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– No te opondrás a que lo sometamos a votación del resto de los hermanos -le desafió.

– En absoluto -aceptó Tullius-. ¿Alguien está de acuerdo con Gracchus?

Bálder no contó arriba de tres brazos alzados. -Creo que con esto despachamos una enojosa cuestión. Si os parece, podemos pasar a otra cosa.

– Eres viejo, Tullius. ¿Has pensado que quizá no vivas para ver tu triunfo? Y en ese caso, cuando agonices, ¿seguirás creyendo que decidiste lo adecuado esperando a que la naturaleza hiciera su trabajo?

Quien había hablado, sin que nadie osara oponerse y sin que Tullius moviese un músculo mientras desgranaba su perversa dubitación, era una resucitada y distante Náusica.

– Mi querida Náusica -carraspeó Tullius, al cabo de un par de segundos durante los que todas las miradas cofívergieron sobre él-. Lo que he dicho nace de mis convicciones, y mis convicciones son firmes, hasta donde un hombre puede discernir.

– Allá tú, pero yo no me contentaría con eso -opinó Náusica-. ¿Qué pasará si algún día se levantan más brazos en favor de la propuesta de Gracchus? ¿Renunciarás a esa silla que ocupas para ser fiel a tus convicciones? Y si os vierais privados de la posibilidad de venir aquí a pasar estos agradables ratos de anarquía, ¿merecería la pena aguardar como los demás, sin otro aliciente que la obra y las distracciones toleradas por quienes la impulsan?

Desde los diez o doce metros que les separaban, Bálder oyó cómo Tullius tragaba saliva.

– No comprendo -tartamudeó el canónigo-. ¿Acaso crees que deberíamos atender a lo que propone Gracchus?

– La verdad es que Gracchus me da la sensación de no haber meditado lo que dice -se despachó Náusica, inmutable-.Tú en cambio sí has meditado. Pero la fortuna no siempre favorece al que más hace por ganarla. Me resulta perfectamente imaginable que seguir tus indicaciones termine siendo un error. Quizá fuera mejor hacer caso de lo que pide Gracchus.

– Hay que resolver, Náusica. No podemos orientarnos por tus imaginaciones.

– ¿No?

– Entiéndeme -rectificó Tullius, y aunque Bálder creyó que iba a agregar algo, profíto se vio que no sabía qué podía agregar.

– Te entiendo de maravilla. Quien no me entiende eres tú.

– Verdaderamente, Náusica, me lo pones difícil. Cuando antes has dicho, en fin…

– ¿Que podríais veros privados de estas reuniones? Siempre cabe que ocurra y no está en tu mano impedirlo. Eso es lo que espero que entiendas. Me es indiferente si seguís como hasta ahora o si os conjuráis contra la catedral de la forma que Gracchus desea. Soporto vuestras discusiones porque parece que os son inevitables. Pero por esta noche estoy colmada. Te ruego que des por clausurado el debate y que olvides por un tiempo tu aburrido complot. Al final vais a quitarme las ganas de encontrarme con vosotros.

– Pero, Náusica -sonrió nerviosamente Tullius.

– ¿Es que quieres que deje de ser amable? -tronó Náusica-. Lo que digo es, primero, que no veo que tengas razones para estar tan seguro de tus ridículas conclusiones, y que por eso y por otros motivos me desagrada tu suficiencia.Y segundo, que reduzcáis a su justo valor vuestros devaneos contra la obra, porque sólo tenéis garantía de libraros de ella mientras seáis admitidos aquí y eso depende de mí y no de lo listo que cada uno se crea. Esto va especialmente por ti, Tullius. ¿Está claro ahora?

