Литмир - Электронная Библиотека

La tarde discurrió apaciblemente. Pólux dormía como un leño y no despertó hasta que la campana anunció el final de la jornada. Bálder tuvo tiempo para preparar varios esquemas que abarcaban casi toda la sillería, tal y como empezaba a concebirla. La cercanía de la catedral y de sus cuatro torres le inspiraba poderosamente, aunque disminuía al tiempo el control consciente que ejercía sobre las formas que escapaban de sus dedos. Una vez que la campana hubo sonado, mientras Pólux se desperezaba, Bálder revisó su trabajo con una sensación indefinida, que no era alegría pero tampoco, ni mucho menos, decepción. Pólux le sacó de ella con su voz pastosa:

– La campana, Fálder. Hora de retirarse. La catedral seguirá aquí mañana.

– Hasta mañana -murmuró Bálder, implorando que el otro se largase.

– El barracón se cierra por la noche. Si te descuidas te encerrarán y amanecerás tan rígido como tu temperamento.

– Demasiado pronto descubres el temperamento de los hombres.

– No lo diría así. Algunos hombres pronto descubren demasiado su temperamento, más bien. Hasta mañana.

Pólux salió tropezando a la calle. Al cabo de un rato, a la luz que se desvanecía, Bálder comprendió que no tenía mayor objeto continuar allí y recogió sus cosas. Los bocetos los guardó en una carpeta que apartó para llevarse consigo. Antes de irse, cedió a la tentación de acercarse a ver lo que hacía Pólux. Su papel estaba lleno de manchas, pero la filigrana casi obsesiva que su pluma había ejecutado sobre él era de una precisión absoluta. En el ángulo inferior derecho del pliego, en una letra minúscula y picuda, Bálder leyó una frase desconcertante:

Y antes de que el Hombre pudiese hallar un remedio,

Dios le acogió.

Escrutó la miniatura que Pólux había dibujado. El estucador había despreciado la mayor parte de la superficie blanca disponible para construir en el centro una delgada red de arabescos. A intervalos regulares se repetía una pequeña figura, lejanamente antropomórfica. Sus miembros se enredaban en la malla que la envolvía, o mejor, eran la propia malla, sin solución de continuidad. Sintiendo los ojos doloridos por el esfuerzo a que los sometía en la semioscuridad que invadía el barracón, Bálder abandonó. Se puso la ropa de abrigo y salió a que el viento incesante le limpiara las ideas.

De vuelta a su alojamiento, bajo una tarde de invierno no menos triste que la que le había visto llegar, Bálder se entretuvo en seguir a un grupo de operarios. Siempre con ellos precediéndole, atravesó la ciudad hasta el palacio arzobispal. Los otros rodearon el palacio y se esfumaron tras uno de los primeros portales del edificio anexo. Había un cierto bullicio por allí, provocado por un par de decenas de operarios que formaban tres o cuatro corros. Bálder anduvo un poco más, hasta uno de los últimos portales, que era el suyo. Para acceder a él por donde había venido, era preciso realizar un trayecto más largo que para llegar a los portales donde parecía habitar la mayoría. Sin embargo, sus aposentos estaban más cerca del palacio propiamente dicho, que se unía al anexo por uno de sus vértices. Bálder sospechó la existencia de un atajo por el otro lado, y se propuso buscarlo en cuanto tuviera ocasión.

Aquella noche, aunque tenía cansados los músculos y el cerebro, Bálder tardó en dormirse. Había podido asearse y cenar en calma, y no había tenido que enfrentar ninguna visita imprevista como la de la noche anterior. También había repasado sus dibujos. Pero cuando creía haber alcanzado el estado desde el que podría pasar sin mayores trámites al sueño, se encontró dando vueltas entre las sábanas. Oía a Aulo y veía la cara de Pólux, Níccolo era Horacio y Horacio un hombrecillo que se enredaba infinitamente en una red que en realidad eran los brazos de Bálder y le apresaban a él mismo. Hubo de soportar con resignación la mezcla aleatoria de imágenes que forma el paisaje implacable del insomne, sin poder detener el curso desbocado de sus pensamientos, midiendo con exasperación el tiempo hasta que ya no le quedaron fuerzas para tanto.

Despertó destruido, sin saber si había dormido una hora o tres. Durante todo el día siguiente compareció en su propia vida como un sonámbulo. Le hicieron la merced de no perturbarle demasiado o fue él mismo quien se hizo la merced de no enterarse. Mantuvo a Níccolo ocupado en la supervisión del entoldado y él se redujo a perfilar o hacer que perfilaba sus bosquejos, obstinándose en refutar mentalmente, con cierto éxito, la presencia indeseable de Pólux a su espalda. Comió otra vez con Aulo, aunque apenas cruzaron cuatro palabras entre el primer plato y el segundo. Por la tarde lloviznó durante una media hora, sin que el capataz estimara oportuno interrumpir los trabajos. Al atardecer, mientras la campana decretaba el final del día, Aulo le mostró con satisfacción la nave de lona concluida. El coro adquiría, bajo la lona pardusca, un recogimiento que lo alejaba tanto de la ambición vertical de las torres como del descuido del resto de la obra. Bálder contempló con adormilado optimismo su reino.

– Impresionante. Han trabajado como no creí que pudieran hacerlo -apreció.

– Disfrútalo, Bálder -recomendó Aulo, sin energía después de la jornada de acelerada actividad-. Mientras te dejen. Te dije que te odiarían y ya deben de estar al acecho.

– ¿Quiénes?

Aulo sonrió. Dejó que su vista se perdiera sobre el entoldado y luego la desvió durante un segundo hacia las torres. El cielo gris se ennegrecía, el viento aullaba y la lluvia seguía prendida de las nubes, sin decidirse a caer. El capataz echó a andar sin responder la pregunta del extranjero. Cuando estuvo a cuatro o cinco pasos, se volvió y dijo:

– Siempre hay alguien a quien debemos pagar por nuestra fortuna, lo mismo que por nuestras faltas. Está escrito en el libro.

12
{"b":"89052","o":1}