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Capítulo 8 NÁUSICA

Después del altercado, Horacio se mantuvo alejado de Bálder. Cuando coincidían, a la entrada o a la salida de la obra, o durante el almuerzo, le vigilaba con nerviosismo y se apartaba de él tanto como las circunstancias permitieran. Al extranjero le chocó esa intimidación, porque entre los amigos del escultor se contaban personajes lo bastante poderosos como para borrar cualquier huella del paso de Bálder por la obra. Pero Horacio tenía una razón acuciante para eludirle. Durante muchos días, a Bálder no se le fue de la cara la mirada febril con que había apretado la punta de su estilete sobre la garganta del otro.

Después de admitir que Camila había desaparecido para siempre, Bálder trató de asimilar su situación. Al principio se había dejado guiar por la cólera, y si hubiera sido por su gusto, se habría adentrado en ese túnel hasta dar con el final. Pero después de que Aulo evitara la ejecución de Horacio, la violencia había quedado desprovista de sentido. Haber detenido la mano en aquella oportunidad le obligaba a detenerla hasta que algo más que una ofuscación menguante le indicara por dónde debía seguir. La noche siguiente a la pérdida de Camila durmió profundamente. Era como si arrancándole a la mujer hubieran tensado de un solo golpe, hasta quebrarla, la cuerda de sus sentimientos. No supo llorarla, como le debía no por haber-la amado, sino por haberla expuesto y entregado a las fauces de su enemigo. Cayó en el sueño como un trozo de madera al agua, y de idéntico modo, como si flotase, regresó a la mañana siguiente. Alzó los párpados y tuvo que recordar el sitio en que se encontraba y los acontecimientos de los últimos meses, hasta exhumar, por último, los de la víspera. Pero tampoco entonces lloró. Salió del lecho, puso sobre su cuerpo las ropas grises de servidor de la catedral y tomó el camino de la obra, con la misma resignación estólida con que había cruzado durante semanas el paisaje que separaba el atardecer del alba.

Ya en el coro, interrogó a sus hombres sobre el curso de los trabajos y repartió instrucciones con toda la frialdad de que fue capaz. Supuso que le iba a ser difícil borrar de la memoria de sus subordinados su inexplicable comportamiento de la mañana anterior, aunque ninguno de ellos hizo la menor alusión al episodio. Alio le informó con su imparcialidad habitual acerca de los aciertos y tropiezos que los otros iban teniendo y Níccolo atendió escrupulosamente sus órdenes, para ocuparse de que durante el día fueran cumplidas con exactitud. Bálder percibió no obstante que Níccolo, que carecía de la doble vida de Alio, hacía grandes esfuerzos por mostrar naturalidad. Por primera vez, quizá, se sintió más cercano a su segundo, indolente instintivo y delator vocacional, que al taimado Alio, falso operario laborioso y espía mediante contraprestación.

Durante la comida, Aulo fue a verle. Bálder estaba con Núbila, comiendo en silencio.

– ¿Puedo unirme a vosotros? -preguntó Aulo-. Serán cinco minutos.

Desde luego -le invitó Bálder, con sequedad, tras consultar con la mirada a Núbila. El andrógino observaba a uno y a otro.

¿Te sentó bien el descanso? -se interesó el capataz, sin rodeos.

– Siempre sienta bien.

– Espero que no se repetirá lo de ayer.

– Si he de hacerlo, no será aquí. Te ruego que me disculpes y te agradezco que vinieras. Lo habría lamentado después.

– Lo lamentarás si cometes semejante error, aquí o fuera de aquí. No pongas esa cara. Sólo es un consejo de amigo.

– ¿Somos amigos tú y yo, Aulo?

– No me considero adversario tuyo.

– Puede ser. Hasta ayer me lo habría tomado como una broma. Ahora no sé qué pensar. No ganabas nada interponiéndote, pero lo hiciste.Tampoco ganas nada guardando el secreto, y dices que lo guardarás.

– No es que lo diga. Ayer no pasó nada, por lo que a mí respecta.

– Por desgracia, para mí no es tan sencillo.

Aulo contempló durante unos segundos los enérgicos movimientos con que Bálder llevaba la sopa hasta la boca y de allí la enviaba a su estómago.

– Dudo que me aceptes una recomendación, maestro. Entre tú y yo no puede haber confianza porque no estamos en el mismo apuro. Eso lo comprendo, como no me importaría que comprendieras que yo debo quedarme al margen. Pero no soy un perro sin entrañas que disfruta con las penalidades de otros. Aunque no me creas o no quieras escucharme, te sugiero que seas más templado. No le des a Horacio ni a otros el placer de comprobar cómo pueden hacerte perder los estribos. ¿Qué es lo máximo que habrías podido lograr ayer? Que Horacio se desangrase detrás del barracón. Mal asunto para Horacio, peor para ti, y nada más.

– Por eso te hice caso.

– Pero sigues rumiando la idea. Ni ésa ni otra por un estilo te van a ayudar.

– Ando cavilando. No he decidido nada, todavía.

– He visto a otros en tu situación. No sé dónde vais por las noches, porque yo sólo las uso para dormir al calor de mi mujer, y no me pesa más de lo que me pesan las criaturas que me nacen de vez en cuando. Lo que sí sé es que los que se dejan arrebatar terminan estropeándose la suerte. A lo mejor esto te parece una porquería. A mí me lo parece, al menos. Ahora bien, cuando vayas a dar un paso que no te hayan mandado que des, ten en cuenta que puedes empeorar y que no tendrás ni siquiera el consuelo de ser el primero.

