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– No está contestando a mi pregunta. ¿Por qué sigue empujando si sabe que nadie se lo va a agradecer?

– Ah, ya veo. Me provocas para que diga, por ejemplo, que tú no sabes si me lo van a agradecer o no. Y eso nos llevará a otra pregunta: ¿Cuál es la misteriosa misión de Aulo? Elige respuesta en el repertorio de tu fantasía, Bálder. No quiero decepcionarte con la realidad.

– Pruebe a ver. Aulo se deshizo de su sonrisa.

– Si alguna vez averiguas qué pinto aquí, no será porque yo me tome el trabajo de abrirte mi corazón -aseveró-, aunque carece de toda importancia. Apúntalo y no lo olvides en lo sucesivo. Puede valerte también para tratar con los otros. Aquí nadie tiene amigos, en el verdadero sentido de la palabra. Algunos se juntan a veces, para no tener que defenderse todo el tiempo de todo el mundo, pero siempre hay quien se aprovecha de la cercanía para asestar un golpe con ventaja. Por eso yo no me junto con nadie. Y menos con el último que llega.

Por alguna razón, Bálder recordó entonces el breve cambio de impresiones que acerca de Aulo había mantenido con Horacio, el escultor de mujeres. Cansado de no obtener ningún resultado, atacó:

– Mientes, capataz. No es eso lo que estás pensando. Aulo recobró la condescendencia habitual en su actitud hacia Bálder. Despacio, razonó:

– Si mintiera, y notaras algo realmente, sería poco juicioso que me lo echaras en cara. Hablo en términos generales, no te precipites a sacar conclusiones.

– Soy extranjero. No sé lo que hago.

Aulo suspiró.

– Esta conversación acaba de tocar fondo, me parece -dedujo pausadamente.

– Estamos de acuerdo -suspiró Bálder a su vez-. Cambiando de asunto, necesito ver los planos del coro. Los del arquitecto.

El capataz enarcó las cejas.

– ¿Para qué? -preguntó-. El coro es tuyo. Los planos serán los que tú hagas.

– Pensé que podía estar previsto poner algo sobre la sillería.

– ¿Como qué?

– Un órgano, una balaustrada. Qué sé yo.

– Prescinde de eso. El órgano va en otro sitio, y una balaustrada ya la harán si dejas espacio y hay operarios ociosos. Si no los hay, pueden encargar frescos, o cualquier otra cosa, o nada. El proyecto está lleno de lagunas. A la gente como tú se la llama para que las llene. Eres libre, Bálder. No busques excusas si no sabes qué hacer. Deja el hueco para otro.

– No he dicho que no sepa qué hacer.

– Yo tampoco. Era una suposición, nada más -aclaró Aulo, encogiéndose de hombros y dirigiendo sus pasos de regreso al exterior del coro.

– Otra cosa -le detuvo Bálder-.Tengo previsto que cada día uno de mis hombres venga media hora antes, para limpiar. A cambio se irá media hora antes de la hora de salida.

– Eres un individuo muy pulcro.

– Quería saber si hay algún impedimento.

– No creo que eso distorsione gravemente el desarrollo de la obra. Tú hazlo. Si a alguien le molesta ya te avisaré. Con tu permiso, regreso a la lluvia. Ya me estarán echando de menos.

– Te veré a la hora de la comida.

Aulo resopló y repuso:

– Si no hay otro remedio. Tampoco me maravillan mis soliloquios al calor de la sopa.

Al tiempo que Aulo salía, llegó Níccolo con Alio y Casio, y éstos con la mesa. Níccolo traía en una caja los útiles de dibujo de Bálder. La mesa, siguiendo las indicaciones del extranjero, la colocaron en el extremo derecho de la nave, en la zona anterior. Desde allí gozaba de una buena perspectiva y estaba menos expuesto al frío que en el lado izquierdo, donde se encontraba la entrada que habían practicado en la lona. Pese a todo, temió los momentos de inmovilidad que pudiera pasar allí. Bajo la lona no podían encenderse hogueras, como las que prendían a veces los hombres en el exterior para calentarse cuando descansaban del esfuerzo físico. Dijo a Níccolo:

– Consigue también una estufa, o mejor, unas cuantas. No quiero neumonías entre nosotros, si puede evitarse.

Alio recibió esta vez el encargo, mientras en el rostro de Casio se transparentaba la desgana con que admitía el destino de verse sometido al imperio conjunto de Bálder y Níccolo. El extranjero sorprendió su gesto y optó por abordar directamente el problema:

– Casio, ven aquí.

El llamado se acercó despacio, bajo la recelosa observación de Níccolo. Cuando tuvo al hombre ante sí, Bálder preguntó sin circunloquios:

– ¿Quieres que le pida al capataz un sustituto? Otro en tu lugar, quiero decir.

– Yo, no… -titubeó Casio.

– No te recrimino nada. Puede que prefieras estar en otro sitio. Si es así, dilo. Haré lo posible para que lo consigas.

Bálder le buscó la cara, pero Casio, que había enrojecido de manera visible, la mantuvo fuera de donde el extranjero pudiera encontrarla. Haciéndose una violencia que le era imposible disimular, el operario declaró:

– Estoy bien aquí.

Bálder no se dio por satisfecho:

– No nos entenderemos si empiezas engañándome. No trates de huir de la intemperie a toda costa. Si no te gusto, elige el frío. Será mejor para los dos.

– Es pronto para decir si me gusta o no -replicó Casio, con impertinencia.

