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Aquella noche, entre las sábanas de Camila, Bálder se resarció de su pasividad; fue pródigo y restauró su posesión, entregó su alma y la rescató del abismo al que la había asomado. Camila temblaba entre sus manos como si fuera a quebrarse, como temblaba y amenazaba con quebrarse todo lo que entre sus manos había y aun sus mismas manos. Pero por unas horas, Bálder conoció el extraño favor de Dios.

Por la mañana, mientras caminaba hacia la obra, comprendió que había llegado la primavera. Oía zumbidos de insectos, las plantas resurgían, el sol alumbraba en lo alto sin obstáculos. No hacía frío y en el cielo había regiones de un rabioso azul.

En el recinto de la catedral, sin embargo, poco había variado respecto del invierno. Aulo vociferaba y los operarios le obedecían de mal grado. Los artistas no exteriorizaban un gran alborozo, pese a la mejora de las condiciones de trabajo al aire libre con que el cambio de estación les beneficiaba.Y en el coro, cuando entró bajo la lona, la tarea diaria se reanudaba al ritmo de siempre. La obra, en suma, era la misma, y había de reconstruir su espíritu de resistencia si quería recuperar el arte que durante el tiempo que había estado en tratos con Horacio había abandonado.

Durante el almuerzo, Núbila apenas se paró a encubrir su curiosidad por lo que había sucedido a Bálder en el otro lado.

– ¿Cómo te fue? -preguntó, en cuanto se sentaron a la mesa.

– Muy bien -opinó Bálder.

– ¿Eso qué quiere decir?

– Vi a los canónigos y a los demás amigos de Horacio. Vi a las mujeres.Vi a la llamada Náusica. Escuché discusiones que luego resultaron ser una pobre farsa. Presencié un par de escenas de violencia. Nada que me sedujera. Después hice una serie de extravagancias y me largué de allí. No pienso volver.

– ¿Qué extravagancias?

– Me deshice de Horacio, ofendí a un canónigo y me llevé a una mujer. No una mujer cualquiera.También creo que omití rendir pleitesía a la llamada Náusica. Pero nadie me indicó que se esperaba eso de mí, si es que se esperaba.

– Te estás riendo de mí.

– En absoluto.Y no tuvo ningún mérito. No se me ocurrió qué otra cosa podía hacer.

– Si lo que me cuentas es cierto, no estoy comiendo en la mejor compañía posible.

Bálder, sin una conciencia exacta del significado de sus palabras, ofreció de corazón a Núbila:

– Lo entenderé si optas por alejarte de mí.

El andrógino ponderó la sinceridad de la oferta, sin suspicacia, con toda naturalidad. Denegó con la cabeza.

– No, maestro.Y no es porque mi conciencia, que ha consentido otras, no me permita esa bajeza.Te tengo afecto.

A Bálder le hizo mella la sencilla declaración de Núbila. No la había previsto, y tampoco le aliviaba. Quizá no tenía derecho a arrastrarle con él.

– ¿Por qué? -protestó.

– Porque desde el comienzo has hecho todo lo que yo no me he atrevido a hacer.

– Siempre dijiste que me equivocaba.

– Y lo mantengo. Pero tener razón nunca consuela de no tener lo que es mejor. Para ti la razón es superflua.Yo la necesito y eso me hace peor que tú.

– Bobadas.Tú no eres peor que yo.

– No juzgues ahora. Deja que la vida lo resuelva.

– Yo no acabaré bien. Lo presiento.

– No lo sabrás basta que no compares con cómo acaban otros.

– ¿Qué insinúas?

– No insinúo.Afirmo que jamás hubo aquí uno como tú. Nadie ha conocido lo que tú has de conocer. No tienes miedo y la fortuna encumbra a los impávidos.

Bálder quiso replicar, pero al ir a escoger las palabras hubo de convenir con Núbila: no tenía miedo. Era euforia o inconsciencia, temeridad o ignorancia. Entreveía las amenazas y no podía sino sospechar que pesaban sobre su cabeza. Pero no tenía miedo. Con probabilidad no se trataba de valor, sino de una atrofia temporal del órgano indispensable. Quizá del cerebro, quizá del corazón.

En los días que siguieron la sillería progresó como no lo había hecho en semanas. Por una parte, sus hombres iban dando forma a la estructura del primer nivel central, y por otra él extraía de la madera algo bastante aproximado a lo que animaba los borradores que se amontonaban en sus carpetas. Era notable que lo hiciera casi sin sentimiento, calculando incluso el sacrificio. Aunque no solía tratar así la madera, los resultados ganaban de lejos, en autenticidad y en mérito, a sus realizaciones anteriores.

Muchas de las noches Camila iba a buscarle o él iba a buscar a Camila. Cada segundo que pasaba con ella era una presa que arrebataba al ser informe que los rodeaba, a ese ser que en sus pesadillas tendía sobre ellos las torres de la catedral y los acechaba con el destello violeta de los ojos de Náusica. Camila se obligaba a estar feliz y disimular su miedo, hasta el extremo de que por momentos Bálder habría apostado que estaba en realidad contenta y tranquila. Algunas noches, se prestaron incluso a aventurarse por los subterráneos. Observaban a sus habitantes, complacidos en su propia diferencia, que les vedaba a un tiempo la sorda pudrición de aquellos seres y sus posibilidades de perdurar. En cierta ocasión, Bálder sufrió el acoso de Octavia, probablemente estimulada por la pequeña victoria que estaba convencida de alcanzar frente a Camila llevándose a Bálder de su lado. Sin duda, Octavia resultaba una mujer soberbia, frente a la discreta entidad de Camila. Además, aquella noche iba casi desnuda.Ante el asalto de la vesánica, Bálder consultó abiertamente a Camila:

– ¿Qué te parece?

