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– Haré que interrumpan la labor y que todos se pongan a limpiar.

– Que lo tomen con ganas. Gracchus ha asumido en fecha reciente la supervisión general de la obra. Eso significa que todavía tiene intacto el entusiasmo.

– Yo creía que todos los canónigos tenían intacto el entusiasmo -alegó Bálder, con imprudencia.

Ennius no concedió importancia a la ligereza del extranjero. De pasada, al tiempo que profundizaba en los pormenores de uno de los dibujos, le reprochó:

– Reserve sus sarcasmos para otra ocasión, Bálder. ¿Qué diablos es esto?

– Qué.

– Esto.

Ennius le tendió una hoja de papel en el que marcó dos puntos con sendas percusiones de su dedo índice. Bálder observó lo que el canónigo le señalaba. Seguramente había sido un descuido imperdonable traerse aquello. Sin alterar el semblante, inventó:

– El murciélago es un motivo muy usado, por la simetría y por la peculiar combinación de líneas curvas. Representa la noche, el reverso del resplandor divino, la sombra que atenaza al pecador. Lo otro es una doncella que se mira al espejo. Simboliza la vanidad humana.

– El murciélago flota airosamente sobre la escena. La doncella es hermosa. Parece algo confusa la finalidad ejemplarizante de la composición.

– Le puedo jurar que los he tallado sin ninguna simpatía por lo que representan.

– ¿Ha tallado esto ya?

– Bueno, sólo una prueba.

– Destrúyala -impuso Ennius, sin contemplaciones, devolviéndole el resto de los dibujos.

– Está bien -asintió Bálder, sin el menor propósito de obedecer a Ennius.

– Vuelva a la obra y encárguese de que todo esté como es debido. Quien mañana va a inspeccionar su tarea tiene facultades para complicarnos mucho la existencia a ambos. Hasta aquí nuestras relaciones han transcurrido por una senda de concordia y ayuda mutua. Espero fervientemente que continúen así.

Pero no hubo fervor en el modo en que estrechó la mano de Bálder, rehuyéndole los ojos y apremiándole a que se fuera.

Cuando entró otra vez en el recinto, reinaba en él una actividad frenética. Se fue directamente a donde estaba Aulo.

– Mañana viene una comisión de canónigos, a inspeccionar la obra -le comunicó.

– Ya me lo han notificado -bramó Aulo-. ¿Sabes cuánto hace que no viene un canónigo a la obra? Será unatragedia. Si me prestaran atención les constaría que el estado de la cátedral es indecente, pero prefieren no pensar en ello. Ahora que lo van a ver con sus propios ojos se escandalizarán. Hasta eso voy a tener que aguantarles. ¿Qué quería Ennius?

– Que limpiara.

– Pues hazlo. Si me disculpas, hoy no me siento conversador.

Cuando cayó la noche sobre la catedral, los escombros habían sido recogidos y estaban más o menos delimitados los sitios donde había algún peligro: zanjas, muros en construcción, el pie de los andamiajes. Más no podía remediarse en un día. Por lo que al coro se refería, los hombres lo limpiaron y trasladaron todo lo que dificultaba la visión del tramo de sillería que estaban levantando. Sobre algunos asientos se veían las primeras tallas de Bálder. Las restantes, ensayos en su mayoría, hizo que las dispusieran a lo largo de una de las paredes. Exceptuó las que le disgustaban y la del murciélago y la doncella con el espejo, que ocultó donde nadie pudiese encontrarla.

Por la mañana vio venir la comitiva desde la entrada del recinto. Allí estaban todos los artistas, arremolinados en torno a un irritable Aulo. El capataz, enfundado en un impoluto uniforme azul que no era ninguno de los que vestía habitualmente, golpeaba a intervalos regulares el suelo con su pie izquierdo. Al parecer el protocolo prescribía que los artistas debían recibir a sus superiores a la puerta de la catedral. Bálder en un principio lo acató, por imitar sin más lo que hicieran los otros. Pero cuando avistó los ropajes de los canónigos cambió de opinión. Se abrió paso entre los demás y caminó hacia la abertura de la lona que cubría el coro, resuelto a aguardar allí con sus hombres. Desde aquel emplazamiento presenció los movimientos de la comitiva por la obra. A la luz del día, ataviado con las galas propias de su investidura eclesiástica, Gracchus tenía un aspecto avasallador. Los demás canónigos quedaban oscurecidos ante su magnificencia. Sobre todo Ennius, que cerraba el grupo, encorvado y descolorido. Detrás de él, sin mezclarse, como Ennius no se mezclaba con el canónigo sin duda de mayor jerarquía que iba explicando a Gracchus el recorrido, marchaba Aulo.

Primero visitaron las capillas y la zona del ábside. Gracchus paseó por toda la obra un aprobatorio gesto de satisfacción, lo mismo cuando le señalaron las capillas apenas empezadas como cuando le hicieron reparar en los trozos más adelantados de los muros que rodeaban el altar mayor.Antes de dirigirse hacia el coro, la comitiva se detuvo a contemplar, por lo que Bálder dedujo de la gesticulación del canónigo-guía y de los rostros vueltos hacia arriba, la perspectiva que desde el corazón de la nave sin cubrir se obtenía de las torres. También aquello pareció ostensiblemente gustarle a Gracchus. Se demoraron allí un buen rato, intercambiando comentarios y recabando de Aulo un par de aclaraciones que éste les proporcionó con no demasiada desenvoltura.

