Una mañana, cuando hacía aproximadamente una semana desde el comienzo del temporal, Bálder vio desde la ventana de su cuarto que la nevada había cesado. Tras las nubes que cubrían el Levante se adivinaba otra vez el resplandor del sol. Aunque el camino hasta la catedral era tan penoso como en días anteriores, los hombres con los que coincidió mientras lo recorría avanzaban más ligeros, cambiando bromas y arrojándose enormes bolas de nieve. Bálder no disfrutaba del cambio, como tampoco entendía que los otros tuvieran razones para la alegría, ante la perspectiva de reanudar un trabajo con el que ninguno parecía gozar.
En la obra, Aulo, con nuevas energías tras la semana de descanso, dirigía las tareas de limpieza. Los hombres, sirviéndose de largas palas, apartaban la nieve con el propósito ingente de reintegrar la catedral a un estado que permitiera proseguir los trabajos. Bálder tomó directamente el camino del coro. Antes de entrar, la voz del capataz le detuvo:
– Espera.
Bálder se dio la vuelta y esperó hasta que Aulo, intentando no hundirse en sus pisadas, llegó a su lado.
– ¿Qué quieres? -preguntó entonces.
– No puedes entrar ahí.
– ¿Por qué?
– Mira.
Bálder alzó la vista y miró lo que Aulo le señalaba. Sobre la lona se había acumulado una gran cantidad de nieve, que la abombaba peligrosamente.
– Te has estado jugando la vida. ¿No lo veías?
– Había poca luz -repuso Bálder.
– Ahora tenemos que pensar cómo podemos quitar la nieve de ahí sin que nadie se mate. Afortunadamente, la lona ha resultado estar bastante bien instalada.
– Te felicito. ¿Cuándo crees que podré continuar con lo que estaba haciendo?
– Primero tenemos que limpiar el resto del recinto. Cuando lo hayamos hecho nos ocuparemos de la lona.Va a llevarnos unos cuantos días. Así dejamos, de paso, que el viento se lleve parte de lo que hay arriba.
– No puedo esperar unos cuantos días. Voy a llevar mis cosas al barracón. Seguiré allí.
– No permitiré que ningún hombre entre ahí debajo -advirtió el capataz.
– ¿Te lo he pedido? Me basto para transportar lo que me hace falta.
– No puedo dejar que entres. Sería responsable si te sucediera algo.
El extranjero dejó escapar una carcajada. Con sarcasmo, juzgó:
– Si lo que me pudiera ocurrir no te ha preocupado durante una semana, te será fácil otorgarte otros cinco minutos. No necesito más.
Bálder entró bajo la lona. Mientras atravesaba el coro, miró hacia el techo. La carga de nieve que soportaba era más que perceptible en los grandes vientres que se tensaban entre los soportes de la estructura. Recogió sus planos y sus útiles de dibujo y se dirigió sin premura hacia la salida. Aulo continuaba allí.
– Sobreviví -constató-. Espero que no se desmorone todo durante estos días. Tendríamos que empezar de nuevo. Entre eso y el invierno cundiría el desánimo.
– Hemos superado cosas peores -aseguró Aulo, sin inmutarse-. Las torres, por ejemplo. También nevaba por aquella época.
– Ya me figuro.
Aulo meneó la cabeza.
– No creo que puedas hacerte una idea exacta. Estos hombres saben sufrir, maestro. Tú todavía tienes que demostrarlo. Por sí se te ha pasado por la cabeza, te garantizo que nadie te va a admirar por la insignificante locura que has cometido. Ni aunque te hubiera costado la vida.Todos sospechan que lo hiciste sin darte cuenta.
– Da igual. Durante esta semana ha dejado de importarme bastante mi reputación entre vosotros.
El capataz sopesó el gesto ausente de Bálder.
– No deberías creerte más que los demás. Cualquiera de éstos ha visto derrumbarse a diez o doce mucho mejores que tú.
– Me malinterpretas. Por lo común, me conformo con no ser mucho peor de lo que era ayer -precisó Bálder, con optimismo-. No tengo afán de compararme con nadie, y menos aquí. No me gusta jugar con dados trucados, ni cargándolos yo ni cuando los han cargado otros. Tengo un trabajo que hacer y estoy progresando. Es una lástima que haya dejado de nevar y que todos salgáis de la madriguera, pero no podía durar siempre. Me adaptaré. Que tengas un buen día, capataz.
De camino al barracón, se encontró con Níccolo. Su segundo se aproximó dubitativo, como si arrastrara mala conciencia por no haberle acompañado durante la nevada, no obstante habérsele ordenado que se abstuviera. Bálder le saludó con abierta cordialidad:
– ¿Cómo van las cosas?
– Bien, maestro. Los hombres esperan instrucciones.
– No puede entrarse en el coro. Hay peligro de que la lona se venga abajo. Poneos a las órdenes de Aulo y ayudad a limpiar. Ya os reclamaré cuando podáis echarme una mano.
En el barracón, Bálder encontró a Pólux. Aún tenía el rostro magullado. El estucador ni siquiera levantó los ojos cuando entró, ni en todo el tiempo que estuvo preparando una mesa sobre la que trabajar. Bálder vaciló entre saludarle o sentarse sin más ante sus planos. Al fin, dijo:
– Lamento haberte golpeado. No supe lo que hacía.
Pólux siguió a lo suyo, como si no hubiera nadie allí. El extranjero optó por ocuparse en la tarea que tenía pendiente. Los planos estaban casi concluidos, pero aún le quedaba rematar varios detalles. Si la nevada hubiera durado otro día habría sido suficiente. Ahora podía llevarle algún tiempo más. Desplegó los papeles y abrió el tintero. En ese instante, a su espalda, oyó a Pólux:
– Bienaventurados los imbéciles, porque de ellos se sirve el Señor.
Volvió la cabeza. Pólux parecía concentrado sobre su mesa, pero justo entonces añadió:
– Oscuro entre todos fue el día que llegaste. Ellos todavía no lo han entendido, pero lo entenderán. Y tú, nunca sientas la tentación de jactarte. En realidad, nadie debería tener más miedo que tú.
A nadie afectan las incoherencias que puedan salir de la boca de un borracho. Pero apenas terminó Pólux su breve discurso, un escalofrío inexplicable le recorrió el espinazo a Bálder.