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El canónigo vigilaba sus movimientos con la ventaja de estar en su territorio y haberle concedido más de lo que esperaba. Ostensiblemente le complacía el aturdimiento de Bálder. Quizá calculando que ese estado debía ser aprovechado, Ennius, calmoso, inquirió:

– Y aparte de su fructuosa actividad, ¿ha tenido, ocasión de reflexionar sobre nuestra última charla?

– ¿Sobre qué, en particular? -le repelió Bálder.

– Sobre los conceptos básicos. Sobre la fe, sobre la construcción, sobre la búsqueda que supone nuestra obra.

– He podido respirar el ambiente que reina en el recinto. He tratado de conciliarlo con lo que me dijo.

– ¿Y?

Bálder, temiendo que el canónigo recelara, no se resolvió a reservarse del todo sus pensamientos.

– No acabo de interpretarlo con claridad -confesó-. Todo es bastante más ambiguo de lo que me imaginaba.

Ennius dio un respingo. Con vivo interés, reclamó al extranjero:

– ¿Puede ser más explícito?

– No estoy seguro de poder describirlo bien -se excusó Bálder-. He encontrado personas muy diferentes entre sí, que parecen tener también propósitos diferentes. He comprobado que ninguno quiere significarse ni enjuiciar nada, por irrelevante que sea. No es sencillo ser nuevo allí dentro.

El canónigo le escuchó con gravedad. Esforzándose en vano por dar mayor hondura a su voz, dijo:

– Capto cierta prevención en sus palabras.

Bálder comprendió que tenía que aguzar el ingenio. Apartando de Ennius la vista, que dejó vagar sobre la campiña cubierta de nieve, ensayó:

– Para serle sincero, a veces me cuestiono la utilidad de mis esfuerzos. No me refiero a los planos ni al coro. Me pagan por saber qué hacer con esto. Se trata de la vida en la obra, de cómo están organizados el trabajo y la gente allí. Intento asumir las reglas, pero nadie se toma la molestia o corre el riesgo de explicármelas. Como si no existieran reglas o nadie se fiara de lo que cree al respecto. No afirmo que sea éste el caso. Es más que probable que haya algún malentendido por mi parte. El caso es que hasta el momento no he tenido ocasión de sacar mejores conclusiones.

Ennius se echó hacia atrás y juntó las puntas de los dedos sobre el filo de su mesa.

– Puede preguntarme a mí todo lo que otros no le respondan -ofreció-. No tiene por qué vivir con esa inseguridad que parece sufrir. Mi puerta está siempre abierta para usted.

Bálder percibió el peligro. No cabía rechazar aquel ofrecimiento y mucho menos abrazarlo. Tenía que desviar la atención del canónigo hacia fragmentos pequeños de su incomprensión. Plantearla en su conjunto podía resultar excesivamente audaz.

– Son cosas diversas -dijo-. He tomado algunas medidas para mejorar las condiciones de trabajo en el coro, por ejemplo. Nada que pueda considerarse desproporcionado, en mi opinión. Pero noto que todos lo desaprueban. Intento organizar las tareas entre mis hombres de forma que me permita tener un mejor conocimiento de lo que hace cada uno, y el jefe de cuadrilla se ofende. Subo a una de las torres, porque me interesa ver su estructura, y alguien me sugiere que he quebrantado una misteriosa prohibición. Y hay otro hecho que me sorprende -agregó, extremando la modestia de su tono-: no me he encontrado a nadie que participe mucho de lo que creí atisbar el otro día acerca del propósito de la obra.

– ¿A qué se refiere?

– Es posible que no haya hablado con las personas indicadas. Pero he palpado más resignación que fe. O si prefiere un modo más frío de expresarlo, más inercia que impulso.

Ennius reflexionó o aparentó que reflexionaba largamente sobre lo que Bálder había dicho. Después, con el ceño fruncido, reconoció:

– Deploro que le hayan causado esa sensación tan poco alentadora. Todavía no le he tratado lo bastante para identificar sus defectos, pero sí me siento en disposición de reconocerle algunas virtudes. Es usted hombre de juicio, y no formularía apreciaciones como la que acaba de hacer si no hubiera reunido motivos. No niego que entre los que trabajan en la catedral puede haber gentes que no están a la altura de la misión. Tal vez las haya en número indeseable, incluso. Ya le he informado de las dificultades que tenemos para contratar operarios y artistas. Lo que no querría que pensara es que el Arzobispado lo tolera o cierra los ojos ante la situación. Le aliento a que corrija con severidad a quienes de usted dependan, y a que comunique al capataz cualquier conducta incorrecta que observe en otros.

Bálder recordó sus conversaciones con Aulo y se representó con escepticismo el interés con que el capataz recibiría cualquier acusación en el sentido que sugería el canónigo. Por segunda vez en su relación con Ennius, Bálder no supo si se hallaba ante un estúpido o ante un malvado.