Al fin, avanzaron hacia él. Eran unos diez canónigos. Cuando llegaron ante la abertura en la lona, Bálder y sus hombres se desplazaron a un lado para franquearles la entrada. Gracchus los rebasó sin mirarles, como el resto de los canónigos, salvo Ennius. Aulo pasó sumido en una especie de bruma. Poco después, desde detrás de todos ellos, Bálder oyó cómo el guía ilustraba a Gracchus y en segunda instancia a los demás:

– La sillería tendrá tres lados y tres niveles. El diseño es audaz, asimétrico. Cada asiento será una pieza única. Hace pocos meses que llegó el maestro tallista, pero los trabajos van a buen ritmo.

Gracchus se acercó al tramo de sillería que se extendía al fondo del coro. Se inclinó ante los asientos que ya estaban terminados y luego, sin prisa, ante las demás tallas de Bálder alineadas junto a uno de los muros laterales.

– ¿Y dónde está el maestro tallista? -preguntó, una vez finalizó su inspección.

El guía buscó a Ennius. Éste acudió enseguida a su lado y le identificó a Bálder. El guía invitó entonces al extranjero a que se aproximase. Gracchus le esperó sindejar que asomara a su rostro la más insignificante señal de reconocimiento, aunque a Bálder le constaba que cuando había estado en el otro lado se había fijado en él, como el resto de los súbditos de Náusica. El canónigo que ahora tenía ante sí era desde luego muy diferente del que había conocido en el palacio. Quien al amparo de la noche había instigado borrosas rebeliones contra la dirección de la obra, era ahora el representante de esa dirección, o la dirección misma. Bálder no podía dirimir si su visita era un signo de que la propuesta rebatida por Tullius había sido asumida posteriormente, en cuyo caso Gracchus estaba desempeñando un papel depravado aquella mañana, o si el canónigo se había vendido al precio de desistir de sus veleidades, supuesto en el que no había nada de qué extrañarse. Tampoco disponía del desahogo necesario para adivinar la razón por la que Gracchus hacía que le llamaran. Qué mensaje, qué amenaza o qué exigencia quería transmitirle. Lo que percibía, con desagrado, era el olor del canónigo. Bajo sus vestiduras resplandecientes, olia como el papel abandonado durante años a la acción del polvo.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó maliciosamente Gracchus.

– Bálder, con be -repuso el extranjero, con deliberada simpleza.

– Me ha impresionado lo que has hecho.

– Gracias.

– No he precisado en qué sentido me ha impresionado, todavía -se burló el canónigo.

– Confio en que no haya sido en sentido desfavorable -fingió temer Bálder.

– No, por cierto. Tu talento es innegable y el esfuerzo salta a la vista. Es difícil traducirlo en palabras. Has planteado algo de veras brillante, pero da la sensación de que no te atreves a llevarlo hasta las últimas consecuencias. No careciendo de destreza, como es evidente que no careces, sólo se me ocurre atribuirlo a un vicio de la voluntad.Y eso sí sería muy reprobable.

– Hago todo lo que puedo. No hago lo que no puedo ni tampoco lo que creo que no debo -replicó fríamente Bálder.

Gracchus trazó una beatífica sonrisa. Mientras echaba a andar hacia el exterior del coro, declaró:

– No importa. Si no persigues la luz, ella te alcanzará a ti. La luz es inexorable. Ha sido un placer.

Los canónigos fueron saliendo tras Gracchus. Ennius se quedó rezagado y clavó en Bálder una mirada furibunda. Incluso Aulo se sustrajo por un instante a su nube para colocar la punta de su índice sobre la sien. Bálder permaneció inmóvil, y cuando todos se hubieron marchado, dijo a sus hombres:

– Fin del espectáculo.Todos al trabajo.

De todos ellos, sólo Alio reaccionó con prontitud. Sexto, del que Bálder había empezado a barruntar que vivía en un mundo diferente, le siguió poco después. Paulo no lo hizo hasta que el extranjero reclamó a Níccolo a su lado. El jefe de cuadrilla acudió receloso, como si lo que había sucedido pusiera en cuarentena la lealtad que debía a su maestro, hasta que alguien o algo le confirmara que debía continuar bajo sus órdenes. Bálder pasó por alto la tibieza de su segundo y se lo llevó a la salida del coro.

– Tengo un encargo complicado para ti -le reveló, con aire de confidencia-. Se trata de Alio. Hay algo que me da mala espina. Quiero que le vigiles, aquí y fuera de aquí.

– No creo que pueda averiguar nada, maestro -reculó Níccolo-. A mí tampoco me gusta, pero no es hábil sólo con la madera. No ha dado un solo paso en falso y temo que no lo dará.

– ¿Le tienes miedo?

– No.

– Entonces haz lo que te pido. Es tu ocasión de probar quién vale más.

– Con todo respeto, creo que esa prueba a que me somete es injusta. Siempre le he servido fielmente -lamentó Níccolo, debatiéndose entre la prevención que le desaconsejaba la misión que Bálder le había encomendado y el halago por la distinción que había anhelado durante meses y ahora le era inoportunamente concedida.

– Por eso recurro a ti.

– Haré lo que pueda, maestro.

– Está bien. Ve a despabilar a los hombres. Ya hemos perdido demasiado tiempo hoy.

Bálder se quedó a la entrada del coro, poniendo en limpio sus pensamientos. En ello estaba cuando Aulo vino junto a él.

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