– No he puesto en duda su capacidad -observó Ennius, abúlicamente.
– Tampoco quiero sugerirlo. No sé qué más le puedo contar.
– No parece un hombre con demasiadas facetas, si me permite decirlo, Bálder.
– Es posible. Quiero hacer el trabajo y creo que puedo hacerlo mejor que otros. Le ruego que no me considere un impertinente, pero no se me ocurre qué más podría interesarle de mí.
Ennius dejó, tal vez deliberadamente, que una nube de disgusto flotara en su gesto. Bálder supuso que ya había cometido la equivocación que el capataz había vaticinado y temió que el canónigo se pusiera en pie y le echara del palacio. Pero Ennius cambió pronto aquella expresión por una amplia sonrisa, que se abrió despacio bajo su barba sin brillo.
– Quizá necesitemos más. Aunque pueda parecerle lo contrario, no es lo mismo construir una catedral que construir cualquier otro tipo de edificio -le ilustró, con indulgencia-. Los edificios se erigen normalmente en función de su finalidad, es decir, del uso que se pretende darles. La catedral, esta catedral, tiene como razón fundamental la propia obra. Cuando esté terminada, si por desgracia llega a estarlo, tendrá una utilidad muy reducida. Resultará fría y poco habitable, tendrá un volumen desproporcionado a su superficie, será gravoso conservarla. Lo que importa es lo que ahora representa: el esfuerzo, la procura de recursos, la aportación de material, la acumulación de proyectos sobre el proyecto originario, algunos armónicos, otros que no lo son. Ahora la catedral está viva, y nosotros trabajamos para ella pero ella también trabaja para nosotros. Cuando esté acabada, es decir, muerta, sólo nosotros trabajaremos, y ella habrá dejado de servirnos. No sé si me entiende, Bálder. A usted parecen interesarle los fines, pero la catedral sólo vale lo cerca que está del principio.
Bálder comprendió que había hablado demasiado. Mientras escuchaba el discurso del canónigo, lamentó su manejo inexperto del idioma, al que acaso debiera no haber sabido encubrir su indiferencia por el empeño de levantar el templo. Dedujo que más le convenía permanecer callado, aun a riesgo de otorgar.
– Va a permitirme que le haga una pregunta personal, Bálder -continuó Ennius-. ¿Cree en Dios?
Ahora tenía que mentir o decir la verdad. Podía tratar de eludir la respuesta, pero acaso friera aquélla, ante Ennius, la forma menos recomendable de elegir entre las dos opciones. No tenía fuerzas ni aplomo para mentir, y sin embargo, lo hizo:
– Aproximadamente, sí.
Ennius abrió los ojos de un modo bastante ostensible. Bálder había logrado despistarle. En su respuesta sólo había un átomo de verdad, aquel aproximadamente. Tan escaso asidero le había ayudado a cambiar con naturalidad la negativa por la afirmación.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Que creo pero no acierto a adivinar cómo es, ni lo que desea de nosotros, si es que desea algo -improvisó Bálder.
Ennius meditó un instante. Se mesó la barba con energía algo excesiva y opinó:
– Me cuesta decirle que me conforta, pero creo que se requieren mejores pruebas antes de rechazar a un hombre.
– Me intranquiliza. No era consciente de estar jugándome tanto -rió Bálder, con temeridad.
Ennius borró su sonrisa y se movió en su asiento, como si le hubieran cógido a contrapié.
– Yo no puedo decidir eso -puntualizó-. Si llega el caso, me limitaré a proponer lo que estime oportuno. Tengo superiores a los que debo obediencia.
En ese momento Bálder supo que Ennius no se contaría entre sus partidarios, pero también supuso que no se atrevería a atacarle de frente. Probablemente fiaba la suposición a la carta que había traído consigo y que sólo un sujeto sin responsabilidades había pedido ver. Desconocía qué instrucciones habían sido cursadas con motivo de su llegada, y desde qué instancias habían partido. Pero Ennius debía de estar al corriente de ellas y era significativo que no se condujera a su antojo. Más sereno, el extranjero se propuso guardar la prudencia que ya había descuidado un par de veces aquella tarde.
– No quiero que malinterprete esta conversación -trató de ordenarse Ennius-. No estoy haciéndole un examen de ingreso, porque ya ha sido aprobada su incorporación a la obra y no me compete revisar esa decisión. Intento conocerle y transmitirle el espíritu que anima el trabajo de todos nosotros. Se espera de usted que participe de ese espíritu, porque esto no es la mera ejecución de un proyecto arquitectónico. No podemos exigirle que capte a la perfección el sentido de la catedral nada más llegar. Nadie lo ha hecho. No obstante, confiamos en que pronto estará comprometido con ese sentido que nos impulsa a los demás. Si no es así, mi obligación será informar a quienes tienen atribuciones para evaluar su conducta, y no le oculto que recomendaré sin contemplaciones que se le expulse.
– Le agradezco su franqueza. Confio en que podré demostrarle que merezco la oportunidad que me han dado.
– ¿En todos los aspectos? -preguntó el canónigo.
– En todos. No he defraudado a nadie, hasta ahora.
– Es usted orgulloso, Bálder. Pero en la catedral no basta con la destreza en el arte. Hace falta una cierta convicción acerca del arte, y si no la trae tendrá que ganársela.
– Puedo sudar todo lo que haga falta.
– Tal vez no sea cosa de sudar. Tal vez no pueda tenerla nunca.
