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– Ah, gracias.

– Lo que estás viendo no es nada. Cualquiera que haya aprendido cómo se cogen las herramientas puede hacerlo igual. Está apenas empezado. Si vienes dentro de tres horas podrás hablar con algún fundamento.

– Comprendo. Da la sensación de que esto marcha -concedió el capataz, señalando a los hombres-. Si he de ser sincero, nunca habría imaginado a Níccolo sucio de serrín. Lo que ocurre aquí es asombroso, verdaderamente.

– Nadie persigue a nadie y cada uno sabe lo que tiene que hacer.

– Hermosísimo. Trata de aplicar esa filosofia ahí fuera.

– Lo de fuera es cosa tuya.

– Qué agradable debe de ser gozar de privilegios sin que a uno le moleste la conciencia -le reprochó Aulo.

– Contigo, nunca.Tú tienes tu manera de defenderte.

– Algún día deberíamos charlar sobre eso. Creo que interpretas a la ligera mi posición.

– Me pareció entender que no le abrías tu corazón a nadie.

– Tú eres un hombre importante. No imaginas el tormento a que me han sometido los canónigos hasta que te he conseguido la maldita madera. Quizá no me convenga que alguien como tú vaya por ahí hablando mal de mí.

– Yo no hablo por ahí de ti. Ni bien ni mal.

– Ya comprendo que mi función es demasiado ruin. Lo decía por si algún día andas desocupado.

– Es improbable que lo esté tanto.

– Eso me tranquiliza. Por cierto, he visto que has entrado en cierta intimidad con Horacio, el escultor. -Es un modo apresurado de calificarlo.

– No te sorprenderá si te digo que es la compañía menos indicada para un joven de tu acreditada rectitud. -No, no creo que me sorprenda.

– Si me permites un consejo, yo seguiría frecuentando a Núbila. Es mejor escultor.

Sigo frecuentando a Núbila, aunque no te permito el consejo.

– Núbila y Horacio son como el agua y el aceite.Tendrás que elegir, y Horacio es, cómo diría, más untuoso.

Bálder interrumpió su labor y se volvió hacia Aulo. Sosteniendo en alto sus útiles, preguntó:

– ¿Desde cuándo padeces esa preocupación por mis amistades, capataz?

– No es propiamente preocupación. Debe de ser porque tengo hijos. No puedo ver a un niño con fuego sin avisarle de que va a quemarse.

Al extranjero se le ocurrió de pronto que era la ocasión de intentar coger a Aulo por la espalda.

– Hay algo que me intriga, Aulo -dijo.

– Si puedo ayudarte…

– Seguro. ¿Qué haces tú por la noche, normalmente?

– ¿Por qué te interesa eso?

– ¿Vives en el palacio o en el pueblo? ¿Dónde conociste a tu mujer? -abundó Bálder, con malicia.

Aulo borró la media sonrisa que llevaba colgada de los labios.

– No le veo la gracia. Qué te importa a ti.

– Te voy a hacer una confidencia. A estas alturas, creo poder afirmar que todas las ratas salen a cazar de noche. Esto que hacéis durante el día es una pantomima, para disimular. ¿Dónde cazas tú? No te he visto por ahí.

– Ni me verás. Eres vanidoso, maestro. Pero has escogido atropelladamente.Veremos si puedes darte ese lujo cuando estés comiendo lo mismo que ya se han comido y han cagado otros cincuenta antes que tú. Porque yo estaré mirándote, muerto de risa -prometió el capataz, recobrando el humor.

– Yo saldré limpio, como vine -alardeó Bálder, recordando lo que había conversado con Camila un par de noches atrás.

– Serías el primero. No te estorbo más. Cuando veas que vas a necesitar algo, pídelo con antelación. No me gusta que me atosiguen.

