Литмир - Электронная Библиотека

– Te aburres -estableció Octavia, con la inapelable dureza de su voz.

– ¿Qué te hace pensarlo? -repuso Bálder.

– No te han dado lo que te hace falta.

– Estás en lo cierto. ¿Tienes alguna idea?

– Algunas.

Bálder largó un buen trago a su jarra. Porfiando por que no se le trabase la lengua, dijo:

¿Puedo saber qué he hecho para merecer tu atención? Disculpa si parezco un poco atontado. No te halagará si menciono que eres la mujer más formidable entre las que hay por aquí.

– Nunca sobra oírlo. He tardado en arreglarme.

– También lo pregunto porque la otra vez que te tuve tan cerca no me hiciste abrigar más esperanza que la de que algún día me escupieras.

– Soy arisca con los extraños. Sobre todo con los que vienen con Horacio y es la primera noche que me ven y creen que soy una pieza más de su colección. Porque te habrá dejado caer que soy una pieza más de su colección.

– No ha sido tan explícito al respecto.

Octavia se acomodó junto a Bálder. Su olor era intenso, un perfume áspero y sin dulzores.

– Horacio colecciona muchas cosas.

– Ya lo he oído.

– Colecciona hombres y mujeres. A los hombres los apunta cuando ha conseguido meterles en la cabeza sus delirios.A las mujeres cuando ha conseguido meterles, bien, no es preciso que sea grosera para que lo cojas.

– Y a ti te ha…

– Claro que sí. Varias veces, y las primeras de buena gana, porque al principio Horacio se las arregla para caer efí gracia y yo tengo una juventud que gastar. Luego pierde su atractivo. Ahora sólo me consigue cuando tengo ganas y me da igual quién lo haga. Pero eso le basta para alimentar su ilusiófí. Tampoco me importa, si le ayuda a vivir.

Bálder asintió, empujando hacia su estómago, como una bocanada de fuego, otro sorbo generoso del brebaje que aún quedaba en su jarra.

– ¿Qué es lo que más te gusta de mí, maestro? -le provocó Octavia, echándose hacia atrás y dejando que la puntiaguda solidez de sus pechos mantuviera alzada la tela de sus vestiduras.

– Lo cierto es que me faltan elementos de juicio -balbució Bálder-. Tienes unos bonitos ojos, ahora que me dejas contemplarlos.

– No me refiero a eso.

– Si te refieres a otra cosa, me gusta todo lo que puedo adivinar.

– ¿Y qué es lo que no adivinas?

– Lo que no te adivino es el alma.Y no voy a empeñarme.

– Me defraudarías. Durante el día tomo al dictado las interminables masturbaciones teológicas de un canónigo decrépito acerca del alma. En los descansos me aprieta los pezones con sus manos temblorosas, tirándome pellizcos que no puede controlar. Ha llegado a hacerme sangre, el muy puerco.

– ¿Son así todos los canónigos?

– No es cuestión que me atormente. Soporto al mío y punto. Las preguntas a Horacio.Yo no insinúo a nadie lo que tiene que pensar.

– No me quejaré porque no lo hagas.

Al llegar a este punto, Octavia escrutó minuciosamente a Bálder, completando en silencio su diagnóstico. Acaso para redondearlo, consultó:

– ¿Eres escultor?

– No.Tallista.

– ¿Y eso qué es?

– Tallo madera.Voy a hacer la sillería del coro.

– Ah, los asientos para los canónigos. ¿Tanto mérito tiene?

– Tanto como qué.

– Tanto como para que no des la sensación de ser uno más de estos imbéciles.

– Soy extranjero. Quizá te choca el acento.

– A mí no me preocupa nada lo que hablas. Nunca te había escuchado hasta hoy, y habría podido sobrevivir sin ello.

Bálder había introducido la mano bajo la falda de Octavia y exploraba la suave firmeza de sus muslos desnudos.

– ¿Me permites sólo una pregunta, Octavia?

– La última.

– ¿Te da igual quien lo haga esta noche?

– No. He soñado contigo. Me dolía. Y te confesaré algo: hace años que no me duele.

– Gracias -farfulló Bálder, al azar.

Octavia detuvo su mano y le clavó una mirada de ménade, al tiempo que exigía:

– Eso no basta. Gánatelo.

Algunas horas después, cuando salia de una habitación que se hallaba en alguna parte del edificio anexo al palacio, llevando aún en la retina la impresión de la larga y musculada desnudez de Octavia y en sus oídos la ferocidad de sus susurros, Bálder se topó con Horacio, que aguardaba en la oscuridad del corredor.

– ¿Cómo ha ido? -interrogó el escultor.

– Como lo preví, en líneas generales.Tal vez más violento -resumió Bálder, exánime.

– A Octavia le sobra la fuerza. Es una enfermedad que mata a muchos y que a ella la matará también.

– Está totalmente desquiciada. Una lástima.

– Yo he llegado a acariciar la posibilidad de cortarle algunas partes del cuerpo. Por desgracia, se pudrirían separadas de ella. La naturaleza se permite caprichos incomprensibles.

– ¿Volverá a buscarme?

– Es probable.

– ¿Y si la esquivo?

– Puede que te saque los ojos.

– No me malinterpretes. Quién no disfrutaría con ella. Pero tiene algo enfermizo, angustioso.

– Me admiras, maestro. Eres el primero que consume a Octavia en una sola noche. En honor a la verdad he de admitir que ni siquiera yo lo hice tan rápido. Tenía una corazonada contigo y no me ha fallado. Por eso he venido.

