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– Olvida a los canónigos. No hay ninguno por aquí. Y espero que no los habrá normalmente.

– No lo tome al pie de la letra. Es una forma de hablar. Por sí mismos, los canónigos no significan nada, al menos para mí.

– No te muerdes la lengua.

– No espero sacar beneficio por mordérmela.

– ¿Ni sufrir perjuicio por no hacerlo?

– No tengo qué perder. Quizá los otros lo tengan. No sé, no entro en la vida de nadie. Lo que es seguro es que usted sí tiene qué perder, maestro. Cuide lo que habla y con quién.

– ¿Debo tomarlo como un consejo?

– Eso es cosa suya. Sólo le pido que no se haga ilusiones conmigo. Para eso tiene a Níccolo, que le reconoce como amo. Yo trabajo para el Arzobispado y el capataz me dijo que le obedeciera. Eso es todo. ¿Puedo ir a almorzar?

– Sí, claro -dijo Bálder, confuso.

Alio salió al exterior, donde la llovizna caía ahora casi imperceptiblemente. Bálder le vio alejarse con su paso regular, algo cargado por la lesión que afectaba al pie izquierdo. Después echó a andar bajo las gotas levísimas y tomó el camino del comedor.

Durante la comida Aulo insistió una y otra vez sobre las ventajas de que Bálder disfrutaba bajo la lona.

– Lo bueno de lo tuyo -discurrió en voz alta, mientras sostenía la cuchara sobre el cuenco de sopa-, es que vale tanto para el invierno como para el verano. Ahora puedes reírte del frío, con tus estufas.Y cuando llegue julio, y a los desgraciados les chorree el sudor sobre la piel quemada, tampoco sufrirás molestias. A la sombra, con un poco de ventilación, vuestra vida será de lo más confortable.Voy a solicitar que me degraden, por si me admites en tu cuadrilla. Haría todo lo que me dijera Níccolo, puedes estar seguro.

– Algunos de mis hombres no parecen contentos con su suerte -comentó Bálder, con cierto fastidio.

– Estarán fingiendo, no sea que les vayas a notar el entusiasmo y les obligues a trabajar como bueyes.

– Trabajarán como bueyes de todas formas.

– ¿Por eso los cuidas tanto? ¿O es por cuidarte tú? Bálder dejó el cubierto sobre la mesa.

¿Acaso se supone que tengo que dejarme morir de frío? Si es así, olvidaron incluirlo en mi contrato. Me fuerzan a que trabaje en el recinto, y lo hago. Me instalan una lona, y no me opongo. Veo que tengo un modo sencillo de evitar que mis hombres, y de paso yo mismo, caigamos enfermos, y lo utilizo. Nadie se ha preocupado de indicarme que estaba prohibido.

– Aquí hay pocas cosas prohibidas. Cada uno sabe lo que no debe hacer.

– Excepto yo, parece.

– No he dicho eso. No están prohibidas las estufas. Si lo estuvieran no las habría en el almacén. Quizá otro en tu lugar no se habría atrevido, pero puede que eso sea algo a tu favor. El tiempo lo dirá. Yo no me precipito en mis juicios.

– Tú no te precipitas en nada, Aulo. Confieso que al primer vistazo me engañaste. Otros disimulan callándose. Tú disimulas a gritos.

– Tengo un oficio que me exige gritar. Quizá no sea un buen oficio, ahora que lo mencionas. Es el que acerté a buscarme.

– No sé, capataz, creo que por mucho que te esfuerces no voy a ser nunca capaz de compadecerte.

– Puedo vivir sin ello, no te apures -bromeó Aulo, apartando la sopa con una mueca de fatigada repugnancia.

Durante las dos primeras horas después de la comida Bálder siguió trabajando en sus papeles, mientras los hombres terminaban la limpieza del coro. Cuando Níccolo osó acercarse a interrumpirle, el recinto había cambiado por completo de aspecto. Limpio parecía más grande, y al aumentar la sensación de tamaño aumentaba también la de vacío.

– No sé si da su aprobación, maestro -imploró Níccolo.

– Sí, cómo no -concedió Bálder, a la vez que dejaba la pluma sobre el tablero-. Queda tiempo para tomar las medidas. Coged las cintas.

Níccolo organizó a los hombres de acuerdo con las indicaciones de Bálder, que fue designando las distancias que le interesaba conocer con precisión. Estaban midiendo la profundidad del coro cuando, en la boca abierta en la lona, apareció una figura tambaleante.

– Salud, Fálder, y familia -farfulló el recién llegado, a quien no fue difícil identificar como Pólux antes de que la luz de una de las lámparas descubriera completamente su rostro.

Níccolo se volvió hacia Bálder, y lo mismo, un segundo después, hicieron los otros cuatro hombres: Sexto sin expresión definida, Paulo al acecho, Casio con un indisimulable regocijo y Alio con prudencia.

Bálder enfrentó la mirada de los cinco, sin alterarse.

– No recuerdo haberte invitado, Pólux -amonestó al intruso.

– Te perdono por ello, amigo mío. Ya sabes que no soy hombre de ceremonias. Me he permitido invitarme yo mismo a la inauguración. Traigo algo para bautizar tu palacio. -Y alzó la mano para mostrar la botella que blandía con poco respeto de la vertical.

– Éste es un lugar de trabajo y estamos trabajando.

– No por mucho madrugar amanece antes. Deja para mañana lo que puedas no hacer hoy.

– Estás borracho -observó Bálder, y con una pizca de desprecio preguntó-: ¿Es que no se te ocurre otra forma de hacer pasar el día?