Mientras Aulo salía, Bálder captó en Alio un gesto que llamó su atención. El carpintero sonreía, absorto en el vacío que mediaba entre su rostro y sus manos que aserraban con impecable método la madera. Bálder reparó, con un escalofrío, en que era la primera vez que le veía sonreír. Durante los almuerzos seguía compartiendo mesa con Núbila. El andrógino no emitió, durante días, el menor comentario sobre el acercamiento que se había producido entre Bálder y Horacio. Aunque el extranjero tenía un trato limitado con el escultor dentro de la obra, era obvio que existía entre ambos una complicidad y que Núbila la había advertido desde el primer momento.Ya había realizado Bálder tres o cuatro expediciones nocturnas de la mano de Horacio, cuando Núbila, insospechadamente, decidió abordar la cuestión.

– Vas por ahí con Horacio, de noche -dijo, medio ausente, mientras terminaba de limpiar el primer plato.

– Sí -admitió Bálder, con innecesario pudor.

– ¿Te divierte?

– No diría tanto.

– Pero te interesa.

– No lo que veo. Sí cómo lo veo. Es una novedad.

– Lo imaginaba.

Aunque Núbila no había proferido su última y lacónica frase en un tono irrespetuoso, Bálder se vio obligado a cerciorarse:

– ¿Desapruebas mi actitud al respecto?

– No soy quién.

– Tú no irías.

– Yo soy un poco ermitaño. No me uses como ejemplo. No tengo riada que enseñarte. Al revés que Horacio.

– Nada de lo que Horacio me ha enseñado hasta ahora tiene otro aliciente que el de resultarme insólito.

– Está empezando. Horacio ha descendido hasta profundidades donde otros sucumbieron.Y sigue burlándose. No es un sujeto corriente, ni tan frívolo como puede aparentar.

– De eso ya me he dado cuenta.

Núbila se dedicó a ingerir el resto de su comida. Bálder le observaba y al cabo de unos minutos resolvió aprovechar la singular desenvoltura con que el andrógino se manifestaba aquel mediodía.

– ¿Nunca has ido por ahí de noche? -le sondeó-. Donde va Horacio, me refiero.

– Claro -asintió tranquilamente Núbila-. Todos lo hacen alguna vez. Es inevitable.

– ¿Te llevó Horacio?

– A Horacio le conocí allí. Al verdadero Horacio. Hasta entonces sólo vi al otro y de lejos, en la obra. A mí me llevó Pólux.

Bálder oyó con sorpresa el nombre del estucador.

– Yo no me he tropezado con Pólux, hasta ahora -dijo.

– Hace años que no frecuenta ese ambiente. Pero cuando me llevó a mí era el rey. Todo lo que ha aprendido Horacio no es ni la mitad de lo que le sobraba a Pólux en su época de plenitud. Horacio siempre le ha imitado. La diferencia es que Pólux no se jactó nunca, ni utilizó lo que sabía para impresionar a un recién venido.

– ¿Y por qué se retiró Pólux?

– Si quieres saber eso tendrás que preguntárselo a él mismo. El es el único guardián de ese secreto. Por si acaso, no sientas la tentación de preguntar a Horacio. Aunque lo ignore, no tendría inconveniente en inventar alguna patraña un poco llamativa.

– ¿Qué significa eso de que era el rey?

– Todos iban donde él iba, rechazó una por una a las mejores mujeres, seleccionaba a quienes le apetecía y lograba que todos envidiasen a sus favoritos.Y sobre todo, a quien gozaba de su confianza lo acercaba al otro lado.

– ¿Qué otro lado?

Núbila recibió con regocijo la interrogación de Bálder.

– Así que Horacio no va muy deprisa, todavía -coligió.

– No entiendo.

– El otro lado es el señuelo preferido de Horacio.Ya suponía que no te había contado mucho, pero me extraña que ni siquiera te lo haya mencionado.

– No me ha mencionado nada, ni sé de qué diablos hablas.