– Creí que ibas a esperar sentado y a reírte cuando me hundiera. ¿Por qué me avisas ahora?

– Hasta ahora sólo paseabas la lengua. Ayer estuviste a punto de matar a un hombre. Salte del camino. No eres tan canalla como para merecer lo que va a tocarte.

Bálder cambió de plato sin alterar el gesto. Apartó el cuenco de la sopa y hundió la cuchara en un apestoso guiso de judías con carne que le hizo añorar los tiempos en que había tragado con ganas la comida de la obra.

– Me sorprendes -reconoció, con la boca medio llena-. Por lo visto, estoy condenado a no conocerte, capataz.

– No nos jugamos lo mismo. Pero todos tenemos una misma cosa que perder: los días de mierda que consumimos aquí. Ése es el único vínculo que puede existir entre nosotros. Un vínculo poderoso y débil a la vez. No me enfrentaré a nadie por ti, porque no es sólo mi pan lo que arriesgaría, o aunque lo fuese. Pero sentarme contigo y avisarte no me cuesta nada.Tampoco hace falta que me lo agradezcas. Es la costumbre de mirar por los demás.

– Gracias de todas formas. Cuando vengan por mí, podré creer que tú no has sido.Ya es algo.

– No lo hagas, Bálder. Ni siquiera se enterarán. En un mes te habremos olvidado.

– Puede que eso me atraiga. Pero no te preocupes. He dejado de tener prisa. Meditaré lo que haga.

Aulo se levantó.

– Vuelvo a lo mío. Si me quedo aquí mucho más, alguien sospechará lo que no nos conviene a ninguno.

Bálder terminó su plato. Núbila, que no había perdido tiempo para pronunciar una sola palabra en la conversación que acababa de concluir, había limpiado su plato unos minutos antes.

– ¿De qué estabais hablando? -interrogó al fin.

– De que ayer me llevé a Horacio fuera del recinto y le amenacé con clavarle una de mis herramientas en la garganta si no me facilitaba cierta información. Aulo lo impidió.

¿Cómo se te ocurrió hacer eso?

Bálder soltó la cuchara.

– Me han dado, Núbila. No sé quiénes. Han querido hacerme daño y me lo han hecho. Es justo que estés enterado. Tal vez debas reconsiderar si te interesa sentarte a comer conmigo.

Núbila palideció. Con un hilo de voz, rehusó la oferta:

– Eso está fuera de cuestión. No voy a abandonarte.

No me debes nada. No he hecho nada por ti. Y mucho menos haría lo que tú haces por mí.

Eso es mentira.

Aunque lo fuera, a ti no te sirve de nada. Tú no te buscas problemas, como yo.

– ¿Qué te han hecho?

– Había una mujer. Ayer se esfumó, sin dejar rastro. Núbila quedó pensativo.

– ¿Qué opinas? -rió fatigadamente Bálder-. ¿Es una advertencia o es el principio del fin?

Núbila no respondió enseguida.

No soy el más indicado. Estuve allí una noche y salí corriendo. Pero si he de apostar, apuesto que es una invitación.

– ¿De quién?

– Entiéndeme, es sólo lo que supongo.

– De Náusica. ¿Para qué?

– Para que vuelvas.

No pretendo volver.

Si se ha tomado la molestia, va a hostigarte. Te obligará, por mucho que te esfuerces.

– ¿Me sugieres que vaya a ver a Horacio y le pida que me lleve a la próxima reunión? Me la han quitado, Núbila. Te engañaría si te dijera que la quería más de lo que quiero mi propio pellejo, pero se la jugó por mí. Algo tengo que hacer, cualquier cosa antes que volver allí como si nada.

Núbila apartó la vista de donde Bálder pudiera encararla.

– No deseo que vayas allí. Pero vas a tener que hacerlo, si ella lo desea.Yo soy un desertor y no puedo imponer mis deseos a nadie. Ella, en cambio, manipula los actos de los que caen en su red.

¿Y yo he caído en su red?

– A estas alturas, no veo cómo podría contestar que no.

– Así que me aconsejas que me rinda.

No te aconsejo nada. Temo que tendrás que ir. Lo que hagas allí, rendirte o lo que sea, dependerá de tus fuerzas, de tu astucia, de la suerte.

Me niego, Núbila.

Sólo por ahora. Irá más lejos, si le hace falta. A Núbila le temblaban las manos.

¿Tienes miedo? -escarbó Bálder.

Naturalmente. Lo tuve sólo con verla. Pero eso no debe importarte.

No tengo derecho a arruinarte lo que tienes. Vete, Núbila. Me las arreglo solo.

Cualquiera tiene derecho a arruinar lo que yo tengo -otorgó Núbila, con amargura.

– Si no me dejas alternativa, seré yo quien se aparte de ti -aseguró Bálder.

Eso no puedo evitarlo, aunque me entristecería. No lo comprendes, Bálder. Haber estado aquí sentado, mientras alguien sospecha lo que no me conviene, por utilizar la frase de Aulo, es un buen pedazo de lo poco que podré llevarme.

– ¿Llevarte adónde? No seas estúpido.

– Llevarme al momento en que el miedo lo llene todo. El tiempo es una ilusión.Ya te conté que al principio se me hacía largo y que después se me hizo demasiado corto. Con este tiempo que ahora me resbala entre las manos, tanto da atrasar o adelantar el final. En cualquier caso será pronto y será de noche y estaré asustado. Estoy peleando por tener algo que recordar. He desperdiciado los mejores años. No me fastidies cuando estoy tratando de corregirlo -y añadió, con calor-: No te cuides de mí. Cuídate tú, que todavía estás a tiempo.

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