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– Es probable que no te hagas cargo de la trascendencia de este día.Vas a entrevistarte con 9uien redacta órdenes que el Arzobispo firma sin mirar. Ordenes que a veces nadie, salvo él mismo y quien haya de ejecutarlas, conoce. Ordenes que se cumplen sin rechistar.

– ¿Te encargó que trataras de apabullarme contándome esas cosas?

– ¿Y si lo hubiera hecho?

– Me ayudaría a formarme un criterio sobre él.

– ¿Y?

– Seguirían asustándome los guardianes. Pero no me asustaría tu jefe. Creo que nunca temblaré ante él. No tengo temor de Dios, sino de sus criaturas. Cuanto más intentan parecerse a Dios, menos me preocupan los canónigos. No importa el emboscado que da la orden. Hay que preocuparse del que pone los dedos sobre tu garganta. No existe nada entre uno y el que da la orden. Con el verdugo, por el contrario, existe una especie de intimidad.

Eunice le dedicó un gesto de estupor.

– ¿Eres siempre así?

– ¿Cómo?

– Tan poco disimulado.

– ¿Ganaría algo ocultándome?

– Nadie se desnuda con el primero que se encuentra.

– Tal vez sea que he perdido el gusto por las mujeres, pero no el de estar desnudo ante ellas.

– ¿Es por mí?

– Si me hubieran enviado a un canónigo en tu lugar, me desnudaría menos.

La mujer le miró con sensualidad.

– Puede que debiéramos coincidir en algún otro momento y algún otro sitio.

– Puede, según para qué.Yo no arriesgo nada, pero tú ayudas al que decide por el Arzobispo. Es una posición que te entristecería perder.

– Es mi ventaja.

– Sabes dónde duermo -dijo Bálder-. Nunca iré donde duermas tú. No es que resista la tentación, me limito a cumplir mi penitencia. Siempre podría no estar a la altura. Por eso no persigo a nadie.

Eunice no hizo más comentarios. Se levantó y caminó despacio hasta la puerta. La abrió y le indicó al extranjero el camino:

– Nos esperan.

Cuando estuvo en el corredor, la mujer le rebasó y le invitó a que la siguiese. El tallista fue tras Eunice, abstraído en la ondulación de su cuerpo al caminar. Mientras ascendían hacia los pisos superiores del palacio, Bálder salió poco a poco de la abulia en la que había vivido durante las últimas semanas. La obra volvía a reclamarlo. Siempre que reanudaba el enfrentamiento tenía la sensación de que sólo había de servirle para acabar sufriendo una derrota más costosa que la de los demás, pero su instinto no le permitía doblegarse. Subió las escaleras que le conducían hacia el secretario, si Eunice no había mentido, con la resucitada intención de defender, contra las nuevas asechanzas de la obra, la sustancia interior que ya nunca podría salvar o restituir, sino, como mucho, conservar en una fracción cada vez más difusa.

La antesala del secretario, en la que había una amplia mesa sobre la que Eunice reorganizó unos papeles con soltura de propietaria, era bastante más espaciosa que el despacho de Ennius. El mobiliario era de mayor calidad y el paisaje que se contemplaba desde su ventana mucho más extenso que el que se contemplaba desde la del malogrado canónigo. Al fondo, apuntando sus cuatro brazos hacia el cielo, se veía la catedral en construcción. Eunice cogió un vaso de fino cristal tallado y se sirvió agua de la jarra que reposaba sobre una bandeja de plata.

– Se acerca el verano. ¿Tienes sed? -consultó la mujer después de apurar su vaso.

– No -contestó Bálder, desconcertado por los lujos de que ella disponía.

– En ese caso te anunciaré. Quédate aquí.

La ayudante del secretario salvó con su andar armonioso la relativa distancia que había entre su mesa y la puerta de madera oscura que se abría en la pared frontal. Golpeó un par de veces con los nudillos y entró sin demasiada ceremonia.

