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Capítulo 3 LA NIEVE

La llovizna empapaba lentamente los tejados del palacio arzobispal. Bálder, mientras saboreaba el desayuno, miraba por la ventana y trataba de establecer la actitud que debería adoptar media hora más tarde, cuando estuviera frente a sus hombres y hubiera de transmitirles las primeras órdenes. La lluvia, tal y como caía ante sus ojos, silenciosa, continua, relajaba su espíritu y a la vez le infundía un vago desánimo. Con la mente apenas salida del sueño, percibió en la aguada mañana un signo del eterno fluir del universo, donde todo estaba en orden y nada era gobernable. La imagen era más amarga que apaciguadora, pero con eso debía partir hacia la obra y lo aceptó, como aceptaba hacer, sin carpinteros, una sillería completa en una catedral a medias.

En la escalera coincidió con un individuo delgado, muy joven, de tez amarillenta y cabello lacio y desvaído. Sus rasgos, ovales, tenues, y la media melena que gastaba, le daban un aspecto andrógino. Por su indumentaria, y por alojarse en su mismo portal, conoció que no se trataba de un operario. Le observó sin ocultar su curiosidad. El otro rehuyó su mirada y bajó casi a la carrera los peldaños que restaban hasta la calle. Bálder aguardó hasta que le oyó cerrar el portal y entonces salió tras él. Su vecino caminaba aprisa, bajo la lluvia que barnizaba de un brillo débil todas las cosas de aquella mañana. No tomó el camino que Bálder había estado utilizando, sino otro que el extranjero conjeturó que correspondía al habitual de los artistas. Poco después de pasar bajo una galería que comunicaba el edificio anexo con el palacio, llegaron a la calle principal. El resto del trayecto hasta la obra Bálder lo hizo pensando en sus asuntos, distrayéndose sólo de vez en cuando con los extraños movimientos del andrógino. En las proximidades de la catedral alcanzaron a unos cuantos operarios, entre los que su vecino se confundió rápidamente.

En el recinto, impulsada a duras penas por el capataz, la labor diaria se reanudaba sin entusiasmo, contagiados como estaban los demás implicados en la construcción por la tristeza de la mañana. Aulo volvía la vista al cielo, encapotado pero no lo bastante turbulento para esperar chubascos fuertes, y les acuciaba sin misericordia:

– Vamos, hatajo de inválidos. Son sólo cuatro gotas.

Bálder se dirigió hacia la nave, acechando de reojo a los hombres que maniobraban bajo la lluvia. Trató de captar diferencias entre la mirada que le dirigían los operarios y la de los otros, pero apenas advirtió, en todos sin distinción, un borroso despecho, que bien podía deberse exclusivamente a sus augurios fundados en lo que Aulo le había dicho la víspera. Ni era el momento ni la circunstancia para averiguar algo más al respecto.

Cuando se halló ante la entrada de la nave, Bálder reparó en que era la primera vez que pasaba bajo la lona. Una vez dentro, tres cosas llamaron su atención: la expectante inmovilidad de sus hombres, más o menos alineados tras un Níccolo sonriente; el alivio de la lluvia, que allí pasaba a ser un rumor remoto en lo alto de la lona; y sobre todo, porque era lo que amenazaba con ser más perdurable, la oscuridad. Dejó que su mirada vagara de una punta a otra de la nave. El espacio cubierto resultaba más extenso de lo que había imaginado, y sus hombres se veían empequeñecidos en la vasta y fría penumbra. Bálder tuvo un estremecimiento. Él era, en cierta forma, el dueño de aquel espacio. A él le correspondía dictar las reglas a las que se sometería el transcurso de los días en el interior del coro vacío. Contra lo que había temido mientras desayunaba, arbitró con soltura su primera disposición:

– Hay que alumbrar esto.

Sus subordinados de inferior rango exhibieron una escasa avidez ante las primeras palabras del maestro, pero Níccolo se apresuró a preguntar:

¿Cómo dice, maestro?

– Digo que hay que alumbrar la nave. Esa lona es demasiado gruesa. Ni hoy ni en días más claros tendremos luz suficiente para trabajar. Habrá que traer lámparas. ¿Es posible?

– Naturalmente. Paulo, Sexto, id al almacén. Que os den todas las lámparas que tengan.

La orden fue brusca, casi despótica. Paulo la encajó con rabia mal disimulada y Sexto con una especie de apatía.

– Un momento -intervino Bálder.

– ¿Sí? -se volvió Níccolo.

– Habrá que pedir sólo las que necesitemos.

– No creo que haya muchas. Y no sabemos cómo son -alegó Níccolo, con docilidad, pero también como si le hubiera ofendido la rectificación de Bálder-. Sugiero que pidamos todas las que tengan y que una vez que las hayamos instalado decida si bastan o hay que encargar más.

– ¿Crees que nos darán todas sus existencias?

– Lo mandan los canónigos.Todo lo que pidamos.

– Está bien. Haz como creas oportuno.

Níccolo se volvió a Paulo y a Sexto y confirmó la orden:

– Id.

Mientras los dos designados salían, Bálder repasó la lista de las tareas que debía encomendar a sus subalternos. Llamó a su lado a Níccolo. Sus otros ayudantes le observaban desde el mismo sitio donde los había encontrado al entrar. Casio parecía no haber dormido bien y Alio permanecía impasible.