Bálder echó a andar, dio cuatro pasos, recordó que no sabía dónde estaba y se detuvo. Se volvió hacia Horacio:

– Es tarde. ¿Cómo se marcha uno de aquí?

– Debes empezar a orientarte por el edificio.Ya estás preparado para dar el siguiente paso.

– ¿Y cuál es ése?

– Ir al otro lado. A donde nunca han ido ni irán los que has estado viendo en las últimas semanas.

– El otro lado de qué.

– De esto.

– ¿Qué es? ¿Otro subterráneo?

– No. Quienes van allí no tienen que esconderse, como los desgraciados con los que hemos estado contemporizando hasta ahora. Son inaccesibles, que es distinto.

– ¿Y por qué se supone que van a dejar que yo vaya?

– Porque vendrás conmigo. Confian en mi olfato para distinguir a quienes son aptos.

– ¿Has pasado a muchos?

– A varios.

– Artistas.

– Sí. Menos una.

– ¿Una mujer?

– Eso es.

– ¿Quién?

– Es posible que no la conozcas, todavía.

Bálder no sentía impaciencia ni contento. Pese a ello, indagó:

– ¿Cuándo?

– Pronto. Te avisaré. Vamos, te acompaño a tu celda. Estamos lejos. Habrás comprobado que Octavia vive aislada. No es por su misantropía. Hay noches que no para de gritar.

A medida que avanzaron las semanas, se fue haciendo indudable que contar con Casio entre sus hombres era un inconveniente de complicada solución. Los informes de Níccolo, puntualmente despiadados, reiteraban el monótono catálogo de las infracciones del operario: indocilidad, pereza, desabrimiento, injurias a sus compañeros y a sus superiores, las dirigidas contra Bálder siempre a sus espaldas. Los castigos que le habían sido administrados con profusión habían arrojado como único resultado una intensificación de su mal carácter. Alio, por su parte, refería con frecuencia semejante y no menor impiedad las deficiencias que obligaban a concluir la perfecta ineptitud técnica del operario: pésimo acabado de sus trabajos, infidelidad contumaz a los planos y a las instrucciones, abundante desperdicio de material.

Así la situación, y aunque Bálder había sido reacio a tomar medidas drásticas contra su subalterno, terminó por aceptar que debía sacrificarle. Sin embargo, y ya que no había, por indolencia, cumplido con su propósito inicial de tratar de persuadirle personalmente de que enmendase su actitud, estimó que le incumbía, cuando menos, el deber de inmolarle de frente y sin la mediación de ningún vicario. Una tarde, mientras los hombres se disponían a salir tras haber recogido las herramientas, le llamó:

– Casio, no te vayas todavía.

El operario esperó donde le había sorprendido la orden del maestro. Cuando los demás hubieron desaparecido, Bálder se aproximó. Tratando de no perderle la cara, dijo:

– No sé si te acuerdas de algo que hablamos hace tiempo, al principio. Te pedí que decidieras si querías estar aquí. ¿Has decidido algo?

Casio no contestó.

– En ese caso, me obligas a decidir a mí.Y decido que te vas. ¿Alguna objeción?

Casio continuó en silencio.

– Los demás acatan las órdenes. Desconozco si se divierten o no, pero cumplen su trabajo y tengo que respetarles. A ti no puedo respetarte. Tal vez crees que mereces algo mejor.

No hubo comentarios por parte del operario.

– Estás en tu derecho. Yo te echo porque tengo que salir adelante. Habría preferido hacerlo sin sangre, pero no me dejas elección. No puedo arrastrarte agarrado a mi tobillo y mordiéndomelo mientras camino. ¿Lo entiendes?

– Entiendo que le sobro -masculló Casio-. Solo le interesa su reputación ante los canónigos y yo puedo estropeársela. No me debe tantas explicaciones. Acabe de una vez.

– ¿Crees que soy injusto?

– Creo que es como todos y me da lo mismo.

– Una última cuestión, Casio. ¿Tu comportamiento se debe a que tienes algo contra mí?

Casio le observó con una mueca de asco.

– Usted qué cree.

– No lo comprendería si fuera así.

– No es tan difícil de comprender. Usted viene de fuera a decir lo que hay que hacer. Yo he nacido aquí y tengo que aguantar que me ponga a Níccolo detrás del culo, y a los dos que encima disfruten.

– Te confundes. Nada gano incordiándote.

– Eso es lo más odioso de todo. Écheme de una vez. Me muero por quitármelo de la vista.

Era inútil. Bálder dio por agotado el trámite:

– Vete. Que tengas suerte, dondequiera que te manden.

– No lo dirá en serio.

– Sí.

– Me voy, antes de que me ponga a vomitar.

Aulo, pocos minutos después, tomó nota con una sonrisa de la solicitud de Bálder.

– Muy bien. De modo que quieres cargarte a Casio. Un sujeto turbulento.Ya le auguraba yo que tendría un mal final.

– ¿Tuviste tus augurios en consideración cuando me lo asignaste? -preguntó Bálder, molesto.

– Desde luego que no. Mis decisiones como capataz se basan en criterios absolutamente objetivos.

– Ya. Otra cosa. Quiero un sustituto.

– Eso tienen que aprobarlo los canónigos.

– ¿He de ir a ver a Ennius?

– No es preciso.Ya me ocupo.

¿Qué le sucederá a Casio?

– Hace un minuto, cuando me has dado su nombre y me has pedido lo que me has pedido, eso ha dejado de ser asunto tuyo. Duerme tranquilo.Te veré mañana.

32
{"b":"89052","o":1}