– Aquí lo tienes -oyó Bálder desde lejos-. ¿Le hago pasar?

– ¿Ha venido de buen grado? -dijo, algo más lejana, una cálida voz masculina.

– Más o menos.

– ¿Y eso qué significa? -interrogó el hombre. No para de hablar de los guardias.

– ¿Los utilizaste?

– No tenía tu permiso. Se fueron inmediatamente.

– No me refiero a eso.

– Sólo le hice ver que no podía garantizarle que no los fueras a utilizar tú.

– Eres una zorra, Eunice.

¿Podía acaso garantizárselo?

– Pudiste omitir el comentario.

– Me preguntó. Habría sido mejor que hubiera ido yo sola.Ya te lo…

– Sí, ya me lo sugeriste. ¿Puedo darte un consejo, querida?

– Siempre. Eres el jefe.

– No juegues con esto.

– Ni se me ocurriría. La niña lo quiere para sí.

– No debí haberte encargado que le trajeras.

– Haber bajado tú por él.

– No seas insensata. Que entre. Luego ajustaremos cuentas tú y yo.

– ¿Como de costumbre? -se rió Eunice.

– Que entre.

La mujer apareció bajo el dintel y caminó con los ojos bajos y una ambigua sonrisa hasta su mesa. Se dejó caer suavemente en el sillón y le señaló la puerta abierta con el pulgar izquierdo.

– Que entres.

– Ya lo he oído -asintió Bálder-. ¿No deberías haber cerrado?

Eunice le miró divertida:

– Para qué. Has pasado la raya hace mucho tiempo, maestro. Ahora sólo pueden suceder dos cosas y ninguna depende de lo que escuches o dejes de escuchar desde la habitación de al lado.

– Ya veo. ¿Te castigará?

– ¿Él? No lo creo. Tal vez lo consideraría, si la suerte terminara distinguiéndote. Pero hasta ahora no ha distinguido a nadie.Y no me pareces tan excepcional, aunque mi juicio no cuenta, claro.

– No entiendo.

– Ni falta que hace.Vamos.

Bálder avanzó hacia la puerta abierta. A medida que se iba aproximando, aparecía ante él una porción mayor del despacho del secretario. Al Sur y al Este, todo eran ventanales. Al Norte estaba la pared que iba a traspasar. Una vez lo hubo hecho, vio a unos quince metros a su derecha, que era el Oeste, la enorme mesa del secretario y tras ella una pared casi toda ella ocupada por un óleo que representaba un martirio célebre. El hombre, que se puso en pie al ver a Bálder, parecía pequeño en la inmensidad de su reino.

– Acérquese, maestro -le invitó.

Bálder fue hacia él. A su espalda adivinaba una perspectiva de la catedral mejor aún que la que disfrutaba Eunice. Cuando llegó junto a la mesa, comprobó que el secretario era en realidad un individuo de cerca de dos metros, entre cuyos dedos los suyos desaparecieron como si pertenecieran a la manecita de un bebé.

– Me llamo Livius. Me alegra conocerle -aseveró el secretario, cordial-.Tome asiento, por favor.

Livius era un hombre de mediana edad, aseado y elegante. Su sotana era sobria pero de un impecable corte y un magnífico tejido. No había ningún ornamento que brillara sobre ella. No lo precisaba. Ni siquiera lucía sobre su pecho el más elemental emblema del culto. Era el primer canónigo al que veía desprovisto de él.

– Celebro que haya tenido la amabilidad de acudir a mi llamada -dijo el gigante, pronunciando con exquisita corrección cada una de las palabras.

– No lo habría hecho si hubiera estado seguro de poder evitarlo -aclaró Bálder, sin tapujos.

– No he querido coaccionarle. Me temo que Eunice se ha excedido respecto a las instrucciones que le di.

– ¿Puedo largarme entonces?

– ¿Qué prisa tiene? Ya que ha subido hasta aquí, nada pierde dedicándome un rato.

