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El viejo apoyó la nuca en el respaldo de su asiento. Bálder contempló, a la luz de la lámpara de cristal, las manchas que cubrían el dorso de aquellas manos, especialmente de la derecha, con la que dibujaba, apostó, el garabato escueto del que guardaba en su celda un ejemplar, al pie de la carta que le había conducido hasta allí. Los pocos cabellos blancos que permanecían aferrados al cráneo delviejo también se entrecruzaban sobre unas manchas semejantes. La barba mal rasurada proyectaba sombras sobre su semblante y en sus nebulosos ojos azules había un vago desánimo. Por un segundo, le exasperó la despiadada calma de aquel hombre.

– Supongo que le servirá la misma excusa para todo lo que ha hecho conmigo -masculló el extranjero.

– ¿Qué excusa?

– Que sólo firmó lo que si no habría firmado otro. Lo que también otro le redactó.

– Es cierto que respecto a ti he tomado iniciativas -admitió el viejo-. Pero sólo dos. Mandé que te enviaran a la mazmorra inmediatamente y he hecho que te sacaran de ella. Ninguna de esas dos órdenes consta por escrito. Nadie las redactó para que yo las firmara y nada firmé. Con ellas viene a ocurrir justo lo contrario de lo que ha estado ocurriendo durante todos estos años. Siempre era otro el que decidía lo que yo ordenaba. Ahora, en lo que a ti se refiere, es otro el que me ordena lo que yo decido.

– ¿Quién?

– Un anciano intransigente que divisa al fin el momento en que podrá librarse del Arzobispado y del palacio y de todos los canónigos con sus monsergas. Un anciano que quiere irse desnudo dejando la maldita sotana colgada en otros hombros. Desde que no pude seguir siendo un extranjero revoltoso he deseado ser ese anciano. Te debo gratitud, maestro, porque tú lo has hecho posible, si la semilla que has puesto en el vientre de mi hija está bien sembrada.

Bálder no podía penetrar el significado de las palabras del viejo. Sólo pudo preguntar, con candidez:

– ¿Y si no lo está?

– El verdugo tendrá trabajo y el anciano tendrá que aprender un poco más.

– Lo del verdugo no era demasiado difícil de prever -recobró el aplomo Bálder-. ¿Lo otro es un acertijo?

– Me vas a perdonar que no me extienda más esta noche. Es tarde. Hablemos de…

– ¿Y qué hay de Dios? -le interrumpió el extranjero, con insidia.

– ¿Dios? -repitió reacio el viejo, como si fuera una palabra inoportuna.

– Aquel para quien levantan el templo.

– Ya te he dicho que el templo no me preocupa en absoluto.

– Ahora no se trata del templo.

– Ya. Dios -reflexionó el viejo-. Bueno, ignoro las razones que puedan tener, otros; a mí me es imposible creer en él. No me malinterpretes. Sólo sostengo que si hay un Dios, no pretende, desde luego, nada de lo que se le atribuye. Sería un insensato si sostuviera otra cosa, sabiendo lo que sé. Pero no te he hecho llamar para que me ayudes a averiguar qué es lo que pretende Dios, si es que pretende o puede pretender algo, ni para enredarnos en un enojoso enjuiciamiento de mi conducta respecto de ti o respecto de cualquier otro asunto, ni mucho menos para que yo te entretenga divagando sobre cuestiones que sólo a mí me atañen. Hice que te trajeran para darte la noticia y para comunicarte lo que será de ti en los próximos meses. Si hubiera podido habría encomendado el trámite a mis secretarios, pero esto me incumbía personalmente. En cuanto a tu futuro, hasta que nazca la niña estarás bien atendido, aunque los guardianes no dejarán que abandones tus aposentos. Si te apetece leer o dibujar o hacer eso que haces con la madera se te proporcionará lo que necesites.

– Ni deseo dibujar ni hago ya nada con la madera -informó Bálder, desabrido.

– Bien, ya encontrarás alguna otra cosa en que distraerte. Tus habitaciones son luminosas, según me han garantizado, y confio en que te resulten confortables. Si me permites un consejo, no te obsesiones. El tiempo pasa más deprisa de lo que uno cree al principio.

– ¿Y cuando nazca la niña?

– Empezarán con tu instrucción. Antes de un año serás ordenado.

– ¿Se me dejará abandonar mis aposentos entonces?

– Nadie estorbará tus movimientos una vez que nazca la niña. El Arzobispado no asigna a sus guardianes tareas inútiles.

– ¿Y si intento escapar?

