Bálder asistía perplejo a la encarnizada retractación de Núbila, dejando por instantes de oír sus palabras. Veía sólo cómo arremetía contra su esmerada rutina, prescindiendo de todo miramiento para con el hecho de que aquella rutina había sido la defensa que él mismo se había procurado. Protestó contra esta insensibilidad, no contra los argumentos de Núbila:
– No puedes hablar en serio. Tú has estado aquí durante años, siguiendo tus reglas. Las que yo sigo, si existen, sólo me han servido para que en unos meses esté al borde de la catástrofe. Soy yo quien debería enmendarse. Si estoy tan loco como para no hacerlo, a ti no te corresponde más que desentenderte.
Núbila se puso en pie.
– Creo que la discusión está agotada. Si juzgas que eso es lo que debes hacer, siéntate mañana a comer solo.Yo me sentaré en esta misma mesa.
El andrógino echó a andar, pero a los dos pasos se detuvo.
– En otra cosa estamos en desacuerdo -dijo-. No creo que haya ninguna catástrofe rondándote, por ahora. Si así fuera, te habrían hecho desaparecer con la mujer. Quizá eso habría sido lo corriente. No te subestimes. No dejes que te vaticinen el futuro por las experiencias de otros.Tú vas a sobrevivir a lo que ninguno ha sobrevivido.
– Ignoraba que fueras aficionado a la profecía. -Soy aficionado a la conjetura, que es más humilde. Aun así, no erraré por mucho.
Durante los días que siguieron, Bálder no reunió el coraje o la integridad necesarios para irse a un rincón solitario a despachar el almuerzo. Siguió sentándose con Núbila, y éste lo recibió cada mediodía. Volvían a charlar sobre las cuestiones de que habían charlado antes de Horacio, antes del otro lado y de Náusica, antes de la conquista y la pérdida de Camila.
Sin embargo, a medida que transcurrían las jornadas de trabajo en la obra y las noches de soliloquio en su celda, el extranjero fue perdiendo pie. En el coro mantenía la compostura, abstrayéndose en la labor y el gobierno de sus hombres. Su arte había regresado a la monotonía, pero no hasta el extremo de avergonzarle. La cuadrilla le prestaba el apoyo suficiente y le planteaba las dificultades justas. Pero por la noche empezó a corrompérsele en el pecho el odio que no había desahogado cuando estaba en sazón, y aunque su propósito de no regresar al otro lado era firme, por su cabeza rondaron tentaciones de abordar a Horacio y obligarle a que lo llevase ante Náusica. Una vez que estuviera frente a ella, vacilaba al tratar de establecer qué era lo que debía hacerse. Unas noches apartaba a puñetazos a los canónigos, espantaba a sus cortesanas y le tiraba las manos al cuello para estrangularla. Otras se aproximaba por detrás y dibujaba con uno de sus útiles de tallar un relámpago rojo en su garganta. Algunas, más aturdidas, la asediaba con paciencia y lograba ultrajarla como a una res, aullando de perversión.Todas estas fantasías deambulaban por las regiones más tenebrosas de su mente sin que él fuera capaz de sujetarlas, como el esparcimiento incontrolable de la bestia que había reprimido cuando había tenido el pálpito de Horacio entre sus manos ávidas de seccionarlo. Soportaba las alucinaciones con estoicismo, degradándose mientras las daba a luz y luego al sofocarlas en la humareda de sus renuncias. Cada noche, tras dilapidar todas sus energías en aquel involuntario ejercicio, tenía menos claro qué era lo que la razón aconsejaba. Había abierto una tregua, había consentido un repliegue, con el solo objeto de rearmarse.Y ahora se encontraba tendido de bruces en medio del vacío, sintiendo aquellas ínfimas secreciones de su conciencia fluir como una baba que le colgara de la boca.
Finalmente, una noche, optó por vestirse y echarse a la calle con el cálculo de sumergirse en alguno de los subterráneos. En la ciudad siempre desierta le esperaba una fría y calmosa noche primaveral. Caminó por la plaza sin volverse a contemplar la masa negra del palacio a su espalda y se internó por las callejas. Hubo de darse con dos puertas cerradas antes de hallar una que respondiera a su llamada. Al otro lado del umbral apareció un hombre barbado que le identificó y le franqueó el paso. Mientras descendía hacia la sala, recordó que aquél era el lugar al que Horacio le había conducido la primera noche, cuando había iniciado su envenenada cadena de encantamientos y decepciones. En la sala había la moribunda animación de otras veces. La noche estaba avanzada y abundaban los borrachos desplomados sobre las mesas. Los músicos obligaban a sus instrumentos a expulsar unos gemidos que no eran música, sino la lamentación por haber olvidado lo que la música había podido ser alguna vez. La mujer gorda que administraba el alcohol creía la noche lo bastante gastada como para vaciar en su estómago una de las garrafas, con el objetivo indudable de caer derribada ella también sobre el mostrador. Bálder la interrumpió para proveerse de su ración de tóxico y ascendió hasta una mesa vacía. Desde allí observó el panorama. No localizó a nadie. No estaba Horacio, ni Octavia, por quien acaso había acudido allí, en ominosa solicitud de alguna sucia escaramuza de imposturas recíprocas. Inconsciente y con la boca abierta vio a la amiga de Octavia que había preguntado quién era Bálder la primera noche, la que esa primera noche y ésta tal vez última era con distancia la más inmunda de todas las mujeres que había allí. Por un segundo, aprovechando un nublamiento pasajero debido al alcohol, sopesó la idea de ir a despertarla y averiguar hasta qué abismos podía bajar con ella. Pero le detuvo un doble descubrimiento. En lo más alto de la sala, solo ante su jarra y pendiente de lo que él hacia, estaba Alio. Abajo, también sola a causa de la capitulación de su acompañante, que roncaba sobre la mesa, vio a la mujer que había reemplazado a Camila en la antesala de Ennius. Levantó la jarra en dirección a Alio, que no brindó, y se encaminó hacia la mujer. Cuando llegó a su mesa retiró el cuerpo del hombre y se sentó junto a ella.
