Los guardias se retiraron. Entonces Bálder supuso que quien no tardaría no podía ser Náusica, ni tampoco el verdugo, porque aquél distaba de resultar un lugar apropiado para que desempeñase su labor. Oyó algo a su derecha. No se volvió. Junto a él pasó un hombre de edad, encorvado y ataviado con una sotana negra, gastada y sin ningún ornamento. Se dirigió hacia la mesa, la rodeó y se dejó caer sobre el sillón que había detrás. Ordenó unos papeles. Al fin, apuntó sus anteojos hacia Bálder. Carraspeó y dijo:
– No tienes muy mal aspecto. Pero tampoco imaginaba que fueras así.
– ¿Cómo? -murmuró Bálder, aturdido.
– Tan corriente.Tan insignificante.
– ¿Quién es usted?
– Así que también eres estúpido.
– ¿Debería saberlo? -preguntó el extranjero, con temor, no directamente a aquel hombre o a su áspero insulto, sino a los guardias que estaban fuera y que podían devolverle a bastonazo limpio al calabozo del que le habían sacado.
El viejo entornó los párpados.
– Mi hija está encinta -reveló, sin tomar en consideración la pregunta de Bálder.
– ¿Su hija? ¿Náusica? -tartamudeó el tallista.
– Creo que todas las demás con las que lo arriesgaste están muertas -comentó el viejo, indiferente y brutal.
El extranjero no supo qué decir.Todavía estaba atontado por su súbito traslado desde los sótanos.
– Confio en que tu breve estancia en las mazmorras haya sido llevadera -declaró el viejo-. No dispuse que te mimaran, pero prohibí que se ensañaran contigo. ¿Han cumplido mis hombres mi consigna?
Bálder respondió, dubitativo:
– No parece que haya sufrido lesiones irreparables.
– Bien. No me eres simpático, pero tenía que prever la eventualidad de que ocurriera lo que ha ocurrido.
– ¿Qué ha ocurrido?
El viejo le observó por encima de los anteojos.
– Ya te lo he dicho. Has dejado preñada a mi hija.
El extranjero se resistió a asimilar aquello: que aquel viejo desaliñado fuera el Arzobispo; que Náusica hubiera prescindido con él del método que había empleado con los anteriores; y por encima de todo, que estuviera delante del hombre a quien nadie conocía, debatiendo acerca de su futura paternidad. Resumió su asombro en una sencilla pregunta:
– ¿No hay ninguna posibilidad de que haya sido otro?
– Pues no. La han tenido vigilada, antes y después. Sólo hubo acceso contigo, maestro.
– ¿La han tenido vigilada?
– En todo momento. Durante años he esperado este instante. Mis secretarios me han mantenido siempre al tanto de cada uno de los caprichos de mi hija.Y te diré, por cierto, que alguno tenía una curiosa fe en ti.Yo era escéptico, como lo fui con los otros. Pero he aquí que ha sucedido. Por eso te he mandado rescatar.
– No comprendo -confesó Bálder.
– Es un asunto demasiado complicado para comprenderlo de un golpe.
En medio de la inopia en que se hallaba, el extranjero quiso despejar alguna incógnita. Escogió al azar:
– ¿Decidió Náusica que me encerrasen?
– No.Todo lo contrario. Ella se quejó de que lo hicieran. Quería seguir jugando contigo. Lo que pasa es que la paciencia merma con los años. Antes yo podía esperar a que ella se cansara de sus antojos. Pero ya soy viejo, así que esta vez, excepcionalmente, ordené a mis colaboradores que en cuanto hicieras tu parte te despachasen a los sótanos.Y si fallabas, que trajeran rápido a otro. Por fortuna, no ha hecho falta.
– De modo que ella no me mintió.
– Al contarte qué.
– Que no iba a hacer nada en mi contra. Durante todas estas semanas en el calabozo he estado convencido de que me había mentido.
– Supongo que todavía no iba a hacer nada en tu contra. ¿Tiene eso alguna importancia?
– Quizá.
– Se me escapa la razón. Claro que eso es cosa tuya. Ahora sólo falta aguardar a que nazca la niña.
Bálder alzó las cejas.
– ¿Por qué la niña?
– Siempre son niñas. Su madre tuvo una niña. Y la madre de su madre.Y así hasta el comienzo. Nuestros errores tornan una forma femenina y fértil para poder hacer germinar a su vez los errores de otros. Tu hija tendrá una hija con un extranjero, dentro de veinte o treinta años, y entonces sabrás que tu misión está cumplida y volverás a ser libre, aunque sólo sea para lo único que le queda a los viejos, que es abandonarse al cortejo de la muerte.
Bálder se revolvió en la silla.
– ¿Cómo? -exclamó.
– No tengas prisa, maestro. No va a ser hoy, ni mañana, ni dentro de un mes cuando llegues a captar el sentido de todo esto. En realidad, creo que a mí me ha costado todos los años que han transcurrido desde que conocí a la madre de Náusica hasta ayer mismo.
– No puedo creerlo.
– Qué.
– Nada. Para empezar, que el Arzobispo haga profecías sobre mí y que las profecías vayan más allá de esta noche.
– ¿Qué esperabas?
– Morir un día de éstos, en mi calabozo.
– Yo apostaba que no vivirías mucho, pero no habría sido en el calabozo.Y el asunto me molestaba, no lo del sitio, sino lo de que te matasen, porque significaba que habría que traerle otro a Náusica y que yo tendría que volver a ver pasar el tiempo.
Bálder reprodujo la expresión del viejo:
– Traerle a otro. Como me trajo a mí, ¿no?