Tullius no contestó. Precisó de todas sus fuerzas para cerrar la boca, que se le había quedado entreabierta. Mientras tanto, Náusica ya se había puesto en pie y escoltada por algunas mujeres se dirigía hacia la otra parte de la estancia. Bálder vio cómo hacía una seña a un sirviente que se apresuró a acercarse a ella. Al tiempo que la ayudaba a sentarse en una de las butacas, tomó nota de una serie de autoritarias instrucciones. Los demás empezaron a rebullirse en las sillas y poco a poco fueron abandonando las mesas. Primero se levantaron los canónigos, que no tardaron en mezclarse con el resto de las mujeres. Algo después, les imitaron los artistas. En determinado momento, sólo quedaban en su sitio Tullius, Camila, Horacio y Bálder. Al supuesto maestro de ceremonias nadie fue a prestarle el menor apoyo, salvo Caius, que al pasar le dio una cariñosa palmada en la nuca. Camila observaba a Bálder con gesto apacible y una llama en la mirada. Horacio se exploraba las uñas, con impudicia.

Con la dificultad que entrañaba lo novedoso de la situación, Bálder se sintió no obstante en disposición de deshacer su malentendido inicial: el otro lado no era el dominio de una camarilla de canónigos intrigantes regidos por un mistagogo llamado Tullius. El otro lado era el reino de Náusica. El propio Horacio le había dado la pista, al explicar como lo había hecho la aparición de la muchacha. Pero, ¿quién era Náusica? Bálder había conseguido estudiarla a hurtadillas y no le echaba arriba de veinticinco años. No tenía el aire del resto de las mujeres del Arzobispado, ni el de las que poblaban de noche los subterráneos, ni siquiera el de las otras que había allí. Su prepotencia era única y brutal. No era como el orgullo de Octavia, discutible. Había humillado a Tullius sin emplearse apenas e inapelablemente. Cualquiera que fuese su poder, era lo bastante terrible como para aplastar a quien le viniese en gana. Entonces Bálder recordó lo que había hablado con Camila acerca del miedo y con Núbila acerca de su fugaz experiencia del otro lado. Náusica debía de ser la causante del miedo que Camila padecía, y acaso también quien había espantado a Núbila. Faltaba saber por qué y cómo. Horacio le sacó de estos pensamientos:

– Siempre podría suceder que me equivocara -comentó, regocijado-, pero creo que acabamos de asistir al fin del prolongado protagonismo de Tullius.

En la otra zona de la estancia se habían formado otra vez grupos, entre los que se movían ahora los sirvientes repartiendo viandas. Náusica conversaba amigablemente con otras mujeres y con un par de canónigos. Bálder tanteó a Horacio:

– Esto no es propiamente un círculo de conspiradores contra la obra, ¿verdad?

– No.Aunque la conspiración es la inclinación natural y a nadie le gusta la obra, ni es siempre así ni es sobre todo así.Yo diría que Tullius representa la postura más razonable y también la más cómoda para Náusica. Gracchus tiene veleidades que pueden resultar menos prácticas. Pero ha habido y habrá otras posturas y tácticas distintas. En todo caso se trata de un aspecto secundario. De esa mesa nunca ha salido nada y nunca saldrá nada. Sólo ocurre que los canónigos, y singularmente los altos, corno Tullius, no pueden superar ciertas costumbres. Es una lástima, porque estropea en parte las veladas.

– No me da que Náusica prefiera a Tullius sobre Gracchus.

– Ni pienses tampoco lo contrario. El caso es que Tullius se estaba poniendo realmente fastidioso en los últimos tiempos. Había olvidado lo que no debía olvidar. Para ser tu bautismo, has asistido a una lección interesante. Estás entre los privilegiados y dispones de la oportunidad de no tener que vivir recluido en la miseria de la obra. Pero es una distinción que hay que disfrutar con cuidado. Muchos, y Tullius no será el último, han perdido lo que alcanzaron por tratar de aplicar al otro lado las mismas reglas de las que huían.

– ¿Y cuáles son las reglas adecuadas aquí, Horacio? ¿Hacer lo que le venga en gana a esa rubia desalmada? No acierto a ver otras y no intuyo qué tiene eso de glorioso o de apetecible.

Horacio le contempló con indulgencia.

– Ésta es tu primera noche. No tengas prisa.

