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A la mañana siguiente, antes de que sonara la campana que marcaba el comienzo de cada jornada, Aulo fue al coro a dar cuenta al extranjero de sus gestiones en relación con el sustituto para Casio.

– No hay sustituto. Estamos justos de operarios -anunció.

– Magnífico -juzgó Bálder-. Imagino que tendré que arreglarme. Para los efectos, hasta ahora he dispuesto de cuatro hombres y con cuatro sigo.

No sólo era para arruinarle la satisfacción a Aulo. Notó, con alguna suspicacia, que en realidad no le afectaba la denegación que acababan de comunicarle.Apenas se paró a reconocer la razón, que en otro tiempo le habría resultado inconcebible: había dejado de calcular el tiempo que tardaría en hacer la sillería.

– Quizá quieras ir a ver al canónigo tú mismo. A lo mejor puedes hacerle cambiar de opinión -sugirió el capataz.

– No.

– ¿No vas a protestar? -se extrañó Aulo.

– No.

– Desconcertante. Cada día, algo nuevo. Es lo que te hace apegarte a la existencia. Hasta luego, maestro.

Esa tarde o la tarde del día siguiente Horacio le alcanzó, cuando andaba de camino hacia la ciudad. Bálder iba con Núbila, que se apartó para que el escultor pudiese musitar al oído del extranjero:

– Esta noche, a las ocho. Iré a recogerte.

Horacio y Núbila se dedicaron sendas inclinaciones de cabeza y el escultor se alejó a un paso más rápido que el de Bálder y su compañero de viaje.

– Va a acercarte allí -infirió Núbila.

– Sí.

– Si me aceptas una recomendación, a partir de ahora no le des la espalda.

– ¿Tú sabes qué es lo que busca?

– Si lo supiera te lo diría. Si pudiera protegerte, lo haría.

– ¿Por qué?

– Te aprecio más que a él. Tú tratas de hacer lo debido. Horacio mide cada acto por el provecho que prevé sacar. No siempre he hecho lo que creía mi deber, pero no he perdido la facultad de valorar la decencia.

Horacio fue puntual. A pesar de su indisciplinado aspecto en la obra, no podía negársele el rigor con que conducía lo que le interesaba. Con Bálder tras él, recorrió los pasillos y escaleras del edificio anexo hasta llegar al límite con el palacio.

– Por aquí -indicó.

– ¿Por ahí?

– ¿Qué habías pensado?

– Nada, en realidad.

Subieron a uno de los pisos superiores y anduvieron un largo tramo de corredor. Las puertas de aquella planta eran grandes y oscuras, con pomos metálicos que refulgían a la débil luz de las lámparas. Ante una de aquellas puertas Horacio interrumpió su marcha. Llamó una sola vez. Un hombre envuelto en una sotana abrió lentamente. Al ver a Horacio se apartó y les franqueó la entrada.

– Traigo al maestro -informó Horacio.

– Bien -dijo el religioso, sin alzar los ojos del suelo-. Entrad. Se os espera.

Bálder atravesó un corto pasillo y desembocó en una estancia inmensa. Pesados cortinajes cubrían los muros y gruesas alfombras los suelos. Todo estaba iluminado por candelabros de infinitos brazos y en las paredes, sobre tapices, en plata y en bronce, había una multitud de signos que no eran los de la liturgia ni guardaban con ellos la más remota semejanza. Había tres largas mesas colocadas en forma de U y un número abundante de sillas, regularmente dispuestas a lo largo de ellas. Las mesas ocupaban aproximadamente la mitad de la estancia. La otra mitad estaba casi vacía, con la única excepción de unos cuantos asientos de apariencia confortable.

Allí había unas treinta personas. La mayor parte vestían suntuosos ropajes de canónigo, que comparados con lo que Bálder recordaba de la indumentaria de Ennius, les daban una apariencia principesca. Mezclados con ellos, distinguió a una decena de artistas. Uno o dos se contaban entre los habituales de Horacio en la obra, a algún otro lo había visto en alguna ocasión en los subterráneos y el resto eran individuos en los que no había observado la menor particularidad hasta entonces. La mayoría estaban de pie, reunidos en grupos que mantenían conversaciones siempre dominadas por uno de los canónigos. Frente a éstos, los artistas adoptaban una actitud sumisa y apocada. Se les veía nerviosos, junto a la relajada magnificencia de los eclesiásticos. Un puñado de sirvientes completaban la escena, prestos a suministrar no adivinaba qué atenciones.

Antes de que Horacio le instara a avanzar hacia el centro de la sala, Bálder lo retuvo.

– ¿Y esto es lo que tú llamas el otro lado? -le recriminó-. Está lleno de canónigos.

Horacio le puso una mano en el hombro.

– Dios y Satanás están hechos de lo mismo. Lo contrario de los canónigos son otros canónigos.

– ¿Qué es esto? ¿Una reunión de conspiradores?

– Has visto la obra. Has visto los subterráneos. Ése es el orden que el Arzobispado ofrece a los que se conforman.Tú eres de los pocos que pueden elegir entre someterse o conspirar.Y si estás aquí es porque he creído que no te conformas. No me decepciones ahora que estás entre los elegidos.

– ¿Como ésos que tiemblan entre las sotanas? Puedo ser estúpido, Horacio, pero no tanto.

– Ellos no sirven. No son como tú.

Quieres engañarme, hijo de perra. ¿Para qué sirvo yo? Horacio intercambió una rápida mirada con un canónigo y dibujó una sonrisa nerviosa.

– Hablaremos luego, si te parece -propuso-. Nos aguardan.