– Recomiéndale que se conforme con Horacio. Tal vez esté dispuesto a hacer esta noche una consagración para ella.

– ¿Una consagración?

– Ella sabe.

– Ya lo has oído, Octavia. -Y apartándola, agregó-: Me mata ese vestido.

A Bálder no le preocupó la expresión homicida de Octavia como no le preocupaba nada de lo demás. Era como si, una vez aceptada la comisión del primer pecado, estuvieran empeñados en acumular el mayor número de quebrantamientos, para compensar cuando llegara la penitencia.

Les dejaron dos semanas, tal vez tres. A lo largo de ellas Bálder no pudo quejarse de la menor vacilación de Camila. Se mantuvo erguida, siempre solícita y llena de fe. El tampoco fluctuó, aunque le era más fácil, desde su condición de extraño. La suya siempre fue una unión desigual, como desiguales fueron las consecuencias.

Una tarde Aulo entró en el coro. Antes de dirigirse a Bálder realizó un detallado examen de los trabajos.

– ¿Algún problema? -dijo el extranjero.

– No por mi parte -se desentendió plácidamente Aulo-. Ennius quiere verte. Está un poco molesto por el tiempo que hace que no vas a rendirle cuentas.

Bálder ni siquiera pudo hacer una estimación aproximada de cuánto tiempo hacía. Era evidente que había descuidado sus relaciones con su inmediato superior.

– De acuerdo. Iré mañana mismo.

– Eso es lo que me manda a exigirte.

– Bien, entonces.

Aulo seguía mirándolo todo.

– ¿Algo más? -le apremió Bálder.

– No, ya acabo. Me ha pedido que le informe de cómo vas.

– Ya veo. ¿Y puedo saber qué informe vas a transmitirle?

Aulo le dio una palmada en el hombro.

– Bueno, naturalmente. El coro es un espacio de trabajo modélico. Segaste las malas hierbas a su debido tiempo y ahora sólo se respira armonía.

– ¿Vas a desaprovechar la oportunidad?

– ¿Qué oportunidad?

– La de partirme los tobillos.

– ¿Qué me va a mí en tus tobillos?

– Siempre podría resultarte agradable.

– Ya soy mayor para pensar en esas chiquilladas. Yo cumplo con mi trabajo. Si algo está bien, bien está. Cuando me aburro, no parto tobillos. Cuento nubes o sacos de cemento. Lo primero no estorba y lo segundo es útil para descubrir escamoteadores.

– Cómo pude dudar de ti.

– Eso es lo que yo me pregunto. Mañana a las nueve. No creo que Ennius celebre que te retrases.

Aquella noche, la última que durmió con Camila, no ocurrió nada de lo que Bálder pudiera acordarse después para alimentar su nostalgia. No hubo un gesto, una frase, ni siquiera una caricia especialmente trémula. O si las hubo, le pasaron desapercibidas. En adelante, cuando echara de menos a aquella mujer, que había asumido el destino de rebelarse a sabiendas contra el monstruo que él apenas presentía, habría de recurrir a cualquiera de los demás instantes. A los que pertenecían a la otra que ella había sido antes de entregarse o al sueño fugaz que compartieron después de su entrega.

Cuando Bálder, a la mañana siguiente, abrió la puerta de la antesala de Ennius, se dio de bruces con algo que le forzó primero a hacer una comprobación y en segundo término, tras cerciorarse de que en efecto era la antesala de Ennius, a aceptar el horror: en el sitio de Canilla había otra mujer. Era más pequeña y a la vez más gris. La mujer le analizo por encima de sus anteojos y musitó, tan bajo que Bálder apenas distinguió sus palabras:

– ¿Desea algo?

– Vengo a ver al canónigo. Soy Bálder, el maestro tallista -se rehizo, como pudo.

– Aguarde aquí.

Luego vino el ritual que Bálder ya conocía, pero que protagonizado por aquella desconocida le infirió un confuso sufrimiento. Al final la puerta se cerró y se halló solo frente a Ennius. Tan solo como nadie podía imaginar.

– Empezaba a temer que hubiera muerto -comenzó ironizando Ennius.

– He estado absorto en el trabajo -mintió sin escrúpulos Bálder.

– ¿Sólo en el trabajo?

– ¿Lo pregunta porque sospecha o porque le consta que he hecho otras cosas? -se revolvió el extranjero. El canónigo enarcó las cejas, pero parecía prevenido para no ponerse nervioso.

– Debo entender que no sólo ha estado volcado en el trabajo, pues. No se lo reprocharé. De hecho fue mi consejo en nuestra última entrevista y me congratulo. Pero temo que ha emprendido un aprendizaje demasiado acelerado. Tanto que no sólo le ha hecho desatender algunos asuntos, sino que puede haberle conducido a formular juicios y adoptar actitudes con alguna precipitación.

– No soy quién para juzgarlo. Usted dirá.

De nuevo, Ennius rehuyó el choque. Pausadamente, refirió:

– He recabado el informe del capataz y tengo que reconocer que no puede ser más satisfactorio. Según me comunica, la sillería avanza con orden y ha organizado a los hombres con sensatez y eficacia. Tuvo algún problema con un operario y tomó la decisión acertada, aunque suponía un trance ingrato. Fue honroso para mí aprobarlo en su día y estoy encantado de felicitarle ahora por el pulso firme que ha sabido demostrar cuando ha sido preciso.

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