– Salud -brindó al llegar junto a él.
– Si es una burla podrías ir a hacerlas a otra parte -le repelió Tullius.
La reacción del canónigo animó a Bálder a escarbar en la herida.
– Me ha impresionado tu discurso -le tuteó mordazmente-. Me has persuadido de que eres un hombre del que pueden aprenderse muchas cosas valiosas. Excusa mis reticencias de hace un rato.
– ¿Qué placer te proporciona esto? -inquirió Tullius, recuperando una parte de su arrasada dignidad.
– Justamente el que no te proporciona a ti. Comparto tu teoría sobre la necesidad de que otros no tengan placer para tenerlo uno. Me has convencido en abstracto y en concreto.
– ¿Quién te crees para hablarme así? -trató de imponerse el canónigo, cediendo dignidad a cambio de un paupérrimo orgullo.
– Soy un librepensador. Pienso lo que me da la gana y a veces lo digo. Antes me felicitaste por eso.
– Deberías medir mejor tus actos, maestro. Puedo liquidarte si insistes en hacerme atractiva la idea.
Bálder vació de un trago el vaso que llevaba en la mano y lo depositó en el suelo, junto a la pared. No podía reprimir su curiosidad por probar a Tullius. Sin dejar que su iracundo rostro le coartase, apostó:
– No me parece que puedas liquidarme. No me parece que puedas liquidar a nadie.Te he observado mientras hablabas. Ponías todo lo que tienes dentro en rebatir la propuesta de Gracchus. Y todo lo que tienes dentro es un silbido de pájaro frente a las amenazas de una delicada dama. En adelante la escucharé a ella. Tú eres un fantoche. Podría tenerte lástima, si no fuera porque jamás me apiado de un canalla.
Bálder notó que el alcohol trepaba velozmente a su cerebro y eso le ayudó a disfrutar de la estupefacción de Tullius. Pero cuando el canónigo optó por retirarse no tuvo más remedio que dudar si no habría dictado su sentencia de muerte. Algo había en aquella sala, o en la bebida que había tomado, que no le había sentado bien a su cabeza. Después de fingir laboriosamente durante sus entrevistas con Ennius, golpeaba por diversión a un canónigo cuya jerarquía debía de situarse en regiones con las que Ennius no era capaz de soñar ni en sus instantes de máxima vanidad. Ni el ominoso episodio a que Náusica había sometido a Tullius ni las consideraciones de Horacio al respecto le daban pie para cometer semejante exceso.
Sin embargo, en ese momento reparó en la causa por la que Tullius se había quitado de la circulación. Náusica, ajena a los agasajos de quienes la rodeaban, vigilaba sus movimientos. Sobre los duros rasgos centelleaban sus ojos. Bálder sintió que le disecaban y a la vez que le protegían. Achacó a la incipiente embriaguez éste como sus otros desbarros y reconoció la urgencia de huir de allí.
Buscando el camino de la puerta, distinguió a Camilaen un grupo cercano. Conversaba con un canónigo, pero al ver a Bálder se despidió bruscamente de él y salió a su paso. Nada más llegar a su lado le sujetó por el codo. Bálder la recibió con gratitud, aliviado por su reaparición.
– ¿Estás bien? -preguntó Camila.
– Sí. Me voy -informó Bálder-. Me he peleado con Horacio y he insultado a Tullius. Por hoy, ya me ha cundido bastante.
Camila estaba inquieta. No dejaba de mirar a su alrededor.
– No puedes irte así.Ven a sentarte.
Lo arrastró hacia una butaca vacía, en un rincón apartado de donde estaban los demás. Bálder se abandonó. De su mente no se borraba la huella violeta de los ojos de Náusica. Camila estaba alarmada.
– ¿Qué ha sucedido?
– Lo que te he dicho. No me gusta este lugar. Quiero volver a mi celda.
– ¿Sin más?
– Sin más. ¿Qué haces tú aquí, Camila?
– Horacio me trajo una noche, como a ti.
– Yo no pienso venir más.
– No sabes lo que dices.
– ¿Qué es lo que no sé? No juegues conmigo, como Horacio. Entre tú y yo hay algo diferente. ¿O no? Camila no respondió enseguida.
– Yo no sirvo a los fines que Horacio sirve.Ya te lo dije y nunca te he mentido.
– Explícame entonces qué es todo esto.
– Es el otro lado. Donde vienen los que juran repudiar la catedral para caer en las entrañas mismas de la catedral. Estás en la boca del lobo, maestro.
– Así que Horacio no me ha engañado siempre. Me habló de llevarme a las tripas de la catedral. No esperaba que tú estuvieras al final del camino.
– Yo vivo aquí. Éste es mi mundo. Esto es lo que odio.
– Todos los demás tienen aspecto feliz. A excepción de Tullius, naturalmente.
– Algunos se engañan, creen haber huido, o mejor dicho, huir cada noche que vienen aquí. Ésos son los menos. Gracchus, algún otro incauto. La mayoría creen sin más estar en el lugar que les permitirá medrar. Olvida toda la basura que ha soltado Tullius: es puro fingimiento. Si está aquí, como casi todos los demás, es porque desea ascender dentro de la jerarquía. Otros lo hicieron antes. Él mismo ha mejorado mucho su posición desde que fue introducido aquí. Hasta que se le ha atravesado a Náusica, esta noche. Por eso anda tan contrito.
– ¿Y los artistas?
– Vienen por lo mismo. Obtienen un trato favorable, privilegios. A cambio sólo tienen que adular a los canónigos. Un precio módico, si no fuera porque nunca queda en eso. Todos los que ves lamentan haberse vendido al diablo. Ahora viven el peligro, cada noche.