– Si éste es el lugar al que me querías traer opino que ya es hora de que me digas qué es lo que te propones.

– No has terminado. Estás empezando, apenas.

– He empezado a sospechar de ti, Horacio. Hasta ahora tu juego no me importaba mucho, aunque perturbaras mi tarea. A ratos era incluso entretenido, dentro de sus limitaciones. Pero está dejando de entretenerme.

– No te apures por tu tarea. Lo que haces fuera de aquí es un desperdicio.

– Lo es desde que ando contigo. La mediocridad es contagiosa.

– Vaya, va a resultar que eres un artista de talento.

– Lo fui. Puedo volver a serlo.

– Adelante. Sé uno de los cien artistas de talento que agonizan al servicio del Arzobispado, levantando la catedral.

– No voy a levantar la catedral, nunca. Hablo de hacer mi obra.

– Vas a levantar la catedral. ¿O te crees mejor que los otros? Nadie vino a ser esclavo del Arzobispado. Pero todos lo son. Todos menos los que llegan aquí y aprenden a merecerlo.

– De modo que ésos no son esclavos del Arzobispado y tú tampoco lo eres. ¿Y de quién sois esclavos? ¿De una niña despótica?

– No sabes de qué estás hablando.

– A lo mejor te llevo esa ventaja.

– Eso nunca es una ventaja.

– Prueba a averiguarlo. Confiame lo que no sé.

– No puedo. No está en mi mano.

– Dejaré de ir contigo -amenazó Bálder.

Estás en tu derecho.

– No conseguirás lo que pretendes sacar de mí. Horacio le miró con ostensible piedad.

– Tú no has hecho más que empezar, pero yo he acabado mi parte -reveló-.Ya estás al otro lado. De aquí no se vuelve.Te rechazan o te admiten, o te admiten y después te expulsan. Todo indica que has sido admitido. No pretendo sacar nada más de ti.

– ¿Qué es lo que indica que he sido admitido?

– He visto derribar a otros. Nunca con tanta saña como lo ha hecho con Tullius. Te ha dedicado un conmovedor acto de amor, maestro. Lo que me pasma es cómo Dios se obstina en dar dulce a quien no tiene paladar. Ahora, si me disculpas, tengo que dejarte.

Horacio se puso en pie y fue a reunirse con un grupo de canónigos en el que había también un artista y un par de mujeres. Una de ellas le recibió tendiéndole una mano que el escultor besó con fruición. Instintivamente, Bálder se volvió hacia donde había estado sentada Camila. Había desaparecido.

En ese momento comprendió que estaba en una sala del palacio, lejos de su celda, a merced de no sabía qué. No conocía a nadie y no tenía el menor deseo de trabar contacto con aquellas personas, ni con los canónigos, hacia los que sentía una repugnancia no inferior a la que le producía Ennius, ni con los artistas, cuya mendicante imagen le irritaba. En cuanto a las mujeres, aparte de estar mezcladas con los otros, le parecían seres demasiado remotos para plantearse o desear siquiera un acercamiento. Lo que tampoco podía hacer era quedarse allí, sentado.

Avanzó hacia la otra parte de la estancia porque era necesario atravesarla para llegar a la salida. El ambiente era distendido y alegre. Los canónigos lanzaban bromas gruesas que las mujeres reían con ganas. Bálder vio cómo uno de ellos, un hombre delgado de tez palidísima, acariciaba la cadera de su interlocutora. Mientras trataba de encontrar la ruta para escurrirse sin llamar la atención, un sirviente se le acercó y le ofreció bebida.Tomó un vaso para no despertar sospechas y se percató de que hasta que no lo apurase o hallara dónde dejarlo no podría marcharse. Tratando de dar con un lugar a propósito para desprenderse de él, sus ojos tropezaron con Tullius. Estaba solo y perceptiblemente abatido, a no mucha distancia de donde se había parado Bálder. Obedeciendo un impulso irreflexivo, fue hacia el príncipe destronado.

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