– En ese caso te ruego que dejes de comportarte como si hubieras decidido esa cuestión. Y cuando la decidas, decídela con todas las consecuencias. Escojas lo que escojas tendrás mi apoyo, ante quien haga falta. No sé si lo entiendes. No estoy hablando por hablar.

Casio alzó la vista y afirmó, inconvincente:

– Le entiendo, maestro.

Para empezar con aquel hombre, pensó Bálder, era suficiente. Le hizo ademán de que se marchara y resumió:

– Está bien. No quiero sorprender a nadie.

Durante la corta conversación con Casio, Bálder había estado vigilando de reojo a Níccolo, que no había dejado escapar detalle de lo que ambos hablaban. Mientras el operario regresaba a su tarea, el extranjero llamó a su segundo con una seña. Cuando estuvo a su lado, en voz lo bastante baja como para que el otro no les oyera, le consultó:

– ¿Tienes algún comentario?

– No creo que me corresponda hacerlos, maestro.

– Habla con libertad.

– No puedo decir lo que debe hacer. Debo hacer lo que me diga.

– ¿Es un juego de palabras?

– Es como están organizadas las cosas. Nada más.

– Dime algo, al menos. ¿Llegarán a adaptarse a mi método?

– No puedo responder. Yo todavía no lo comprendo. Bálder le contempló con simpatía.

– Te agradezco la franqueza. Pero también te agradecería que intentaras ir comprendiendo. Ayudaría para hacer lo que tenemos que hacer.

– No quedará porque yo no lo intente, si se trata de ayudarle.

Anda, muéveme a los hombres. Quiero esto iluminado y limpio cuanto antes. Necesito hacerme una idea clara de lo que tenemos.

En ese momento llegaron Paulo y Sexto con las lámparas. Siguiendo las órdenes de Níccolo, los hombres las instalaron todas, las encendieron y el coro quedó alumbrado, sin exceso.

– Ya le dije que andaríamos justos -gritó Níccolo, que observaba la nave desde el otro extremo.

– Podemos arreglarnos -aprobó Bálder-. Ahora poned las estufas.

Alio acababa de entrar con cuatro estufas, que situaron en las cuatro esquinas del coro, una de ellas a escasa distancia de donde había quedado colocada la mesa de Bálder. Acto seguido Níccolo comenzó a dirigir las labores de limpieza, imitando a escala reducida, en correspondencia con la menor extensión de su territorio, algunos de los modos de Aulo. Contra lo que el extranjero había supuesto, su voz modulada para la sumisión no flaqueaba al espolear a los otros.

Mientras sus hombres trabajaban, Bálder se sentó a su mesa y repasó sus planos, los que había hecho dos días antes y apenas retocado la jornada anterior. Confrontó las formas ideales que su cerebro y su mano habían llevado al papel con el espacio real al que tenía que adaptarlas. Sin prisa, aguardando a que todo estuviera limpio y pudieran tomar medidas para afinarlos más, empezó a trazar, a partir de los primeros bocetos, nuevos esquemas de la sillería. Abstraído en este ejercicio, Bálder dejó transcurrir plácidamente la mañana. Cuando sonaron las cinco campanadas que anunciaban el almuerzo, indicó a Níccolo que interrumpieran el trabajo. Los hombres se fueron enseguida. Él se entretuvo en reordenar sus papeles y recoger la mesa. Antes de salir advirtió que Alio seguía allí. Estaba sentado en un rincón de la nave, arreglando algo en su calzado, sin cuidarse de su presencia. Bálder tuvo la tentación de acercarse y al mismo tiempo la intuición de que no debía ensayar con el carpintero una maniobra similar a la que había utilizado con Casio. La distante docilidad que Alio había exhibido durante toda la mañana no tenía nada en común con la actitud del otro. A pesar de estas reservas, el extranjero se dirigió a su ayudante:

– ¿Algún problema?

Alio no levantó la cabeza.

– Pura rutina -informó-. Me lastimé el pie hace un par de meses. Ya está bien, pero a veces se me resiente.

– Si tienes molestias, vete a descansar.

– No es necesario, gracias.

Bálder dudó un segundo y después, forzadamente, dijo:

– Así que fuiste carpintero.

– Sí. Lo fui.

– ¿Dónde?

Alio le miró por primera vez.

– ¿Le importa eso? -preguntó.

– No exactamente eso. Sí cuánto conoces el oficio.

– Lo conozco. Más que los otros. Quizá más que usted, pero para asegurarlo tengo que verle trabajar. Hasta ahora sólo le he visto decir lo que tenemos que hacer y dar la sensación de que planea el futuro.

Bálder rió, o trató de reír.

– Sí, es posible que no sea tan buen carpintero como tú -aceptó-. En cualquier caso, no pienso ocuparme del trabajo de carpintería propiamente dicho. Quiero que lo hagas tú, y que adiestres a los otros. Yo necesito tiempo para tallar. También pretendo enseñar a tallar a quienes resulten ser más habilidosos. Si te interesa, cuento contigo.

– Nada aquí me interesa especialmente -contestó Alio, sin embarazo-. Procuraré hacer todo lo que mande.

Bálder titubeó otra vez. Sin embargo, le costaba retroceder una vez que se había acercado a aquel individuo.

– No me pareces el tipo de hombre que se contenta con ser un operario -apostó, aguantándole a duras penas a Alio el brumoso aplomo de los ojos-.Te ofrezco hacer funciones de artista.

– Se equivoca.

– ¿Qué quieres decir?

– Que me contento con ser lo que soy. Que nunca, ni porque usted me lo prometa, ni porque yo me deslice soñándolo, seré lo que los canónigos han decidido que no sea.

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