– Lo primero -dijo a Níccolo-, es hacerse con esas lámparas. De las que consigan, querría una pequeña para mi mesa de trabajo. Traed la mesa que he estado usando en el barracón. Después hay que dejar bien limpio esto, empezando por descubrir el suelo que hay debajo de los escombros.Ve organizando un turno para barrer cada día. Aquel al que le toque deberá venir media hora antes que los demás. También podrá irse media hora antes, por la tarde.

– No sé si eso lo permiten las normas, maestro.

– Tendrán que permitirlo. Prefiero perder cada día media hora de un hombre a trabajar entre la porquería. Hablaré de eso con el capataz. Cuando hayáis limpiado, tomaremos medidas exactas. Asegúrate de que para entonces tenemos lo necesario. Lo siguiente que habrá que hacer es traer las herramientas y la madera. Herramientas, todas, según vayan llegando. Por lo que se refiere a la madera, traed de momento la poca que había en el almacén. Más adelante habrá que tener la que no nos impida movernos con holgura.

Níccolo anotaba mentalmente las instrucciones de Bálder, asintiendo a cada una de sus palabras. Se le veía impaciente por empezar a cumplirlas. El extranjero no encontró nada más que encomendarle y se dispuso a dejarle ir. Pero antes quiso despejar una duda.

– Una última cosa -dijo, demorándose a propósito para estudiar la reacción de Níccolo-. Me gustaría entablar una relación más directa con los otros. No quiero que todo les llegue a través de ti, como si yo no quisiera mezclarme con ellos.

Su segundo torció sus pequeñas facciones en un gesto de asombro y se apresuró a espiar a Casio y Alio, que continuaban en su lugar, prestos a nada más que lo que sus superiores dieran en reclamarles expresamente.

– ¿Algún problema? -hurgó Bálder.

– Disculpe, maestro -tartamudeó Níccolo-. Estoy aquí para evitarle molestias. Yo puedo mantener la disciplina entre los hombres. No tiene por qué preocuparse usted de cosas insignificantes.

– Quiero preocuparme, Níccolo. Te pongo al mando, pero no harás de frontera entre ellos y yo.

En la cara de pícaro apareció una sombra de contrariedad.

– Si no confía en mí, quizá debería pedirle al capataz que me reemplace.

– Esto no tiene que ver con la confianza. Tampoco pienso sustituirte por ninguno de ésos, si es lo que te inquieta. Sólo quiero que mi idea de ellos no sea la tuya, ni su idea de mí la que voluntaria o involuntariamente tú les transmitas. Somos pocos y todos tendremos que hacer partes delicadas del trabajo.

– Se hará como diga, maestro -se rindió Níccolo.

– Gracias. Pon a esos dos en movimiento.

Casio y Alio, con disgusto el primero y escepticismo el segundo, acompañaron a Níccolo al barracón para traer la mesa de Bálder. El extranjero quedó solo.

Una vez que se hubo hecho a la singular calma de la nave, Bálder intentó estimar la altura y la profundidad que podría tener la sillería. Tres niveles de cuarenta y cinco asientos daban para consumir una buena parte del espacio que contemplaba. No concebía disponer sin más unos detrás de otros, pero tampoco podía colocar las cabezas de unos canónigos a la altura de los pies de los que ocuparan el nivel siguiente. Aunque el coro tenía la altura suficiente para permitir esta solución, había de pensar en lo que el arquitecto hubiera previsto situar sobre la sillería. En ese momento oyó la voz de Aulo a su espalda:

– No hace mala mañana aquí dentro. ¿Me cobijas un par de minutos bajo tu lona?

– Usted sigue siendo el capataz, fuera o dentro. Y no es mi lona.

– No sé qué decirte.

– ¿No va a parar los trabajos?

– Llueve poco, por el momento. Y hemos perdido dos días haciéndote este precioso refugio.

Me pregunto por qué cuenta los días de retraso -dijo Bálder-. Por lo que llevo visto y oído, es usted el único al que le interesa eso aquí. Los demás, en cuanto se les da oportunidad, se precian de estar al corriente de que la catedral no va a acabarse. ¿Cómo se las arregla, capataz, para resistirse a la evidencia?

Aulo sonrió, mientras se frotaba los ojos.

– Te lo dije hace un par de días -explicó-. Yo me preocupo de lo que a nadie preocupa. Es una manera de ser.

– Soy extranjero, no retrasado, Aulo. Si no va a contestarme, dígalo francamente.

Aulo caminó hasta el centro del coro. Revisó el entramado que sujetaba la lona por encima de sus cabezas, con aire de desapasionada profesionalidad.

– Tendré que hacer que aseguren esa zona -observó, señalando una de las esquinas-. El viento sopla fuerte, a veces, cuando viene del Noroeste. Tal y como está ahora, podría salir todo volando.

– Me gustaría de verdad conocer sus razones -insistió Bálder, pasando por alto las reflexiones técnicas del capataz.

Aulo se dio la vuelta y le miró fijamente, enseñando un semblante gastado y risueño.

– ¿Te gustaría? ¿Y para qué, Bálder? Mi cometido no tiene nada que ver contigo. Cuando lleves dos meses aquí ni siquiera me verás si apuntas los ojos en mi dirección. Te molestará un poco el ruido que hago al gritar, te quejarás si no te llegan los suministros, y eso será todo. Ahora no conoces a nadie y te aferras a mí. Eres como un polluelo buscando a quien puso el huevo. Lo he vivido antes, y la verdad, ya sólo me aburre. Afortunadamente, no tardarás en superarlo.

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