, aventajaba invariablemente a sus compañeros. Los dos enemigos, exhaustos, emponzoñados por el rencor, finalizaban sus duelos en medio del naufragio, mientras el otro, un hombre silencioso y bonancible, se mantenía inmune a la zozobra de quienes se empeñaban en provocarle. La actitud de aquel flemático individuo parecía basarse en la convicción de que en las contiendas de la inteligencia nadie que buscara desesperadamente imponerse merecía réplica; sólo sorteando la hostilidad del oponente, y la tentación de emplear sus mismos recursos, era posible salvarse de la obtusa soberbia en que habitaban los dos canónigos pendencieros.
Para asumir aquel talante, él debió aceptar primero la gratuidad del orgullo que le movía a no dejar impunes los dislates con que le retaban. Después, hubo de progresar en el delicado arte de deslizar sus opiniones de manera que no pudieran ser menoscabadas por quienes aguardaban prestos a demolerlas. Al cabo de los meses, cuando superó las pruebas finales, adivinó que en absoluto había sido casual la elección de sus preceptores. Sin embargo, y como seguramente estaba también previsto desde el principio, fue privado de todo contacto con los tres canónigos, incluido aquel con el que había llegado a simpatizar.
El tiempo que dedicaba a su formación, aunque a menudo le amparase de otras cavilaciones y de vez en cuando le aliviaba al ocupar su mente en asuntos sin relevancia, no era, desde luego, una parte estimulante de su existencia. Entre otros motivos, se trataba de una imposición que acataba sólo porque entendía que su suerte estaba en manos de alguien a quien no podía, ni le valía la pena, desobedecer. Si estaba decidido que sería ordenado, resultaba vano resistirse para lograr sólo que lo inevitable tuviera lugar de la forma más penosa para él mismo.
Cuando los tres canónigos desalojaban sus aposentos, y una vez que despachaba el suculento almuerzo que cada día le suministraban, comenzaba la tarde y con ella sushoras de libertad. Al principio, no sabía qué hacer con ellas, e incluso las despreció por lo que tenían de míseras rendijas en la jaula en que había quedado confinado. Dejó que muchas tardes resbalasen hasta el ocaso sin hacer otra cosa que mirar por la ventana o sestear. A medida que fue resignándose a su estado, concibió y puso en práctica ocupaciones alternativas. Empezó saliendo a pasear por los alrededores del palacio.Volvía a ser invierno, el tiempo era desapacible y la luz se iba pronto, pero el viento, al dar contra su rostro, le obsequiaba la sensación de estar vivo. Luego recorrió el interior del palacio, que llegó a conocer como un experto.Aunque se privó de ir donde moraba el viejo y también a los que habían sido los aposentos de Náusica, una tarde se dirigió al despacho de Livius, de quien no tenía noticias desde antes de la noche fatídica. En la antesala había una mujer semejante a Eunice, más alta y opulenta tal vez. En el despacho propiamente dicho, le recibió un canónigo atildado que resultó no ser Livius y que le enteró, cortésmente, de que el antiguo secretario había sido relevado de sus responsabilidades en fecha que él calculó coincidente con el parto y muerte de Náusica. El nuevo secretario se ofreció a auxiliarle en cuanto necesitara con un celo que podía esperar, cuando menos, comparable al que Livius había tenido. El agradeció el ofrecimiento y se fue de allí con el ánimo oscurecido por el cómputo de una nueva desaparición y la sospecha de haberla causado, en mayor o menor medida.
En cuanto el tiempo fue mejorando, alargó sus paseos hasta las afueras, siempre manteniéndose alejado de la catedral.Algunos días la contemplaba en la distancia, al tiempo que dejaba fluir sus recuerdos de lo que había vivido allí. Sobre el coro, según pudo comprobar, continuaba la lona, como una aparatosa reminiscencia, ya sin objeto, de su paso por la obra. Observaba sus manos y comprendía que ya nunca volverían a tallar. Sus herramientas habían quedado abandonadas en la nave. Probablemente las habrían arrinconado, junto con lo poco que había logrado llevar a cabo de su sillería, para utilizar aquel espacio cubierto como almacén. A veces distinguía siluetas de operarios o artistas, encaramados a los muros a medio levantar, moviéndose por los andamios, golpeando o puliendo la piedra. Mientras había estado entre ellos, había desdeñado la existencia que arrastraban. Espiándolos desde lejos, les envidiaba por seguir unidos a la materia, a la que daban forma o que les deformaba; que, en todo caso, les impedía la visión del abismo al que él vivía ahora asomado. Si tomado en su conjunto el trabajo de aquellos hombres no tenía la menor utilidad, uno por uno, muchos de ellos, y se acordó de Níccolo, de Aulo o de Sexto, se habían procurado allí una manera de subsistir, con sus propias reglas y compensaciones. A la vista de los acontecimientos, no le cabía complacerse en haber sido incapaz de desentrañar las unas y obtener las otras.
Cierta tarde, al final de la primavera, el lento descenso del sol excitó su nostalgia. Estaba a cinco minutos del recinto y justo del lado de los barracones. Una idea que sin duda habría desechado cualquier otra tarde surgió en su cerebro. Podía aproximarse hasta la alargada construcción de madera sin que nadie se percatase, pero no tenía mucho tiempo. Antes de que pasara una hora sonaría la campana para anunciar el fin de la jornada. Rodeó el barracón y se deslizó dentro sin llamar a la puerta.
Pólux dormía sobre su tablero. Sigilosamente, llegó a su lado y examinó su trabajo. Sobre el papel, más amarillento, bajo la malla meticulosa a la que apenas había agregado algunos trazos desde el día en que habían hablado por primera vez, hacía muchos meses, volvió a leer la frase, ahora cargada, para él, de un tétrico significado:
Y antes de que el Hombre pudiese hallar un remedio,
Dios le acogíó.
– Pólux -dijo, mientras sacudía al durmiente.
El estucador salió trabajosamente de su inconsciencia. Estaba borracho y la bruma que había ante sus ojos tardó en disiparse.
– ¿Quién eres? -preguntó.
– ¿Es que no me reconoces?
Pero justo cuando hubo pronunciado la última palabra cayó en la cuenta de que ya no vestía las ropas grises de trabajo con que el otro habría podido identificarle fácilmente. Llevaba una sotana, negra y larga hasta los pies. Aunque todavía no había sido ordenado, su atuendo, como aspirante, era ya el de un clérigo.
– No me relaciono con canónigos -replicó Pólux, sosteniendo con apuros la cabeza erguida.
– No soy un canónigo.
– Tampoco me relaciono con quienes se visten de canónigo sin serlo.
– Cumplí mi promesa, Pólux.
– ¿Qué promesa? Aquí nadie cumple sus promesas -aseveró el borracho, secamente.
– Yo cumplí. No como hubiese querido, pero la maté. Ya no existe, no es nada. Podrías escupir sobre su tumba, si supiera dónde la enterraron.
– ¿Náusica? -titubeó el estucador.