– No vas a intentarlo. No tienes adónde ir.

– En tal caso, ¿por qué van a mantenerme encerrado hasta que Náusica dé a luz?

– Porque hasta entonces no se sabrá con certeza si vas a vivir, y hasta que no se sepa si vas a vivir no puedes mezclarte con nadie.

– ¿Y por qué luego sí?

El viejo dio un manotazo sobre su escritorio, no muy fuerte, apenas lo suficiente como para recordar su autoridad.

– Se acabó el interrogatorio, maestro. Has conseguido que me duela la cabeza. Todo llegará a su debido tiempo. No vamos a precipitar nada.Y aunque ahora te fastidie, te prometo que me lo vas a agradecer. Puedes retirarte. Los guardias te llevarán a tus habitaciones.

Bálder no se movió. Se quedó observando al viejo, mientras éste se colocaba de nuevo los anteojos y examinaba un papel de los que había apilados sobre su mesa. Tras una rápida lectura, el Arzobispo tomó la pluma y lo firmó. Lo depositó al otro lado y cogió el siguiente papel de la pila. Entonces alzó la vista y a través de las lentes clavó en Bálder una mirada recriminatoria.

– ¿A qué esperas? ¿A que vengan a levantarte?

– Sólo quiero hacerle una última pregunta -dijo el extranjero, con docilidad-. Usted tiene la respuesta. Si no la tiene usted no la tiene nadie.

El viejo dejó la pluma sobre la mesa.

– Adelante -invitó.

– ¿En qué me he equivocado?

– Esa es una cuestión demasiado amplia.

– Me bastaría con saber cuándo fue. Cuándo di el paso que ya no pude desandar.

– Ah, eso -anotó el viejo, desapasionadamente.

El silencio se apoderó de la estancia hasta el extremo de que por una de las ventanas, entreabierta, irrumpieron los ruidos de la noche: el chirrido de un grillo, el aire entre las hojas, el ulular de una lechuza en la distancia. El Arzobispo volvió sus anteojos hacia el cielo que se veía tras el ventanal.

– Por lo que se desprende de los hechos, había dos trampas -empezó a decir. Una era que te sometieras al ritmo de los otros, a las pautas establecidas, al camino marcado. A primera vista, esa trampa la sorteaste. Desde tu llegada te resististe, menospreciaste la obra y preferiste tus propias reglas. Pero quisiste algo más, sobreponerte, y así, sin enterarte, caíste en la segunda trampa. Te consagraste a tu arte, que era, pensaste, lo puro contra lo podrido, tu fuerza interior contra las amenazas exteriores. No fuiste consciente de que estabas fiando tu suerte a los objetos que tu arte producía. El hombre siempre se disuelve en los objetos. Los objetos buscan a quien servir, y el que sirve a los objetos se condena a servir a quien los objetos sirvan. Ahí te aguardaba Náusica y tú ya no tenías manera de evitarla. Nadie que te fuera favorable podía enfrentarse a ella. Los objetos, tus objetos, rendidos a ella, sirvieron para aniquilarte.

El viejo se detuvo, como si le faltase el aliento. Se rehizo y concluyó:

– Así que es cierto que caíste en la segunda de las trampas. Pero no seré yo, maestro, quien opine que te equivocaste.

– ¿Por qué?

El viejo volvió sus ojos hacia un tablero que había junto a su sillón, detrás de la mesa. Sobre él, alineadas en dos filas de ocho a cada uno de los extremos, estaban las piezas en las que sólo entonces reparó Bálder. La mano moteada de manchas acarició, temblorosa, la dama del bando oscuro.

– ¿Sabes jugar al ajedrez, Bálder?

– No científicamente -contestó el extranjero, estremecido tras oír su nombre en labios del viejo.

Yo soy un buen jugador, aunque tal vez tampoco un científico. El caso es que desde hace veinticinco años reconstruyo la maldita partida desde el mismo punto, justo después de salvar el primer engaño, y escoja la variante que escoja, las negras siempre mueven y ganan. Por eso no estoy en condiciones de afirmar que te equivocaste. Es más, ni siquiera podría asegurar que el problema insoluble esté en la segunda trampa. No es lógico. ¿Sabes qué me parece lo lógico?

Bálder meditó la pregunta y aventuró una respuesta:

– Que las negras ya han ganado cuando las blancas creen burlar la primera celada.

El Arzobispo sonrió con delectación.

– Bravo, maestro. Sin duda será una niña sana y hermosa, igual que su madre.Y ahora vete.Te deseo una noche benigna.Tan benigna como sea posible.

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