Bálder se dejó empujar hasta el grupo que visiblemente regía el canónigo con quien Horacio acababa de cruzar su señal. Todos los allí congregados, seis en total, eran canónigos.

– Buenas noches a todos -los aduló el escultor.

– Dios sea contigo -impetró el canónigo principal, con falsa mansedumbre-. Así que éste es el hombre. -El mismo.

– Bienvenido.Yo soy Tullius y éstos son algunos de mis hermanos.

– Bálder -se presentó el extranjero, por estricta urbanidad.

– Ya sabemos. Horacio nos ha hablado de ti. Le rogamos que te trajese y él ha tenido la amabilidad de hacerlo. Todos nos alegramos de tu presencia.

A Bálder no se le ocurrió nada que pudiera decir y no resultara contraproducente. Intentó adoptar un aire de comedida intimidación, pero lo logró sólo a duras penas. Por encima del miedo, le soliviantaba la repugnancia que le inspiraban aquel lugar y aquellos hombres. Había algo viciado en la atmósfera que estaba respirando. Tullius se dirigió nuevamente a él:

– Según nos ha contado Horacio, posees virtudes singulares.Tienes tus propios principios y los defiendes. -Lo procuro, nada más.

– Eso nos agrada. Aquí no gustamos de los que se entregan sin más a cumplir las consignas que reciben.Ambicionamos algo más de lo que la obra ha conseguido hasta ahora.

– ¿Respecto de la catedral?

– Respecto de la vida. La catedral es un despropósito.

Los demás canónigos rieron con mesura la brusca declaración de Tullius. Este alzó casi imperceptiblemente una mano y el leve rumor de las risas cesó.

– Confio en que esta noche descubrirás algo mejor que el vacío al que han pretendido condenarte -prosiguió Tullius-. Considero un honor abrir nuevos horizontes a un hombre de valía. Durante el día me degrado atrapando incompetentes en el cepo que urdieron y gozan miserablemente otros.

– ¿Y por qué los atrapa, entonces?

Un denso silencio sucedió a la pregunta, que Bálder lamentó al instante no haberse tragado.

– Bravo -le felicitó Tullius-. Cuando uno hace que su lengua obedezca lo que discurre su mente, está en la senda de ganar un lugar en el mundo. Otro en vez de ti no se habría atrevido. Somos muchos más que tú y acabas de llegar. Yo tengo cierto ascendiente sobre los demás y lo que me has arrojado a la cara no es muy respetuoso. -El canónigo apoyó con la cabeza su juicio y luego habló al escultor-. Horacio, me gusta tanto este amigo tuyo que voy a revelarle lo que nunca le revelé a nadie: por qué sirvo al Arzobispado. Escúchalo y reténlo, maestro: el placer es un bien limitado. Muchos deben carecer de él para que otros lo tengamos en condiciones. Durante el día trabajo para asegurar esto que ves ahora. A los que gobierno los reduzco a un estado en el que no pueden disputármelo, y a aquellos que me mandan los complazco de manera que ni sueñan en disputármelo. Pobres hombres encima y pobres hombres debajo. Lo de menos es la altura que se ocupa. La inteligencia puede subsistir en cualquier parte. Si tienes el don, serás acogido. Nadie te despreciará, ya seas canónigo o el último operario de la catedral.

– No veo a ningún operario por aquí -cuestionó Bálder.

– Ni funcionarios del Arzobispado. No es impensable, pero la probabilidad disminuye mucho. Acaso Horacio encuentre algo, algún día. Es nuestro explorador más perseverante. Parece que las damas se retrasan -se desvió súbitamente Tullius de aquel duelo al que un insensato Bálder le citaba-.Vayamos tomando asiento. Muéstrale a Bálder su sitio, Horacio.

Con un par de ademanes, Tullius disolvió los grupos que quedaban y todos se encaminaron hacia sus sillas. Una vez que se hubieron sentado, quedaron diez o doce sillas desocupadas, en la mesa que se encontraba frente a la que le había correspondido a Bálder, a la derecha de la central que presidía Tullius.

En ese instante apareció en la entrada de la estancia un nutrido grupo de mujeres. No vestían como las que Bálder había conocido en los subterráneos. Sus ropas eran amplias y se cerraban en torno de su cuello. Iban sin maquillar y se movían ceremoniosamente.Tullius las invitó a sentarse.Varias fueron por detrás de él y otras, las menos, por detrás de la mesa donde se había situado Bálder. El extranjero no quiso espiarlas, ni a las que podía observar de frente ni a las que sólo le cabía vigilar de reojo. De pronto, algo le rozó la espalda. Se volvió y allí estaba Camila, transfigurada bajo una túnica azul.

– ¿Qué haces tú aquí?

Camila no respondió enseguida. Estaba mirando a Horacio, que la examinaba con escepticismo.

– Hago lo que te prometí -declaró al fin, con una trémula dulzura-. Sorprenderte.

Y se deslizó hacia su sitio, con las manos caídas junto a las caderas y la barbilla baja.

Entonces Tullius comenzó su alocución, pero a Bálder se le escaparon sus primeras palabras, y también las que dio en pronunciar durante los minutos que tardó en acostumbrar su vista a la presencia, en la mesa de enfrente, de una salvaje muchacha que destacaba entre todas las que se habían acomodado allí. Gastaba una cegadora melena rubia, era afilada como un cuchillo y escudriñaba insolentemente a todos con dos cristales de color violeta en los que no se atisbaba el menor sentimiento. Cuando reparó en Bálder, se quedó fija en él. El extranjero sintió un invencible desasosiego. Como único recurso, acudió a Horacio:

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