– ¿Qué peligro?
– Varios. Los canónigos no son sus iguales. Las mujeres que hay aquí los pisotean siempre que se ponen a tiro. Náusica puede hacerlos asesinar si una noche padece de jaqueca.
– ¿Y Horacio?
– Horacio vive más suelto, porque presta más servicios al círculo. Mientras siga siendo el cazador podrá tomarse las licencias que se toma. Cuando alguien decida que ya no sirve, sufrirá como ninguno, y lo sabe. Por eso se aprovecha con ese descaro. Es un vividor.
Bálder observó a Camila. Ante sí tenía a la tercera o quizá la cuarta mujer que ella había dado en ser. La prefería a la que le recibía en la antesala de Ennius, aunque no estaba seguro de preferirla a la que iba a su celda, ni a la que había salido a exhibirse en el subterráneo. Era más diáfana, pero Bálder había deseado enamorarse de aquella mujer y a tal fin sentaba mejor un cierto enturbiamiento.
– ¿Y tú, a qué vienes? -interrogó.
– A qué vengo -se mofó Camila, amargamente.
– Me refiero a qué esperas conseguir.
– Nada. Vengo porque no tengo elección. -Tomóaliento antes de relatar, con cansancio-: Horacio me captó para ser una de las mujeres. Debería suponer que es una especie de honor ser la última de las cortesanas de Náusica. Pero hace dos años que vengo. Aunque no arriesgo como otros, no me fascina decorar las reuniones o ser el aliviadero de los canónigos. Lo llamo así porque no he topado con ninguno que practique algo que merezca otra palabra, ni siquiera la más sucia con que pueda denominarse el acto entre seres normales. Si al menos me cupiera emplear una palabra sucia, podría sentir que me corre la vida por las venas. Esto es un cementerio. Lo malo es que los muertos son capaces de una crueldad inagotable, en desquite de su propia desgracia.
A Bálder todavía le dolió la revelación de Camila. Pero acogió el dolor sin sublevarse, casi con gozo, porque le arrancaba de la insensibilidad a la que se había habituado. Sin hostilidad, ni hacia Camila ni hacia su propia suerte, arguyó:
– No deberías estar aquí conmigo. Estás descuidando tus obligaciones.
– Los canónigos agradecen un poco de dificultad.Tratan de suplir con el baile la falta de música. Estar aquí contigo no es algo que tenga que perjudicarme, de momento.
– Pero tu acompañante no deja de espiarnos.
– En ese caso debería besarte. Le provocaría y disfrutaría más dentro de una hora. Él, quiero decir.
– ¿Y por qué no lo haces?
– No es sólo él quien nos mira.
Automáticamente, Bálder buscó a Náusica. Bajo los rizos rubios que le caían sobre la frente a la imperiosa muchacha, volvió a encontrarse con su pertinaz mirada y volvió a sentir un escalofrío. Regresando a Camila, dedujo:
– Así que la temes.
– Desde luego.Tengo motivos. La he visto actuar.
– ¿Quién es? ¿Debería temerla yo también?
Canilla no respondió. Incluso apartó la cara, como si tratara de ocultar su gesto.
– Pues no voy a temerla -anunció Bálder.
En la cara de Camila, que ahora sí pudo ver, había una mezcla de desconcierto y pánico que por un momento desarmó al extranjero. Sobreponiéndose, Bálder siguió hablando:
– No voy a temerla porque nunca voy a regresar aquí. Dile a Horacio que no me ha interesado su truco final. Que se guarde a todos estos bufones de púrpura y a su avispa reina donde le quepan. Me vuelvo a la madera, que es mi casa.
– No estás pensando lo que haces -advirtió Camila, asustada.
– Lo estoy pensando como no he pensado nunca.Todos los que me he tropezado son siervos de la obra porque lo han aceptado.Yo no lo acepto y ya es hora de que lo empiece a demostrar. Me voy a levantar y me voy a marchar de este sitio.Ven conmigo.
Camila retrocedió un paso. Pero en sus ojos había una luz, tal vez simple excitación, tal vez el halago de que el extranjero la solicitase.
– Tendría que estar tan loca como debes de estarlo tú.
– Enloquece.
– No imaginas con qué estás jugando. Será un desastre.
– En ese caso, los dos correremos la misma suerte. He desconfiado de ti todas las veces que te he encontrado.Ven conmigo y no podré desconfiar.
Camila recorrió la sala con la mirada. Dio con el canónigo que la aguardaba, con Horacio, circunspecto como jamás le había conocido Bálder, y por una décima de segundo, con Náusica, que continuaba sin pestañear.
– Esto es el fin -dijo, sonriendo-. He intentado demostrar que eras como los otros, pero ya no me quedan más pruebas.Ahora, si es preciso, me toca morir por ti.Voy donde tú quieras, maestro.
Camila se puso en pie y Bálder contempló la serena tristeza de su rostro con la certidumbre de que jamás había sido ni volvería a ser tan bella. Apuró la vergüenza de que aquella mujer le quisiera como él no podía quererla, la culpa de tener en el cuenco de las manos un amor heroico que se iba a derramar sin que pudiera recompensarlo. No adivinaba el futuro y menos deseaba adivinarlo, pero juntó todas sus fuerzas para construir al menos en aquel frágil instante que era el presente algo que Camila y él mismo pudiesen guardar sin oprobio. Se irguió, buscó el equilibrio y dio a Camila su mano. Salieron despacio, Camila con la cabeza inclinada y Bálder desafiando la irrompible impasibilidad de Náusica, que los siguió desde su trono sin mover un dedo para detenerlos.