– Si le parece, ésa será nuestra apuesta.
Ennius aceptó en silencio el reto y, algo más relajado, se tomó la licencia de reconocer a su interlocutor:
– Me asombra usted. Nadie sale por donde usted ha salido. Estoy acostumbrado a que los recién llegados me mientan tan insensatamente como para aconsejar su despido inmediato, a que me mientan de una manera lo bastante razonable como para prever que podrán contribuir con provecho a la obra y a que me digan la verdad con más rutina que mérito. No acabo de precisar cuál de las tres actuaciones habituales ha desbordado usted, y eso me fuerza a esperar. Presiento que no vamos a aburrirnos con su presencia, aunque no debería desear notoriedad. Ésta es una empresa complicada. Tal vez no convenga que demasiadas miradas confluyan en uno. No me entienda mal, pero una de ellas puede ser la del diablo.
– Sinceramente, creo que se equivoca conmigo -protestó Bálder, inquieto con la dudosa distinción que el otro le auguraba-. Cuando dije que no le defraudaría no prometía tanto.
– Si no tiene inconveniente, sería oportuno que fijáramos ahora algunos detalles prácticos -observó Ennius, cambiando bruscamente de asunto.
Como guste.
Ennius sacó una especie de cuaderno de tapas negras y duras. Cogió entre el índice y el pulgar el cordón rojo que dividía en dos montones casi iguales las páginas del cuaderno, lo colocó trazando su diagonal y lo abrió ceremoniosamente, cuidando de no dañar la esquina de la hoja. Buscó en el otro extremo de la mesa una pluma larga y de apariencia ligera y se acercó un tintero de cristal algo aparatoso.
– Veamos -comenzó-. ¿Conoce su salario?
– No con exactitud. Planteé mis exigencias y nadie me dijo nada, así que me he atrevido a interpretar que pueden ser atendidas por el Arzobispado.
– Seguro que sí. ¿Cuatrocientos por semana son bastantes para satisfacer sus expectativas?
– No me conviene reconocerlo, pero resulta incluso generoso.
– No se preocupe. Me alegra que progresemos deprisa. ¿Qué otras cosas necesita?
– He estado viendo las obras. Por el estado en que están, creo imprescindible que se me habilite un taller para trabajar. No puedo hacerlo en el interior del templo.
– ¿Qué quiere decir? ¿Está sugiriendo acaso que la catedral se encuentra en malas condiciones?
– Para hacer mi trabajo sí -insistió Bálder, perplejo por tener que reiterar algo tan manifiesto.
– Explíquese.
– He podido observar que el coro está construido, e incluso bastante bien acabado. Pero la catedral no tiene techo, sus muros están a medio alzar y la labor de albañilería en una fase crítica. No puedo trabajar allí, salvo que quieran malgastar madera y tiempo.
– Si necesita que cubramos la zona ordenaré que le hagan un entoldado.
– No es sólo eso. La humedad entraría igual, y tampoco me soluciona el problema del polvo, del cemento, ni evita el riesgo de que todo se deteriore mientras terminan la nave.
– Le haré una nave de lona, aislaremos el coro del resto de la obra. Usted supervisará los trabajos para que no quede ningún resquicio por donde pueda estropearse su sillería.
– Con todo respeto, no me parece una buena idea.
– Pues tendrá que atenerse a ella. Hay una cosa que debe anteponer a todos sus reparos. La catedral es una obra única, un conjunto indivisible de esfuerzos y voluntades. Si en ella hace ahora frío o golpea la lluvia, nada deseable puede hacerse sin lluvia y frío. Preferimos que sus tallas pierdan calidad a que se desvinculen del resto de la empresa.
Bálder no estaba en disposición de oponerse, pero se quejó:
– ¿Se da cuenta del precio que puede tener que pagar? Hablo de que todo se eche a perder.
– No se torture por las finanzas del Arzobispado. Tendrá madera y su salario aumentará regularmente.
– ¿Y el tiempo? Habrá que desmantelar lo que se arruine, rehacerlo.
– Lo repetiré en atención a su poca experiencia entre nosotros, Bálder. El tiempo que puede perjudicar a la catedral no empezará mientras la obra dure.
Bálder aceptó que debía reservarse u obviar sus reflexiones. De paso, quería entender lo que Ennius predicaba con testarudez, para dilucidar si más valía regresar a su tierra o si cabía buscar un modo de convivir con todo aquello. Pero si no le parecía sencillo, tampoco evitó recordar que la opción del retorno, después de un par de infortunios y algunas culpas, le estaba vedada, y acaso para siempre. Por el momento carecía de alternativa. Así que, aunque Ennius no necesitaba su asentimiento, se lo entregó:
– Si usted asume los riesgos, no veo qué objeciones me quedan -declaró, mordiendo las palabras.
– Tampoco se lo tome así, Bálder. Acéptelo como un desafío. Estoy seguro de que le gustará trabajar en la catedral. A todos acaba atrapándoles.
Bálder recordó los juramentos del capataz, pero antes de decidir si Ennius era un mentiroso o un idiota, reparó en el verbo que había empleado en su última frase y temió que fuese un canalla. De pronto le daba igual transmitirle adecuadamente sus necesidades de material y operarios, sólo quería salir de aquella habitación y perder de vista los hombros salpicados de caspa y la barba sucia, los ojillos pertinaces y la tez entre pálida y amarillenta. Disimulando a duras penas su disgusto, preguntó: