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– Gracias. Por la felicitación.

– En resumen -pasó otra vez por alto Ennius la impertinencia de Bálder-, aunque su vida parece haberse agitado algo en las últimas semanas, la apariencia externa de su trabajo es perfectamente loable.

– ¿La apariencia externa?

– Por eso le he hecho venir. No me basta con que el capataz me asegure que su sillería marcha y sus hombres están bien organizados. Haga memoria. La obra tiene un propósito, un temperamento propio. Me preocupa que en todas estas semanas sin apenas noticias suyas, en lugar de tratar de asimilarlo, como me prometió, se haya desviado o, lo que sería más grave, haya renunciado a participar de él. Ahora me aclarará si mis temores son infundados.

En la mente de Bálder bullían ideas enardecidas, contra las que debía luchar si quería dar a Ennius una contestación apropiada. Había un problema preliminar, que consistía en dilucidar qué era lo apropiado en aquel momento en que sólo le importaba la pérdida de Camila. En cualquier caso, no podía tener al canónigo esperando toda la mañana.

– Bien, ahora diría que entiendo mejor cómo funciona todo -improvisó-. Hay aspectos que sigo sin explicarme, pero quizá no sean los que más me afectan. Mis hombres ponen en práctica mis instrucciones y hace bastante que no observo en ellos las reticencias del principio. Me relaciono con otros artistas. Algunos me son simpáticos y otros no, conforme dicta la lógica de las cosas. El capataz me atiende ni mejor ni peor que a otros. Mi trabajo unos días me conforta y otros no, lo que tampoco me cabe considerar anómalo. Estoy mejor que hace un par de meses.

Ennius se reclinó en su asiento.

– Como bien sabe, no le preguntaba por nada de eso.

– ¿Y por qué me preguntaba? Debe excusarme. No he dormido mucho.

– Usted y yo teníamos una apuesta.

Bálder, esta vez, meditó un instante antes de hablar.

– Claro -asintió-. Se trataba de averiguar si yo sería capaz de convertirme a su mística. El objetivo no es hacer una sillería para la catedral. El objetivo es contribuir segundo a segundo a la catedral, ser parte de la obra y persistir en ella, sin desear el fin.

– Al menos, lo ha definido con pulcritud.

– Pues no deseo el fin -volvió a mentir Bálder. -No sea tan lacónico.

– Cada mañana me levanto y voy allí, al recinto. Superviso lo que mis hombres harán durante la jornada y después me concentro en mi tarea diaria, en que la pieza que estoy tallando sea tan magnífica como mis manos puedan hacerla. Una vez que la he terminado, me aplico a la siguiente. Cuando atardece, repaso lo que he hecho y doy gracias por haberlo podido hacer.

– ¿Y en qué piensa cuando talla cada pieza?

La primera intención de Bálder fue colocarle a Ennius otra mentira. Pero dijo:

– En que si Dios puede verla, aunque sea sólo una parte de un todo que es a su vez la parte de otro todo y así hasta el infinito, no tenga objeción.

– Huele a soberbia.

– Soberbia sería aspirar a gobernar alguno de los todos.

– Y usted no aspira.

– Puede empeñar su sotana.

Ennius eludió la descortesía de Bálder para reflexionar, con un suave regocijo:

– Usted siempre es peculiar. Nunca se pronuncia de forma que uno pueda aplaudirle ni de forma que sea factible censurarle.

– No desespere -repuso Bálder, con impaciencia. Ennius alzó las manos.

– Francamente, se me escapa qué he podido hacer para que tenga ese concepto de mí.Todo mi interés es ayudarle y asistir a su éxito.

– Era una forma de hablar.

– Noto que tiene prisa. No voy a robarle más tiempo. Sólo querría que en adelante establezcamos una disciplina. Venga a verme cada dos semanas. Tráigame sus bocetos si es que tiene alguno nuevo. Cuando lo estime usted oportuno, quiero decir, cuando haya adelantado lo suficiente, me gustaría hacer una visita de inspección.

Bálder se representó mentalmente la estampa del canónigo avanzando entre los escombros. Nunca había visto a ninguno en el recinto, y había llegado a suponer que ninguno había pisado ni pisaría nunca la catedral.

– Por supuesto -acató no obstante el deseo de Ennius.

– ¿No hay nada que necesite y tenga alguna dificultad para obtener?