Pólux se frotó la mejilla. Después, reflexionó:

– Sólo los cretinos y los héroes permanecen serenos, mientras padecen el oprobio de existir. Poseo experiencia sobrada para saber que el heroísmo resulta sumamente infrecuente. Así que me inclino por pensar que eres un cretino, maestro.

Bálder encajó el venablo sin conmoverse, observando a sus hombres.

– ¿Hay algo que te parezca que puede divertirnos, Casio? -preguntó, prescindiendo de la presencia de Pólux.

Casio truncó apresuradamente la sonrisa que había dejado que iniciaran sus labios y permaneció callado.

– No va a defenderse, maestro, no seas canalla -rió ruidosamente Pólux-.Yo sí puedo defenderme. Atácame a mí otra vez. He visto pocas cosas tan graciosas como la cara de puerro que se te pone cuando me insultas.

Bálder retiró la vista de sus hombres y echó a andar hacia el visitante. Caminó despacio, en linea recta, mirando al suelo y sin sacarse las manos de los bolsillos. Cuando llegó a donde estaba Pólux se detuvo y limpió con la punta del pie un grano de arena imaginario sobre el pavimento.

– No tengo la menor intención de insultarte -explicó al estucador-. No despiertas mi curiosidad hasta el extremo de pararme a pensar insultos para ti. Ni siquiera me importa por qué vienes a estorbarme sin que te haya hecho nada. Solamente te exijo que te vayas, y que no vuelvas.

– Por lo que veo, en tu país la hospitalidad goza de escaso prestigio -juzgó Pólux-. Qué otra cosa se puede esperar de un sitio donde morirse sobrio es virtud.

– No creo que conozcas mi país lo bastante.

– Lo conozco de sobra. Está por todas partes, maestro. Tiene tantos hijos que cansa contarlos. Me he equivocado empeñándome en darte alguna probabilidad. Un error disculpable, fruto de la novedad y de alguna flaqueza del cerebro. Ahora veo que eres de los que merecen su destino.

– Rectifica pues. Vete.

– Tendrás que echarme. No son ganas de seguirte viendo, es el orgullo que me impide obedecer a un imberbe.

Los hombres presenciaban en silencio el duelo entre el maestro y el intruso, sorprendidos por la dureza del primero e intrigados por la verborrea del otro. Bálder percibió, no obstante, el retraimiento de Níccolo, el sutil desdén de Alio.

– Te estoy echando -dijo a Pólux.

– No así. Así no lograrás que me vaya.

Titubeante, el extranjero sacó las manos de los bolsillos. Las acercó a los hombros de Pólux, con intención de hacerle girar. El otro las miró con compasión, y cuando fueron a posarse sobre su cuerpo disparó el brazo y las apartó con tal fuerza que Bálder estuvo a punto de perder el equilibrio.

No tuvo espacio ni calma para pensar. Su mente oscurecida emitió una orden furiosa y lanzó un puñetazo que topó con un rostro de esponjosa consistencia. El agredido cayó sin sentido, rompiendo con estrépito contra el suelo la botella que sujetaba. Bálder reparó en que se había desplomado sin soltarla, como si los dedos de Pólux asieran el vidrio con independencia de su voluntad. Incluso en el suelo retuvieron el gollete al que sólo permanecía unida una mínima parte de lo que había sido la botella. Luego notó el dolor que acudía a sus nudillos. Aunque aquél era el primer puñetazo que pegaba desde su infancia, le había dado con toda el alma.

La cabeza de un operario, atraído por el ruido, asomó en la abertura de la lona y desapareció inmediatamente. Bálder se quedó por un instante sin saber qué hacer. Alio se aproximó al hombre tendido, se agachó a su lado y le levantó el cráneo. La nariz sangraba y tenía los ojos cerrados.

– ¿Cómo está? -inquirió Bálder.

– Fuera de combate -apreció Alio, con indiferencia-. No morirá de ésta, si desea un diagnóstico. Un excelente golpe, maestro.

En eso apareció Aulo en el coro. Solo, como siempre.

– ¿Qué demonios ha pasado aquí? -tronó.

– Vino a provocar. Tuve que golpearle -informó Bálder, sin firmeza. Buscó algún apoyo de sus hombres. Todos se mantuvieron al margen, que era casi apoyar una reprobación. Níccolo, desde la otra punta del coro, le contemplaba inmóvil, perfectamente anulado.

Aulo se inclinó sobre el hombre derribado. Alio le tranquilizó:

– El puñetazo fue fuerte, pero no se ha hecho daño al caer. Está más borracho que lastimado.

Aulo se levantó y se dirigió a Bálder:

– Ven conmigo.

Afuera la lluvia caía con cierta intensidad. Al sentirla en su cara Bálder comprobó que estaba indeciblemente fría. Un grupo de operarios se había arremolinado ante el coro. El extranjero acertó a distinguir también a algún artista. Aulo dispersó al grupo sin contemplaciones:

– A los que quieran quedarse a mirar les garantizo que tarde o temprano caerán de un andamio alto. Me empeñaré personalmente en ello.

Los hombres volvieron a sus ocupaciones. Aulo se aseguró de que aquello quedaba despejado y repartió un par de órdenes perentorias a algunos que se rezagaban. Después llevó a Bálder junto al muro. Con voz templada, le dijo:

– Conozco a Pólux. Sé que es un buen hombre y nunca se ha peleado con nadie. Lleva muchos años aquí y vive en paz con su conciencia.Antes de despreciarle por su botella debes meditar que estar en paz no resulta sencillo para algunos hombres. Te confío esto para que entiendas por qué creo que has tenido tú la culpa. Antes de que desperdicies esfuerzos, te aseguro que no podrás convencerme de que no tuviste más remedio que apalearle.

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