– No te impacientes. Horacio va a acercarte allí. Pero dudo que él pueda lo que podía Pólux. Él es allí un intruso al que sólo toleran por su desfachatez. Pólux había entrado, era su terreno. Ten esto presente cuando tengas que valorar lo que te prometa Horacio.

Bálder asimilaba apenas las revelaciones de Núbila. Sin embargo, la propia facilidad con que el andrógino se le confiaba le animaba a avanzar deprisa, más de lo que le permitía su comprensión:

– Tú estuviste allí.

– ¿En el otro lado? Sí. Una vez. Y juré no regresar. Incluso dejé de tratar a Pólux, que me distinguía con su afecto.

– ¿Por qué?

Núbila respiró hondo.

– Por la razón más sencilla -declaró-. Temí que si regresaba acabaría conmigo.Y yo no buscaba acabar. Apenas estaba en el comienzo.

– No ha acabado con Horacio.

– Por ahora. Cualquier día le ocurrirá. Cuando se cansen de él.

El extranjero sacudió la cabeza.

– ¿Pero qué es el otro lado? ¿Qué hay allí?

– Apenas me enteré -confesó Núbila, encogiendo los hombros-. Lo único que vi con claridad fue el peligro. Si de verdad quieres averiguarlo tendrás que ir tú.

– No quieres hablar.

– No. Pero aunque hablase durante horas sería poco más lo que podría transmitirte.

– Por eso no volviste a salir por la noche.

– Después de rehuir el otro lado, la tierra de nadie tenía poco que ofrecer. Mi existencia es ahora coherente, al menos. Durante el día me enfrento con la piedra con toda la dignidad de que soy capaz. Por la noche medito sobre lo que haré al día siguiente. No hago daño a nadie y nadie puede hacérmelo a mí. Si fuera donde Horacio te lleva por las noches todo sería distinto, a pesar de mis intenciones. La tierra de nadie está llena de trampas. En unas se cae y en otras se hace caer a otros. Es ineludible.

Bálder estaba completamente perdido. No obstante, en medio del desorden que reinaba en su cerebro, arriesgó una suposición:

– El otro lado acabó con Pólux.

– Es patente que no vive su mejor momento -bromeó el andrógino-.Aparte de eso, no me consta si está acabado o no. Hace años que no cruzamos una palabra, y él ha vivido muy lejos de donde yo vivo, por así decir.

Núbila había terminado de comer y se levantó de la mesa.

– Por cierto -anunció, cambiando bruscamente de asunto-. Tengo algo para ti. He destruido el túmulo, a excepción de la cabeza. Cumplo mi compromiso. Puedes ir a cogerla cuando gustes.

El extranjero mostró con torpeza su gratitud:

– Ah, sí, la guardaré como merece. Enviaré a alguien para que la recoja, esta misma tarde.

El tiempo discurría y Bálder resbalaba hacia su destino o como hubiera que llamarlo. Una noche, mientras desenredaba los lacios cabellos de la muchacha de verde, la que Horacio le había enviado en su primer descenso a los subterráneos, Octavia hizo acto de presencia junto a su mesa. Llevaba ropas negras, brillantes. Entre ellas y la frondosa cabellera, su rostro y su cuello parecían estar hechos de yeso. También sus brazos, descubiertos hasta los hombros, eran de una blancura hiriente. Bálder jugó a sostener aquellos ojos tenebrosos, y auxiliado por la bebida que había tomado en cantidad inmoderada, tuvo algún éxito. La helada belleza de Octavia empequeñecía, hasta hacerla desaparecer, la escasa influencia que a aquellas alturas ejercía en el extranjero la muchacha de verde, cuyo nombre, por cierto, siempre olvidaba. Algo debió de captar ésta, porque enseguida alzó la cabeza, apartando sus cabellos del anodino agasajo de los dedos de Bálder. Al ver a Octavia, miró a Bálder y al fondo de la sala, desde donde Horacio vigilaba los movimientos de su pupilo, y se esfumó sin ruido.

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