– Yo me limité a firmar la carta, como firmo, cada día, decenas de papeles. Nombramientos, destituciones, asignaciones de material, aumentos de sueldo, disminuciones de sueldo, sentencias de prisión, de muerte, gratificaciones extraordinarias. Leo uno de cada cien. En fin, para serte franco, tu carta la leí. Aunque fue uno de mis secretarios quien se ocupó de buscar algún puesto que estuviera vacante y a alguien que pudiera venir a cubrirlo.
– Y también se ocupó de que aleccionaran a Ennius.
– ¿A quién?
– A Ennius, el canónigo a quien se encargó mi supervisión.
– Ni sé ni me interesa nada de eso. Ni sé ni me interesa cómo dieron contigo. Me contaron que se trataba de un tallista, y me pareció bien porque no era otro escultor, que los hay de sobra y nunca han dado ningún resultado. Se me hacía absurdo lo de la sillería, y en invierno, pero la obra no es cuestión a la que conceda la menor trascendencia. Por mí, como si hubieras sido organista.
El viejo, al referirse a la catedral, mostró un abierto desprecio. A Bálder le costaba hacerse a la idea de que aquello era la realidad y no alguna extravagante simulación. Aunque podían ultimarle sin más y en cualquier momento y nada justificaba el desperdicio, por si acaso, y porque le fuera menos ininteligible, jugó a comportarse como si aquel sujeto no fuera quien decía ser, sino un sicario con el que Náusica o Livius pretendieran trastornarle.
– Si usted es el Arzobispo, y no me han informado mal, usted ordenó que comenzaran las obras -dijo. Un mohín estoico asomó al rostro del viejo.
– No te han informado mal -confirmó, con un tono neutro-. Y como soy el Arzobispo, en efecto, yo di la orden. ¿Se sigue algo de eso?
– Nadie invertiría los recursos que se han invertido en la catedral si la considerase intrascendente.
El viejo se echó hacia atrás en su asiento y se quitó losanteojos. Se frotó los párpados, cruzó los dedos sobre la mesa y dirigió a Bálder una mirada velada por la niebla de su presbicia.
– Es de noche y no deseaba precisamente conocerte -explicó-. Prefiero que seas sólo una voz y una sombra.
A continuación inspiró sin mucha energía, tal vez toda la que podía o quería emplear, y razonó pausadamente:
– En la suposición que acabas de hacer hay al menos tres errores. El primero es simple y consiste en dar por sentado que yo he invertido algo. Nada de lo que se ha gastado era mío ni podría haberlo utilizado en mi provecho. El segundo error, inaplicable a mi caso porque a nada me dedico y nada tengo, estriba en presumir que uno dedica sus recursos a lo que le dicta su conciencia que debe dedicarlos. El tercer y último error, implícito en tus palabras, es que yo decidí levantar la catedral. Cuando accedí a esta lamentable dignidad que ostento, eso ya estaba decidido. Sólo me limité a no revocar la decisión y a dejar que todo siguiera su curso. Tampoco sé si hubiera podido tomar otra actitud. Ni me lo planteé siquiera. Qué me importaba que levantaran su templo o no.Yo era un extranjero, como tú. Firmé el primer papel y eso me obligó a firmar los miles que vinieron después.
– Es usted un impostor -le acusó Bálder.
– Interesante idea. Aunque sea la segunda vez que lo sugieres en los últimos cinco minutos.Tengo por ahí guardadas mis galas, pero no voy a buscarlas para persuadirte de que soy el Arzobispo. No tengo ninguna necesidad de persuadirte. Puedes imaginar lo que mejor te parezca.
– Puede que sea el Arzobispo, pero no por eso dejaría de ser un impostor.
– Traduce -bostezó el viejo.
– ¿Cómo quiere que crea que es irresponsable? Otro quizá pudiera. A mí me han traído a su presencia a rastras, hace un rato. Su discurso resulta tan intolerable como su pretensión de no tener nada. Si es el Arzobispo, suyo es todo lo que hay en cincuenta leguas a la redonda. Los hombres y las mujeres y las haciendas que arruina con sus tributos.
– Los tributos se destinan a cubrir las necesidades del Arzobispado -objetó el viejo-. No las mías. En realidad, si no te incomoda la confidencia, las mías llevan años insatisfechas. No lo entiendes, naturalmente, pero lo entenderás. Puedo firmar una orden para que despojen a cualquiera de sus posesiones y de nada de lo que se obtenga sacaré el menor fruto. Soy un hombre pobre, maestro. No confundas aquello que uno tiene con aquello de lo que uno puede disponer. Cuando yo no vivía aquí, en la última planta del palacio, cuando no podía firmar decretos ni me asistía ningún secretario, tenía mucho más de lo que tengo ahora. Ahora mi simple firma puede hacer que las cosas se desplacen de un sitio a otro; casi todas las cosas, desde casi cualquier sitio hasta casi cualquier otro; pero nada queda en mis manos. Si no uso las galas arzobispales, fuera de los momentos en que es estrictamente imprescindible, es porque me siento ridículo llevándolas. Son el símbolo de un poder que no tengo. Si das la vuelta a las palabras te acercarás más a la verdad. Es la investidura la que me gobierna a mí.
– Pero no es irresponsable -insistió Bálder.
– Ése es un adjetivo demasiado ambiguo. Soy responsable de todo y de nada. No firmo nada que no haya preparado otro, libre, por lo demás, de cualquier coacción por mi parte. Si yo no firmase no se cumpliría la orden, pero si no me preparasen nada no habría nada que cumplir. ¿Podría negarme a firmar? Nunca hice la prueba, pero estoy convencido de que otro firmaría por mí. Estás en tu derecho de imputarme todo lo que hayas visto suceder.Yo sólo siento que he asumido algo que no debía dejar a otro. Yo ya había perdido. Qué más me daba.