– En cuanto a las medidas que adopte en relación con las condiciones de trabajo de sus hombres -añadió Ennius-, es un asunto que sólo a usted incumbe. No tiene que sujetarse a otra limitación que la de los medios con que contamos y las necesidades de otros. Salvado eso, haga lo que estime preferible. El Arzobispado sólo le exigirá que realice un buen trabajo, y por el momento no tenemos motivos para suponer que no vaya a hacerlo. Si pese a todo decepcionara nuestras expectativas, nadie pensaría en sancionarle por cómo organizó a sus hombres. No tendría objeto descender a semejante minucia, no sé si me explico. Y por lo que toca a las torres, nadie le prohíbe, pero sí le recomiendo que no vuelva a subir. No están concluidas y entrañan un riesgo considerable para alguien que no está familiarizado. Ignoro quién y cómo le advirtió al respecto, pero debió expresarse equívocamente. No hay ningún misterio acerca de las torres, aunque llamen tanto la atención. Están más avanzadas que el resto de la obra porque así lo impuso el plan del arquitecto, sin duda por alguna razón del todo prosaica. No hay secreto alguno. Hace varios días me preguntó si había algo extraño que saber y yo le contesté que siempre lo había. Luego he pensado en ello. Quizá fue una ligereza por mi parte que ha contribuido a alimentar sus dudas.

El canónigo le contempló con suficiencia. Benévolo, se interesó:

– ¿Alguna otra cosa?

– No sabría decirle.

– De acuerdo. En todo caso, le pido que no se reserve nada que le inquiete. Para mí constituiría un fracaso personal.

– Le agradezco su interés.

– Es tan sólo mi trabajo. En resumen, no parece haber tenido buenas oportunidades para imbuirse de la filosofía de nuestra catedral. Ya sabe a qué me refiero. Sustituir la obsesión del resultado por la obra en sí misma.

– Sería frívolo responder que he llegado a tanto -denegó Bálder.

Ennius, sin embargo, lo encajó con buen ánimo:

– Ya sabe que tenemos una apuesta al respecto. Usted mismo la propuso.

– Y seré consecuente con ello. Recuerdo lo que me dijo. Que aparte de confirmar mi supuesta destreza tendría que asumir una convicción acerca del arte que podía no tener antes.Y yo le prometí que no le defraudaría. No admití que careciera absolutamente de esa convicción, por otra parte.

– Pero sigue en la creencia de que lo más importante es liquidar en el menor tiempo posible lo que va a empezar. Disculpe si lo formulo con esta crudeza.Tal vez falto a la exactitud al ser tan directo.

Bálder aceptó jugársela:

– Para mí lo importante es aplicarme al máximo a lo que se me ha pedido y no cometer demasiados errores. Usted me aclarará si eso es incompatible con la obra. Desde luego, si lo fuera, no tendría más remedio que dudar que pueda cumplir lo que se espera de mí.

Ennius dibujó bajo su desaseada barba una maligna sonrisa.

– Difícilmente podría estar en desacuerdo con lo que acaba de decir -otorgó.

– Entonces la apuesta sigue en pie.

– Me congratulo de ello. Y en cuanto a la vida aquí, ¿qué le va pareciendo? ¿Sigue acostándose temprano o ha encontrado algo que le entretenga?

Bálder recordó a Camila, que estaba sólo a unos metros, al otro lado de la puerta. Con gesto apático, expuso:

– Hemos tenido muy mal tiempo y he trabajado muchas horas. Es pronto para haber hecho amigos. Sigo acostándome temprano.

– Espero que a medida que vaya mejorando el tiempo halle otros alicientes. Admiramos su ascetismo, pero no queremos que caiga en el tedio. El tedio perjudica a los artistas. Llegado el caso, el Arzobispado sería indulgente con un artista que ha cometido una pequeña falta para mantener la inspiración. Sabemos que no pueden sujetarse a la disciplina embrutecida de los operarios.

– No sé cómo debo interpretar eso -alegó Bálder.

– Es cosa suya. Nosotros lo interpretamos flexiblemente, siempre que no degenere en vicio. No se trata sólo de una repulsa moral. El vicio es la peor forma del tedio.

– Por si le sirve para calibrar mis posibilidades, yo aprecio la precaución.

– Eso le ayudará.Ya le avisé el otro día.Aquí hay mucha gente y todos tienen más experiencia que usted. Procuramos atajar cualquier infección espiritual entre los servidores del Arzobispado, pero el brazo de nuestro castigo no llega siempre ni siempre a tiempo allí donde la desviación se produce. La habilidad de cada uno es insustituible. Por mi parte, confio en usted. En fin, no debo retenerle más.

El canónigo se puso en pie y le tendió la mano. Bálder también se levantó y estrechó, probando su exigua fuerza, los dedos que le aguardaban.

– Venga siempre que algo le preocupe -pidió Ennius. Deseo establecer entre ambos una relación de la máxima colaboración.

– Gracias.

En la antesala estaba Camila, aparentemente abstraída en su labor. Pero cuando Bálder cerró la puerta tras de sí, abandonó lo que estaba haciendo y apartó las lentes de delante de sus ojos.

– ¿Qué tal ha ido? -se interesó.

– Bien, creo -dijo Bálder, distante.

– ¿Ha aprobado tus planos?

– Eso me ha parecido.

– Debo felicitarte, entonces.

– No te guardaré rencor si no lo haces.

Camila dejó las lentes sobre la mesa y apoyó la barbilla sobre el puño derecho.

– Has tenido tu primer éxito -dijo, con algo muy cercano al desprecio-.Ahora comenzarás a hacerte como los otros. ¿Entiendes por qué fui a verte la primera noche? Dentro de poco tus caricias serán tan sórdidas como las de Ennius, y entonces, no podrás acariciar a Camila. Tendrás que buscarte otra, que será tan sórdida como tus caricias.

Bálder no estaba preparado, pero acertó a reaccionar:

– Porque tú no eres sórdida, naturalmente.

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