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– Ahora es cuando ya no entiendo nada -rió el capataz-. El gran canónigo me ha felicitado por el estado de la obra. Deben de haber perdido completamente el juicio: ese Gracchus y quien le ha nombrado para el puesto. Claro que es una epidemia.También tú estás infectado, ¿eh?

– ¿Por qué? -le enfrentó Bálder, con suavidad.

– Eres el único artista con el que el gran pájaro se ha dignado departir.Y tú vas y le sueltas una coz delante de todos.

– Él se metió en mis asuntos delante de todos.

– Quien se va a meter ahora en tus asuntos es Ennius. Antes de irse me ha dado un recado para ti. Quiere que te presentes ante él mañana, a primera hora.

– Bien.

– ¿Sabes lo que haces, maestro?

– Sí.

Bálder estaba tan sereno como nunca. Ni siquiera le urgía interpretar el cometido que Gracchus había cumplido hacía unos minutos. Manejaba un razonamiento a la vez funesto y apaciguador, el mismo que acaso, en una versión precoz, le había movido a vejar a Tullius la noche de su breve tránsito al otro lado: nada de lo que hiciera con aquellos hombres, por desmedido que resultase, cambiaría en un ápice lo que hubiera de ser de él.

Por eso, aquella noche, cuando alguien golpeó la puerta de su celda, se limitó a recordar que estaba abierta y bastaba con empujarla. Por eso, cuando la hoja giró y Horacio apareció en el umbral, se limitó a darle las buenas noches. Y fue también por eso que cuando Horacio le comunicó que Náusica quería verlo, se levantó y dijo solamente: -Ve delante.Tranquilo, estoy desarmado.

Horacio le condujo a la parte alta del palacio, por un trayecto que el extranjero memorizó durante la marcha aprovechando el silencio que era todo lo que podía compartir con el escultor. Llegaron a una habitación en la que Horacio le confió a una mujer de corta estatura. Precedido por ella, subió al piso superior. Tras un par de corredores y un par de puertas, se le indicó que entrase en una amplia estancia. Tardó en encontrar a Náusica, entre la caprichosa decoración. Estaba recostada en un diván, al fondo, junto a una mesita en la que sólo había una cesta de fruta y una rosa blanca ensartada en el cuello de una jarrita de cristal.

– No te quedes ahí parado. Ven aquí -fue la escueta salutación de la muchacha.

Bálder avanzó hacia ella. Náusica vestía una camisa de dormir y tenía el pelo recogido. Sin la envoltura de sus cabellos, sus facciones eran más duras, aunque tenía unos labios desproporcionadamente carnosos. Cuando el extranjero se detuvo, le señaló una silla.

– Siéntate. Si te place.

– No imaginaba que aquí hubiera rosas -se sorprendió Bálder, sin moverse ni aceptar el asiento que le había sido ofrecido.

Náusica le observó con la helada, imposible humedad de sus ojos violetas.

– Hay un jardín lleno de ellas. Si te gustan haré que te envíen siete cada mañana.

– ¿Por qué siete?

– Porque eres el séptimo.

– ¿El séptimo a quien envías rosas?

– El séptimo a secas.

– No me gustan las rosas.

– En ese caso haré que me las envíen a mí. ¿No quieres sentarte?

– No estoy lo bastante relajado.

– ¿Te pongo nervioso?

– No es la palabra exacta.

Náusica no le rehuyó, y Bálder intuyó que no rehuía nunca cuando escuchó de sus labios:

– ¿Cuál es la palabra exacta? Me interesa aprender.

– En realidad son varias, las palabras exactas.

– Puedo aprender más de una cosa a la vez.

– Asco, náusea, hastío. Entre otras.

– Las dos primeras son la misma y la comprendo. Pero nunca creí que pudiera inspirarse hastío a alguien en tan poco tiempo.

– Me excusarás si no te veo por ti misma, sino como una especie de emblema de algo que me estorba la vida desde el primer día que puse los pies en esta tierra.

– ¿Qué es ese algo?

– Todo. La catedral o la obra, para abreviar.

– Yo ni siquiera he estado en la obra, y no he perdido más tiempo con ella que el que algunas noches me han quitado mis invitados contra mi voluntad -se exculpó Náusica.

– Da lo mismo.

La muchacha puso cara de enfado.

– No, no da lo mismo. Es la primera vez que me mezclan con la obra.Todos piensan precisamente lo contrario que tú.

– No hablo por otros. Tal vez dependa del lugar del que cada uno venga.Yo vengo de muy lejos. Para mí no eres distinta de la piedra de las torres.

– ¿Me estás insultando?

– No me privaría. Pero es sólo lo que siento.

Náusica aflojó el gesto. Encogiéndose y abrazándose las piernas, confesó:

– Hay algo en tu desfachatez que me cautiva, maestro.

– Disculpa si no puedo corresponderte. En ti nada me cautiva.

– No lo creo. Cautivo a todos.

– Insisto en que yo vengo de lejos. No hago lo que hacen los otros, y no me estoy elogiando: Me han enseñado todo lo que hay aquí y he visto dónde se acomodan los demás. La única comodidad que yo he conocido es la de la soledad de mi celda y la del ejercicio de mi arte, de lo que nadie aquí disfruta demasiado.

– Estás en un error. Te han enseñado muy poca cosa.

– ¿Dónde está lo que falta?

– Aquí, por ejemplo.

– Sigo eligiendo mi celda.

– ¿Por qué has venido, entonces?

– Para decirte esto. Para hacerte un par de preguntas y olvidarte.