– Nada. Me sobra la madera, las herramientas están en buen estado y me he acostumbrado a trabajar sólo con cuatro hombres.

– Magnífico. Ha sido un placer volver a conversar con usted.

– Adiós.

Bálder rozó apenas la mano blanda y perennemente sudorosa del canónigo. Cruzó la antesala sin ver a la sucesora de Camila y ya sin recato echó a correr por la galería. Mientras recorría la distancia, de pronto inabarcable, que le separaba de la habitación de Camila, sintió un rencor insoportable contra el canónigo, cuya llamada, a todas luces injustificada por lo que habían tratado, se le antojaba destinada sólo a revelarle la desaparición de la mujer.

En la celda de Camila encontró el esqueleto desnudo del que había sido su lecho y todos los armarios vacíos. La ventana estaba abierta y una siniestra brisa introducía en el cuarto jirones de aromas primaverales y gorjeos de pájaros.

Se encaminó hacia la catedral. Cuando entró en el recinto iba sudoroso y con la respiración fatigada. Pasó cerca de Aulo, quien se abstuvo de hacer comentarios, e irrumpió en el coro. Sus hombres se quedaron inmóviles, compartiendo por una vez Alio y Níccolo una expresión similar. Abrió el estuche en el que guardaba sus herramientas de precisión y extrajo una gubia de fina y afilada hoja. Con ella oculta entre sus ropas, salió del coro. Anduvo el trecho que le separaba del lugar donde trabajaba Horacio sin reparar en los accidentes contra los que iban tropezando sus pies. El escultor estaba sentado en la cornisa, contemplando abstraído una cadera cuya curva le resultaba poco convincente.

– Baja de ahí, Horacio -le reclamó Bálder.

– Es hora de trabajo, maestro.

– Es hora de que hablemos.

– No creo que el capataz esté de acuerdo, la verdad. Bálder tiró de uno de los pies de Horacio y lo bajó a tierra.

– Vamos fuera, tras el barracón -le urgió.

– Está bien. Cálmate, hombre.

Aulo les miraba cuando salieron, pero no hizo nada por impedirlo. En cuanto estuvieron tras el barracón, Bálder masculló:

– Voy a hacerte sólo dos preguntas, Horacio. Una: ¿Dónde está Camila? Dos: ¿Quién es Náusica?

Horacio lanzó una risita.

– Si era eso, te has confundido de hombre.Yo no puedo informarte. Lo siento.

Bálder sacó la gubia y la puso en la garganta de Horacio.

– Te doy sólo otra oportunidad. Si no contestas voy a matarte aquí mismo, como un perro. Perdona si ya no te resulta tan divertido.

Horacio estaba pálido como la cera. Entrecortadamente, aseveró:

– No sé dónde está Camila. Lo juro.

– ¿Está muerta?

– Es posible -susurró Horacio-, y si no, como si lo estuviera.Yo no he tenido la culpa, maestro.

Bálder contuvo el aliento. Apretando la punta del estilete sobre la piel de Horacio, insistió:

– ¿Quién es Náusica?

– No puedo -imploró el escultor-.Te lo dirá ella, si quiere.

– En ese caso estás muerto -coligió Bálder, sin emoción.

– No.

– Sí. Dime quién es o reza lo que recuerdes.

– La hija del Arzobispo -sollozó Horacio.

En ese instante apareció Aulo.Venía con las manos en los bolsillos. No había inquietud en su rostro.

– No sigas, Bálder -ordenó.

El extranjero estaba anonadado, sin capacidad para reaccionar en un sentido o en otro: ni para degollar a Horacio ni para aplazar su muerte.

– No sigas -repitió el capataz-. De esto no me he enterado. Si lo clavas no tendré más remedio que enterarme. Hazlo por mí, Bálder.

Poco a poco, Bálder aflojó su presa. Horacio se escurrió y fue a refugiarse detrás de Aulo. El extranjero volvió a guardar la herramienta bajo sus ropas. Ante sus ojos no estaban aquellos dos hombres, sino la masa negra del monstruo, que escudriñaba las debilidades de su alma con la luz violeta de sus ahora indudables pupilas. Lo veía, transfigurado en la piedra de las torres, en el armazón inconcluso de la catedral. Le oía resoplar, al monstruo, esperándole, a Bálder, y al fondo, como un rumor, la voz de Aulo, que decía:

– Gracias, maestro. Quizá convenga que hoy te vayas a descansar.Yo cuidaré de tus hombres.

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