– ¿Cómo te llamas? -balbució, sin mirarla.
– Leda -titubeó ella.
– Muy bien, Leda. ¿Cómo te trata Ennius?
– No me quejo.
– ¿Es sórdido?
– ¿Cómo?
– Nada. De repente me acordé de algo. ¿Te gusta esto?
– ¿Y a ti?
– ¿Tú qué dirías?
– Yo no diría nada -se encogió de hombros Leda. Tenía unos hombros estrechos, mates, sin el relumbre turbador de los de Octavia. Era una mujer recta, mal vestida, pintarrajeada como un jilguero. Podía poseer alguna especie recóndita de belleza, como cualquier mujer si es que lo era en realidad. Pero Bálder no estaba dispuesto a esforzarse por desenterrarla. La aceptaba así, grotesca e indeseable, escasa y desabrida como su fortuna.
– No te cansas en balde -apreció el extranjero.
– Nunca.
– Y si merece la pena, ¿te cansas?
– ¿Por ejemplo?
– Imagina que alguien te ofreciera su vida.
– ¿Eso vas a hacer?
– En determinado sentido.
– Y olvidándose de ella, agregó-: Que probablemente no comprenderías.
– Pues no acaba de atraerme.
– Te lo enseño fuera -prometió Bálder, apurando la miseria del momento.
– Estoy bien aquí.
Aquello era la culminación de algo.Aquello: que aquel espantajo le despreciara. Podía sentarse allí y mirar alrededor, comprobando la lodosa consistencia del suelo. Podía plantarle cara, ganarla con el sudor que no derramaría para salvarla de ninguna muerte. Por alejarse de estos pensamientos, la acorraló:
– No te valdrá rechazarme.Vendré mañana por ti, esperaré toda la noche y si no consientes te seguiré hasta tu alojamiento. Forzaré tu puerta y entonces me suplicarás que te perdone. Pero no te perdonaré.
– Yo no vendré mañana, y todo arreglado -se zafó la mujer, aburrida.
– Te seguiré esta noche.Todo será esta noche. El mundo se te ha acabado esta noche. ¿Entiendes? -gritó.
Leda se arrugó como una florecita minúscula a la que le hubiera caído encima, de golpe, toda la fuerza corruptora de un furioso otoño. Bálder comenzó a acariciarla, apretó su cuerpo, violó sus labios, hasta que notó o soñó que ella se entregaba. Entonces se separó de golpe y la conminó:
– Vámonos de aquí.
Salió con Leda de la mano, y al pasar a la altura de Alio se percató de una mínima variación en su mueca permanentemente escéptica. Durante toda la noche, mientras se afanaba por lisiar a aquella muchacha que nunca le había ofendido, no pudo sacudirse de la cabeza el gesto de su dudoso subordinado, aquel segundo en que el escepticismo había descendido hasta la conmiseración.
Al día siguiente, temprano, Aulo fue a anunciarle:
– Ennius quiere verte otra vez.
– ¿De qué se trata? -inquirió Bálder, con la desgana de la falta de sueño.
– No me dijo. Está nervioso. Todos están nerviosos. Me han pedido que limpie. Como si pudiera limpiarse esto. Algo nefasto va a pasar. Quizá contigo sea más explícito.
Bálder recogió sus últimos dibujos. Contra lo que había hecho hasta entonces, la mayor parte de ellos estaban tomados, o sea, copiados, de lo que había tallado previamente en la madera. Era un recurso para no ir con las manos vacías.
Leda, al verle entrar en la antesala de Ennius, tuvo un sobresalto. Luego debió de caer en que el canónigo la había advertido de que él se presentaría y se aprestó a cumplir con el procedimiento introductorio. Ennius tampoco se entretuvo.
– ¿Qué es eso que trae ahí? -le espetó apenas Bálder se acomodó ante su mesa.
– Son los últimos dibujos. Los traje por si tenía interés en echarles un vistazo.
– Sí, claro. Démelos.
Mientras examinaba los dibujos de Bálder, con menos parsimonia que la otra vez, le fue refiriendo:
– Le he hecho venir porque ha ocurrido algo imprevisto y bastante poco común, por otra parte. Se ha organizado una visita de inspección a la obra. Como ya le anticipé, yo quería haber ido, solo, para que pudiera mostrarme con calma lo que ha hecho hasta ahora. Pero se nos han adelantado: mañana, una comisión encabezada por el canónigo Gracchus girará una inspección general. Es improbable que se proceda a una revisión meticulosa de todos los trabajos, pero la sillería les es desconocida a todos y no descarto que se tomen un especial interés en ella.
– Si lo desea puedo enseñarle todo hoy mismo. Aunque los hombres están trabajando y puede haber algo de suciedad, el coro está en condiciones de ser visitado -propuso Bálder, sorprendido por las noticias y por la inusual agitación de Ennius.
– En otras circunstancias, podría ser una buena idea. Pero hoy prefiero no robarle ni un segundo de más. Precisamente le llamaba para que me informase de cómo estaba todo y para rogarle que despeje aquello hasta donde sea posible.