– Eso dependerá de las respuestas que recibas, ¿no?

– En absoluto. Cuando algo me resulta oscuro, lo asumo y decido. Si luego averiguo algo, no tengo por qué cambiar de opinión.

Náusica se estiró sobre el diván. A través de la tela de su camisa, Bálder atisbó las formas puntiagudas del cuerpo de la muchacha. Era áspera pero incitante, más de lo que el extranjero habría deseado para despreciarla como debía. La aversión que Náusica le inspiraba producía un nebuloso impulso físico, un ansia de dañarla que implicaba el contacto, sin que le cupiera dilucidar qué placer soñaba en el acto de herirla y qué otro, inadmisible, en el de tocarla.

– Eso es una tontería y puede comprobarse fácilmente

– apreció ella-. Hazme tus preguntas. Contestaré con sinceridad.

– Lo dudo.Y lo sabré.

– Adelante.

– La primera es sencilla. ¿Quién eres y qué haces?

– Soy la hija del Arzobispo y eso es también todo lo que hago.

– ¿Y qué hizo tu padre con sus votos?

– ¿Es ésa la segunda pregunta?

– No. Es una curiosidad irrelevante. No contestes si no te apetece.

– Lo que hizo mi padre con sus votos fue hacerlos después de engendrarme.

– ¿Es viejo tu padre?

– ¿Segunda pregunta?

– Segunda curiosidad.

– Más que yo y más que tú. ¿Algo más sobre mi padre?

– No.

– ¿He mentido a tu primera pregunta? Has dicho que lo sabrías.

– Sí.

– ¿Sí qué?

– Sí has mentido.

– ¿De quién soy hija, entonces? Ah, tal vez de un operario.

– No. Qué haces.

– De modo que se trata de eso. Soy una niña malcriada y mi padre es dueño del destino de todas las personas que conozco. Usa el sentido común. ¿Tú harías algo en mi situación?

– Irme lejos.

– Supón que te quedaras.

– Yo no soy una niña malcriada. Me cuesta ponerme en tu lugar.

Náusica elevó sus ojos al techo. Algunos de sus cabellos se escaparon del recogido y cayeron sobre su nuca, abriéndose como un haz de hilos de plata. Fatigosamente, relató:

– Organizo reuniones, cuando me aburro demasiado.

Invito a gente que otra gente selecciona para mí. Si alguno me cae bien, sugiero a los secretarios de mi padre que sugieran a mi padre que no ostenta la posición adecuada a sus méritos. Si alguno me cae mal, bueno, hago más o menos lo mismo.A veces no es necesario que los secretarios sugieran nada a mi padre; se ocupan ellos. Es lo que pasa con los artistas.

– No he venido preparado para caer llorando a tus plantas, así que no te malgastes amenazándome. Preferiré que hables de mí con los secretarios de tu padre.

– Ni se me ha pasado por la cabeza, maestro. Otras veces, solo si el asunto vale la pena, soy yo quien le sugiere a mi padre, cuando viene a darme un beso antes de dormir. Así ha logrado Gracchus ser nombrado supervisor general de la obra, en sustitución de Tullius, a quien la edad y otras cosas habían incapacitado gravemente.

– ¿Ha venido ya tu padre a darte el beso esta noche?

– Todavía no. Pero tardará.

– Es lo mismo. Te haré la segunda pregunta. ¿Qué has hecho con Camila?

– Dios santo, qué horrible suposición.

– ¿Cuál?

– La de que yo pueda tener algo que ver con eso.

– No abrigo prejuicios contra ti. Estoy dispuesto a creer cualquier otra explicación. Si es que la tienes. Náusica se encogió de hombros.

– Algo sé, por pura casualidad. Por lo visto, uno de los secretarios de mi padre abrió una investigación.Ya comprenderás que el Arzobispo no debe ser apartado ni un segundo de sus preocupaciones para resolver sobre la disciplina de los funcionarios de bajo rango del Arzobispado. De la investigación resultó que Camila había cometido una serie de indiscreciones.Algunas de ellas eran tan severas como para hacerla acreedora a un correctivo ejemplar. Y las normas fueron aplicadas con rigor, como suele hacerse siempre.

– ¿Está muerta?

– Los hombres que ejecutan los castigos son violentos. Los médicos que atienden a los castigados han descuidado un poco su ciencia. A estas alturas, el desenlace que mencionas es tristemente verosímil. Quizá si alguien hubiera intercedido por ella en el momento oportuno. Pero no sirve de nada pensar en lo que ya no puede ser.

Bálder advirtió que la indiferencia de Náusica no era una actitud buscada para herirle. Era la calma con que un jugador suma la puntuación de los dados y ve que ha ganado o perdido una pequeña cantidad. Acaso quiso acordarse de la cara de Camila y acaso no lo consiguió, distraído por la ingenua sonrisa que llenaba de luz el semblante de Náusica.

– Te agradezco la sinceridad -afirmó el extranjero, sin énfasis-. Es lo único que puedes darme y yo no puedo darte nada a ti.Te ruego que los secretarios de tu padre tengan esto en cuenta antes de decretar el castigo de algún otro inocente. Estoy solo y siempre he pagado personalmente mis deudas.

Náusica le midió sin pasión.

– No me queda nada más que preguntarte -terminó Bálder-. ¿Hay alguien ahí fuera que me lo vaya a impedir si intento marcharme ahora mismo?

– No. Eres libre.

– Adiós entonces.

– ¿Nada más? Supuse que ibas a odiarme.

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