– Ah. ¿Y qué será lo que gane?

– Tranquilidad. Conocimiento.

Bálder dibujó una mueca escéptica.

– No estaba intranquilo, hasta esta mañana, cuando han venido a despertarme dos sujetos con las manos escondidas bajo unos guantes. No me gustan las manos enguantadas. No suelen servir para nada que tranquilice. En cuanto al conocimiento, dudo que pueda enseñarme nada que yo quiera saber.

– Eso podría juzgarlo luego.

– Ya. Seré sincero con usted, Livius, aunque con esa pluma pueda escribir un papel que, refrendado por el Arzobispo, borraría del mundo toda huella de que alguien llamado Bálder nació y vivió algunas peripecias insignificantes.

– Me sobrevalúa, indudablemente -se opuso Livius, con modestia.

– Pudiera ser. El hecho es que ese luego al que todos se refieren siempre es la trampa. ¿Podría contarle mi teoría personal sobre el particular?

– Se lo ruego.

Bálder se frotó enérgicamente la frente para sacudirse el último resto de apocamiento. El día que entraba por los ventanales era luminoso. Tomó aire y miró derecho a los azules ojos del secretario.

– Al principio, uno viene no se sabe de dónde, sin haberlo elegido -habló al fin-. Uno trae un hato con un puñado de cosas. Algunas sirven para hacer otras. Unas pocas no sirven para nada. Hay quien abre el hato y coge las cosas que sirven, mira a su alrededor y escucha. Oye sugerencias distintas, quizá contradictorias. Luego de haber escuchado, y por mecanismos que nunca se explicará del todo, se deja convencer por esta y por aquella sugerencia. El hombre se da cuenta entonces de que tiene en la mano las cosas que sirven y las emplea conforme a las convicciones que han surgido en él. No le juzguemos en un sentido o en otro. Ha hecho, simplemente, lo que le pedía su inclinación.

Aquí Bálder se interrumpió. Recorrió toda la amplitud de la estancia y vio, al fondo, en el lado del Oriente, el armazón grisáceo de la catedral. Volviéndose hacia el canónigo, prosiguió:

– Hay, por el contrario, quien del hato abierto se fija primero en las cosas que no sirven para nada. Éste no mira a su alrededor ni escucha, todavía. Está ocupado en averiguar por qué las lleva en el hato, por qué le han hecho venir cargándolas desde el lugar del que partió. Las examina y ve que no sólo no sirven para nada, sino que exigen que las cosas que sirven sean empleadas en mantenerlas. Las cosas que no sirven son frágiles, algo enojosas, si quiere. Pues bien, aquí el camino se bifurca.Algunos, o muchos, se sublevan contra la tiranía de las cosas que no sirven, las arrojan lejos y toman las que sirven. Por ahí se llega, en esencia, a la situación anterior. Pero otros, no me pregunte por qué, envuelven cuidadosamente las cosas que no sirven y las guardan en el lugar más protegido, junto a su corazón. Sólo entonces se fijan en lo que sirve.A esas alturas, esta gente ya no busca qué hacer con lo que sirve, sino cómo hacerlo. No atenderán a las sugerencias que les llegan de fuera, ni surgirá en ellos ninguna convicción por obra de esas sugerencias.Ya tienen sus propias convicciones; las llevan bien envueltas, junto al corazón. Empuñan las cosas que sirven y se preparan como quien aguarda un ataque.Y tienen razón, porque siempre son atacados. Para esta gente, lo que se les ofrezca luego nunca podrá ser aceptado, salvo que pueda ponerse al servicio de sus cosas que no sirven. En cualquier otra circunstancia, forma parte del ataque. Lamentablemente para las posibilidades de que entre usted y yo, Livius, reine alguna concordia, yo pertenezco a esta última clase de gente, y usted no va con mis cosas que no sirven. No sé si me he explicado. He contado esto varias veces desde que estoy aquí, y nunca me ha dado la sensación de que me comprendieran.

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