El arquitecto se puso en pie y fue junto a la reproducción a escala. Inclinado sobre ella, respaldó su aserción anterior:
– Bajo la apariencia de una cierta ortodoxia en sus líneas fundamentales, el proyecto es un universo sometido a sus propias leyes. Habría podido ocultarlo, pero lo proclamé con la rotundidad de su torre central, reforzada por las siete que la rodean. Decidí que fueran siete para que nadie pudiera dividirlas, como no fuera de una en una. Las cuatro torres orientales y las dos occidentales, en contraste, no son más que una representación de lo imperfecto de mi universo, esto es, de lo par y divisible. Resulta significativo que sólo se hayan construido, y no del todo, estas últimas torres. El entramado que rodea la catedral no cumple otra función que la de sujetar las torres impares, apuntalando los muros y la nave. Si me permití algún ornamento sobre los contrafuertes, fue con el único ánimo de que no desmerecieran de aquello a lo que servían. Más o menos así, como la ves en esta miniatura de yeso, era en los planos que remití al Arzobispado.Y para mi infortunio, mi proyecto fue escogido.
El arquitecto se incorporó y regresó al asiento que había abandonado.
– Desde ese momento, la historia pierde todo interés.
Desde que llegué aquí y se puso en marcha la obra, casi no pude practicar mi arte. Lo cambié por la faena de supervisar lo que otros hacían con mi invención, desgastándome en vano para que no la desfigurasen. Para perfeccionar el proyecto disponía nada más de los ratos que robaba al sueño. Sólo entonces, en algunos instantes aislados de aquellas noches, se me restituía el placer, la música frágil y el orden que en la obra me eran negados sistemáticamente.Algunas veces llegué a pensar que aquella negación era el castigo de su Dios por no creer en El, por obligarles a servir con toda su fe a mi ambición pagana.
El narrador enmudeció. Ahora parecía más viejo, más débil, doblado junto al tablero y envuelto en su bata raída. Bálder tomó la palabra:
– ¿Cuál es la moraleja?
El arquitecto le contempló con una media sonrisa.
– Depende de quién la saque. ¿Sabes cuándo hice esta reproducción y cuándo dibujé muchos de los bocetos que hay en las paredes?
– No.
– Después de que Náusica acabase conmigo. Como te dijo ese Pólux, pagué un precio alto. Pero al cabo del tiempo, encontré una contrapartida. Poco a poco, con todas las limitaciones de mi reclusión, regresé a mi arte. Cuando ella me aniquiló, me alivió también de todo el lastre con que cargaba. Ahora soy un despojo, un prisionero y casi un inválido. Pero me queda esto. Por las mañanas me siento delante del tablero y dibujo. Por las tardes perfilo mi pequeña catedral de yeso. Aunque no me hago ilusiones, porque he fracasado y ya nunca realizaré lo que pretendí, también he purgado mis pecados. Vuelvo a ser un artista y eso me compensa de la infamia.
– Te felicito -se burló Bálder, sombríamente.
– Ríete, si te place. La vida te derrota siempre. Puede resultar efimero, escaso o tardío, pero el arte es la única forma de salvación.
– No hay ninguna salvación.
– Es pronto para que estés tan seguro.
Bálder abarcó de un único y último vistazo todo lo que el arquitecto tenía almacenado allí.
– Voy a ir por ella y no voy a salvarme -prometió, con firmeza-. He visto a Pólux con su botella y a ti entre los añicos de tu proyecto. Era un proyecto extraordinario, pero esto es un depósito de cadáveres. No quiero sobrevivirme, ni buscar maneras de consolarme. Mis dedos no volverán a sentir el tacto de la madera o mis instrumentos. Será el tacto de ella y nada más. Náusica, y luego el vacío.
El extranjero se detuvo un instante y concluyó, inmisericorde:
– Ya no soy un artista, ni lo seré nunca. La obra me ha destruido, como destruyó tu proyecto.
Su interlocutor abatió los párpados y al cabo de unos segundos le exhortó, mordiendo las palabras:
– Si eso es todo, vete. No la hagas esperar más.
Antes de salir, Bálder echó una última ojeada al arquitecto. El otro le miraba con resentimiento desde su tablero iluminado por el sol del mediodía. El extranjero lo imaginó en un día igual, años atrás, insultando a los operarios que construían las torres. Lo imaginó también sonriendo, al amparo de la noche en que Náusica había contenido un grito de dolor bajo su cuerpo ahora impotente. No le tuvo lástima. Ni siquiera tenía lástima de sí mismo. El camino no seguía más allá. Con una difusa mezcla de conformidad y decepción, descubrió que había llegado.